La guardia personal del duque de La Tierra de
las Espadas preparaba el escenario del duelo, en el pequeño jardín del palacio
de Draconis. Eran hombres de rostros graves y miradas duras, marcados por las
cicatrices y el distanciamiento que provoca toda una vida viviendo por la
espada. Soldados en cuerpo y alma que habían visto lo peor y lo mejor del ser
humano, pero que no podían ocultar la amargura que les movía mientras cumplían
una vez más con su deber.
Era en este mismo jardín donde hacía tan solo
una semana escasa se había celebrado el duelo entre Eldrad y Grim. Era en este
mismo jardín donde un hermano había acabado con la vida del otro.
Rego observaba a los guardias preparar un círculo despejado de maleza,
piedras y de cualquier otro obstáculo para los combatientes en el centro del
jardín, clavando sus espadas en el suelo para marcar sus dimensiones, de unos
diez metros de diámetro, así como el límite de la arena. Un círculo en el que dentro de poco morirá una persona, pensó
amargamente el heredero. A su lado y mirando también los preparativos estaba el
testigo de Grim para el duelo, el viejo soldado de pelo blanco que como maestro
de armas de la familia ducal había enseñado tanto a Grim como a su hermano
Eldrad.
—¿Sólo nosotros dos presenciaremos el duelo? —preguntó Rego al maestro de
armas—. Me resulta extraño que no vengan ni los padres ni los amigos de Grim.
—La tradición establece que sólo debe haber un testigo por cada uno de
los participantes; así lo hemos hecho siempre —respondió con voz seca el viejo
soldado—. Además —añadió, sus ojos desviándose por un instante a la ventana de
una de las habitaciones del palacio—, la duquesa ha sufrido mucho con la muerte
de uno de sus hijos. Presenciar este duelo no le haría ningún bien.
—No, supongo que no.
¿Y a ellos les podía hacer algún bien? El maestro de armas era un hombre
anciano que ya había perdido a uno de sus queridos pupilos, ver con sus propios
ojos como moría el segundo con tan poco tiempo de diferencia sería un golpe muy
duro. ¿Y para él mismo? ¿Qué sentiría él si el enmascarado moría en este duelo?
Un estremecimiento lo recorrió de los pies a la cabeza al imaginarlo. No
quería ver morir a Bant. A pesar de todos sus secretos y misterios era un buen
amigo, una persona en la que podía confiar en cualquier momento por complicada
que fuese la situación. Era un amigo que le había mostrado lo grande que era el
mundo y perderlo sería… Se mordió suavemente el labio, inquieto. No sabía cómo
expresar ese sentimiento.
—¿Es muy bueno con la espada Grim?
—preguntó Rego al maestro de armas, arrepintiéndose al instante de la estúpida
pregunta que había hecho impulsado por los nervios. Pues claro que es bueno, eso lo sabe cualquiera en los siete ducados.
—Grim nunca ha perdido un duelo.
—Ya, pero que…
—No, no me has entendido, heredero de Aquaviva —le interrumpió el viejo
soldado—. Grim nunca, en toda su vida, ha perdido un duelo. Cuando comencé a
enseñarle el arte de la espada no era más que un mocoso que casi no tenía
fuerza para sostener su arma, y no sabía luchar mejor que cualquier otro niño
de su edad. Pero aún entonces, en cualquier duelo amistoso, siempre ganaba.
—¿Cómo? —preguntó Rego, que no lograba imaginarse como un niño podía
ganar a un hombre hecho y derecho con experiencia en batalla.
—Es por la bendición. Si te enfrentabas a él podías sentir la magia en tu
contra: el Sol te cegaba, las piedras te hacían resbalar y caer, tu fiel espada
se rompía en tu mano… Resultaba aterrador. Se puede vencer a un niño, pero
nadie puede derrotar al destino.
Rego frunció el ceño, desconcertado ante estas palabras. De alguna manera
podía ver una semejanza entre los efectos de la bendición de Grim y los de
Helena, la antigua heredera de La Costa Verde. En ambos casos la bendición no
se limitaba a afectar tan sólo a su beneficiario sino que también influía en
los demás; con Helena retorcía los sentimientos para que cualquier hombre la
amase, y con Grim parecía afectar al azar para conseguir derrotar a cualquier
rival.
—En aquel entonces tan sólo era un niño —continuó explicando el maestro
de armas—, ahora ya se ha convertido en un campeón de la espada por méritos
propios. Lo siento por el heredero de Nagareth, pero la única posibilidad que tiene
de ganarle pasa por que la bendición que le protege, esa bendición que nadie
conoce, sea más poderosa que la de Grim. Si no es así, está perdido.
—Bueno —dijo Rego fingiendo una confianza que estaba lejos de sentir—,
Bant ya ha ganado a tres herederos cuando parecía imposible. Esta vez no tiene por
qué ser distinto.
Pero lo era. El enmascarado había ganado sus dos primeros desafíos
evitando gracias a su astucia enfrentarse directamente contra la bendición de
sus rivales, y en el tercero… Bueno, el tercer desafío había sido especial.
Pero contra Grim no tenía más remedio que enfrentarse directamente contra la
magia que le protegía y contra su maestría como espadachín, y Rego temía que
Bant no estuviese a la altura.
En ese momento aparecieron por el camino que daba al jardín los dos
combatientes, caminando uno al lado del otro. Grim vestía una armadura ligera
que no le ofrecía mucha protección, pero que le permitía moverse con rapidez y
agilidad si era necesario. Por su parte, Bant vestía las mismas ropas que había
llevado durante todo el viaje: su traje de minero con la capucha, sus
resistentes botas y guantes de cuero, y la máscara.
Incluso ahora que te juegas la vida
sigues con tus secretos, pensó Rego al ver que su amigo llevaba una
vestimenta tan poco adecuada para un duelo. No cabía duda que Bant se movía en
ese delgado límite entre la valentía y la locura que hace épicas las victorias
y ridículos los fracasos.
En cuanto los dos oponentes llegaron al círculo del combate fueron
saludados por los guardas ducales, quienes antes de marcharse les entregaron a
cada uno una espada idéntica para que el combate fuese justo. La espada era una
sencilla arma sin filigranas ni adornos pero muy afilada; una herramienta
diseñada para matar y no para vestir en desfiles. Grim la blandió ante sí con
aire experto, valorando su peso y alcance. Una vez satisfecho entró en el
círculo, situándose a la izquierda de los testigos.
—Cuando quieras, heredero de Nagareth —dijo dirigiéndose al enmascarado que
aún probaba su arma. Tras unos cuantos mandobles más cortando el aire, Bant
también entró en el círculo, frente a frente con Grim, a la derecha de los
testigos.
—Estoy listo.
Los dos herederos adoptaron una posición de combate, inmóviles en medio
del silencioso jardín. Rego tragó saliva, nervioso. Este tenso silencio no
tardaría en romperse con el ruido del combate y el grito agonizante del
perdedor.
—Que empiece el duelo —anunció el maestro de armas.
Es verdad, recordó Rego, los dos testigos debían dar su visto bueno para
que el duelo pudiese empezar. Miró de reojo al enmascarado, esa pequeña figura
que tan lejos había llegado ya, y tuvo la impresión de que le sonreía tras su
máscara para tranquilizarle.
—Que empiece el duelo.
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