Grim, el
heredero de La Tierra de las Espadas, el mejor duelista del mundo, se
encontraba en la sala de armas del palacio ducal. Sus manos, grandes y
robustas, llenas de callos por el constante entrenamiento, acariciaban la funda
de una espada con la misma suavidad que el roce de una pluma.
Allá reposaban las espadas de todos
los miembros de la familia del duque que habían fallecido en combate, ya fuese
en batalla o en duelo. En el fondo de la estancia, sobre unos soportes de
sencilla madera, estaba la espada del primer duque de La Tierra de las Espadas.
No muy lejos de ella se encontraba el enorme mandoble a dos manos que había
manejado el tercer duque, seguido por el fino y elegante estoque que había
empleado el quinto. Una tras otra, decenas de obras maestras adornaban las
paredes de esta sala que era, en cierta manera, un lugar sagrado.
Por supuesto, aquí también se
encontraba la espada de Eldrad, su hermano. Era precisamente ésta la espada que
Grim estaba contemplando.
Se puede saber mucho de un hombre
por el arma que utiliza. La de Eldrad era un espada ligera y con un equilibrio
excelente, además de tener una amplia guardia que permitía defenderse con
facilidad. Un arma cómoda y útil, adecuada para luchar si no había más remedio,
aunque para su dueño siempre habría otras opciones antes.
La de Grim era una espada pesada,
que le permitía dar una fuerza letal a cada uno de sus golpes. Un arma para
asesinar.
Un
arma perfecta para mí, pensó Grim, su rostro pétreo hecho pedazos por una
grieta de dolor.
El sonido de unos pasos a su espalda
interrumpió sus pensamientos. Tranquilo, Grim cogió aire y recuperó la
compostura. Cuando se dio la vuelta su expresión era tan serena y fría como la
superficie de un lago helado.
—Después de cinco días ya pensaba
que no volvería a verte, heredero de Nagareth.
—¿Cómo sabías que era yo, Grim?
Ahí estaba. El enmascarado,
acompañado del heredero de Aquaviva, su testigo. Por fin.
—No
podía ser nadie más, di órdenes al servicio de que nadie excepto tú podía
molestarme —respondió Grim. —¿Has venido a desafiarme?
—Así es.
Una chispa de emoción ardió por un
instante en los ojos del mejor duelista.
—Ya pensaba que no lo harías después
de todos estos días de silencio. Si te soy sincero, no entendía tu
comportamiento tras tus desafíos en el sur, en Jötum y en la Costa Verde. Pero
eso ya no importa—. Sin darse cuenta, Grim apoyó la mano sobre el pomo de su
espada—. Como quieras, habrá un duelo a muerte para decidir el destino de La
Tierra de las Espadas.
—No me has entendido bien, Grim. Te
desafío a un duelo de espadas, sí, pero no a un combate a muerte. Podríamos
hacer…
El heredero de La Tierra de las
Espadas se movió veloz como un rayo, cogiendo al enmascarado por su traje
mientras lo levantaba contra su rostro. Rego dio un salto hacia atrás, asustado
ante el inesperado movimiento.
—¿Estás jugando conmigo, heredero de
Nagareth? Es el destino de La Tierra de las Espadas lo que está en juego, no
pienso manchar el honor de mi gente, de mi familia e incluso de mi propio
hermano muerto por nada menos que un combate en el que arriesgue mi vida. Y si
tú no tienes el coraje para hacer lo mismo, márchate de aquí ahora mismo,
¡cobarde!
Grim sostenía al enmascarado en vilo
con un solo brazo, como si no fuese más que un muñeco que pudiese romper con un
movimiento de sus dedos. Su pétreo rostro se había transformado en una máscara
de ira y desesperación, y su otra mano temblaba, fuera de control, en el pomo
de su espada.
Sin embargo, a pesar del peligro en que se encontraba, Bant no movía ni
un músculo. Guardaba silencio, observando a Grim a través de las lentes de su
máscara.
Tras unos instantes que parecieron
eternos, Grim recuperó el control sobre si mismo y soltó al enmascarado. Rego
suspiró aliviado.
—No, no me tienes miedo —dijo el
heredero de La Tierra de las Espadas. —Entonces, ¿por qué? ¿Por qué no quieres
desafiarme como has hecho con el resto de herederos?
— No hay nada útil ni digno en morir
por una causa, Grim, por muy grande que sea esta. Mi muerte no serviría en nada
a los míos, de la misma manera que la tuya no traería de vuelta a tu hermano ni
ayudaría a tu pueblo. Si quieres ayudar de verdad a los tuyos, vive por ellos.
Grim le miró perplejo, extrañado; hasta que poco a poco sus ojos se
abrieron de par en par al comprender los motivos del enmascarado.
—Tú… no es que me tengas miedo, lo que sucede es que no quieres matarme.
Bant no respondió, no hacía falta.
—¿Cómo puedes ser tan ingenuo? ¿Cómo puedes esperar conseguir los ducados
sin mancharte las manos de sangre? Es una estupidez sin sentido.
—Seguramente lo sea, pero de momento lo he conseguido.
—Sí, es cierto —reconoció Grim mientras se acariciaba la barbilla con
gesto reflexivo, pensativo. —¿Has matado alguna vez?
El enmascarado negó lentamente con la cabeza.
—No es una sensación agradable. No, no hay nada de agradable en
arrebatarle la vida a otra persona, en ver como se apaga el brillo en su
mirada. Pero en el mundo en el que vivimos a veces no hay más remedio.
Acarició con aire distraído una de las espadas expuestas, su mente
perdida en sus propios pensamientos. Cuando volvió a hablar su rostro era aún
más severo y serio que de costumbre, si eso era posible.
—Te haré una pregunta y desearía que me respondieras sinceramente, sin
reparo ni temor alguno. ¿Me harías este favor, heredero de Nagareth?
—Por supuesto.
—¿Crees que si la Tierra de la Espadas pasase a tus manos sus habitantes
tendrían un futuro mejor?
Una
exclamación de asombro salió de los labios de Rego, quien empezaba a tener una
idea de las intenciones del heredero de La Tierra de las Espadas. El
enmascarado no dijo nada durante unos largos segundos en los que reunió valor,
para acabar respondiendo con un escueto sí.
—En ese caso, y como igual heredero tuyo que soy, te desafío a un duelo
por La Tierra de las Espadas. Si lo rechazas perderás tu honor y deberás dejar
este ducado para nunca regresar.
—¿Por qué haces esto, Grim?
—Porque aunque no eres mi hermano, creo que al igual que él puedes ayudar
a mi pueblo. Y quizás, protegido por tu misteriosa bendición, puedes triunfar
donde él fracasó.
—¿Y matarte? ¿Eso es lo que quieres?
—Si es necesario, sí. Es como debe ser, como ha sido siempre y como será,
al menos mientras un miembro de mi familia esté en el poder. Puedes aceptarlo o
marcharte, es tu decisión.
El heredero de Nagareth guardó silencio, inmóvil. Parecía tranquilo,
imperturbable, pero Grim podía ver en sus puños cerrados con fuerza y en la
rigidez de su espalda lo mucho que estaba sufriendo. Era evidente que no quería
matar a nadie, pero también lo era que no tenía ninguna otra opción.
Lamento obligarte a esto,
enmascarado, pensó Grim. Pero así es
como debe ser.
—Será un combate a muerte, tú contra mí. Si yo gano me ocuparé de la
Tierra de las Espadas y si eres tú quien resulta ganador cuidarás de Nagareth.
¿Te parece justo?
Grim asintió, dando la mano al enmascarado para sellar su acuerdo.
—Me parece honorable.
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