Quinby era un hombre sencillo. Bonachón, con una enorme panza y con una
cabeza cada vez más calva era el arquetipo de posadero, un hecho del que se
sentía secretamente orgulloso. Tenía cuarenta y cinco años, y buena parte de
ellos los había pasado trabajando en su posada, La Bota Sedienta. Tras tanto tiempo en el negocio se había labrado
una reputación de hombre honesto, de servir buena cerveza y de conocer mejor a
sus clientes habituales que sus propias mujeres.
Ese día parecía uno más de tantos. Quinby se había levantado de buena
mañana, y tras revisar que los caballos de los clientes tenían paja y agua de
sobras en el establo, había preparado las mesas y los aperitivos que serviría
con las bebidas. Luego, con la ayuda de una sobrina que trabajaba unas horas en
la posada, había seguido la rutina habitual: desayuno, limpieza de
habitaciones, comida. Cuando llegaba la tarde podía tomárselo con más calma,
así que se quedaba tras la barra y secaba los vasos con una estudiada lentitud
que le permitía participar en las conversaciones cuando quería, y pasar de
ellas cuando no le interesaban fingiendo estar muy ocupado.
—Lo que oyes —decía Lons, un viejo gruñón de nariz puntiaguda—, el
heredero de Nagareth ha conseguido derrotar al mismísimo Grim en combate.
—No puede ser —respondió Grendel, un enorme carpintero que había perdido
una oreja por culpa de un accidente—. Yo estaba cuando Grim se enfrentó en un
duelo amistoso al campeón de la Reina de Invierno, y vi todo el combate con mis
propios ojos. Jamás podré olvidarlo… ¡Qué manera de luchar! Grim parecía
invencible.
—Pero es cierto —repitió el viejo —. Mi yerno trabaja cuidando los
cuervos mensajeros y de vez en cuando lee los mensajes que traen, ya sabes, no
por malicia, sólo por curiosidad —dijo Lons excusando a su querido yerno, su
más grande fuente de información—. Esta mañana ha llegado un mensaje de
Draconis destinado a la mismísima Reina de Invierno con la noticia.
—Entonces debe ser cierto —comentó Gendel, alicaído. Parecía tan
decepcionado como cuando el equipo local de leñadores había perdido en el festival.
—Grim ha sido derrotado.
—Bueno, no es de extrañar si se enfrentó al heredero de Nagareth. Los que
lo han visto dicen que es una persona misteriosa, cubierta por unos extraños
ropajes y una máscara que le oculta el rostro. Y hay quien dice —añadió en un
tono más bajo, como si estuviese explicando un importante secreto— que si viste
así es para ocultar su aspecto, porque en realidad él es…
—Un mago —le interrumpió Grendel—, el último de los suyos. Eso dice mi
hermano. Ya sabéis, el barbero. Está muy enterado de lo que ocurre en el mundo.
—No digas tonterías, cómo quieres que sea un mago? La última maga que
quedaba desapareció tras bendecir a los herederos, eso lo sabe todo el mundo.
No, hombre, no, el heredero de Nagareth no es otra cosa que… ¡un demonio!
Espero un momento para ver la respuesta de sus compañeros, pero en vez de
exclamaciones de asombro sus palabras sólo tuvieron una fría acogida en la
posada.
—Pero cómo va a ser un demonio, Lons? —preguntó un parroquiano—. Es que
por fin te ha llegado la demencia senil?
Una sarta de risas siguió a la burlona pregunta, pero el viejo Lons no
les hizo caso.
—Vamos, pensadlo bien. Cómo si no ha conseguido derrotar a cuatro
herederos? ¡Pues gracias a sus poderes infernales! Esa ropa y esa máscara que
lleva le sirven para ocultar su diabólica apariencia, sus cuernos, escamas, y
demás; os lo digo yo. Sólo los dioses saben qué tiene planeado hacer con los
siete ducados.
Los parroquianos reunidos meditaron sobre esta teoría, pero sin darle
mucha importancia. Lons tenía fama de viejo supersticioso y todos sabían que se
la había ganado a pulso.
—Tú qué crees, Quinby?
El posadero dejó de secar los vasos, pensando qué responder.
—No lo sé, el heredero de Nagareth podría ser cualquier cosa. Pero se
dice que ha acabado con el pillaje y el saqueo de los jinetes de Jötum, y que
piensa poner fin a los esclavos de La Costa Verde. A mí no me parece algo muy
propio de un demonio, la verdad.
Sus clientes asintieron con la cabeza, dándole la razón.
—De todas maneras, cuanto antes acabe todo este asunto de los desafíos
mejor. Siempre que los poderosos pelean entre ellos acabamos siendo nosotros,
la gente pobre y honrada, los que sufrimos las consecuencias. Yo sólo pediría
que nos dejasen tranquilos.
Un coro de murmullos de aprobación siguió a sus palabras, pues el
posadero había expresado en voz alta lo que todos pensaban pero que no se
atrevían a decir.
La conversación cambió de rumbo hacía temas más locales, como el estado
de los cultivos o las últimas gamberradas que habían hecho los jóvenes durante
el último Festival. Las horas pasaron rápidamente, y la posada se fue vaciando
mientras los bebedores regresaban a sus hogares para dormir con sus familias.
Eran altas horas de la noche cuando el último cliente se marchó dando tumbos de
tan borracho que se encontraba y Quinby pudo por fin cerrar la posada. Antes de
acostarse quería recoger un poco las mesas y realizar las cuentas del día, pero
unos fuertes golpes en la puerta le detuvieron.
—Posadero, abre la puerta. ¡Rápido!
Quinby conocía las historias de ladrones que se aprovechaban del engaño y
la oscuridad para sus hurtos, pero había podido sentir una auténtica urgencia
en la voz del hombre que le pedía que abriese la puerta, así que no dudo en
hacerlo.
Había un joven de pelo castaño en la puerta, con una ropa de viajero sucia
y gastada por el uso. Su rostro parecía habituado a la sonrisa, pero en ese
momento estaba profundamente preocupado mirando a su compañero a quien apenas
podía sostener para que no se cayera.
—Ayúdame, posadero. Necesita una cama.
Quinby tardó en reaccionar, sorprendido ante el aspecto del compañero del
joven. Vestía unas ropas oscuras que le tapaban todo el cuerpo, una capucha y
una extraña e inquietante máscara que ocultaba su rostro.
—Claro, señor. Vengan conmigo —dijo mientras ayudaba al cansado viajero
con su carga, sorprendiéndose del poco peso del enmascarado. Entraron a la
posada, y entre los dos hombres consiguieron subir las escaleras y llevarlo
hasta una de las habitaciones vacías, donde lo tumbaron sobre la cama.
—Qué le pasa? —preguntó Quinby.
—Está enfermo. Hace poco pasó por una experiencia muy dura, y si lo
juntamos con el viaje a caballo y su condición… —guardó silencio de repente, y
Quinby pensó que llevado por los nervios había dicho más de la cuenta—. Durante
los últimos días su estado ha ido empeorando, y hoy casi cae desmayado de su caballo.
Creo… creo que tiene fiebre.
—Lo siento Grim, debería de haber encontrado otra manera… Lo siento.
El enmascarado deliraba, pero sus palabras provocaron un retortijón en el
viejo estómago del posadero. No había ninguna duda de que el viajero que tenía
ante sí era el mismísimo heredero de Nagareth, el hombre que hacía escasos días
había derrotado en duelo a Grim.
—Hay algún doctor cerca? —preguntó el joven moreno—. Necesita atención
médica.
—El más cercano está a dos días de viaje a caballo, señor —respondió Quinby,
inclinando la cabeza en señal de respeto. Si los rumores no iban errados, el
hombre con el que estaba hablando debía ser el heredero de Aquaviva. —Cada
primer lunes de mes viene aquí a visitar a los pacientes del pueblo, pero eso
no será hasta la semana que viene.
—Maldición —gruñó furioso el viajero. Dejándose llevar por el nerviosismo
pateó una vieja papelera, aunque al momento se disculpó avergonzado. Se llevó
las manos a la cabeza y respiró fuerte para calmarse. —Tráeme mantas y paños húmedos,
por favor.
Quinby salió corriendo a buscarlos, aunque su mente no podía dejar de
pensar una sola idea: el heredero de Nagareth estaba aquí, en su posada. Por qué? Qué he hecho yo para mezclarse en
toda esta historia?
Le entregó las mantas y los paños así como una palangana con agua fría al
joven, que le agradeció su esfuerzo con una sentida inclinación de cabeza.
—Gracias, posadero; puedes marcharte. Ya me ocuparé yo.
—Estáis seguro, señor? Puede que necesitéis mi ayuda.
Quinby se sorprendió a sí mismo preguntándose qué pasaría si el
enmascarado, heredero de tres ducados y señor de otro, moría en su posada.
Rechazó esos pensamientos con decisión, él no era de la clase de persona que se
preocupaba de eso teniendo a una persona enferma bajo su techo. Era un pobre
posadero sin ambiciones, pero honrado. De eso, al menos, podía estar orgulloso.
—No te preocupes —dijo el joven, tan solemne que cualquiera hubiera dicho
que estaba realizando un juramento—, yo cuidaré de él.
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