Martha tatareaba
una pegadiza canción mientras acababa de barrer el suelo de la posada, una
limpieza que en los últimos meses hacía más por costumbre que por necesidad.
Aún tenía que lavar los platos antes de irse a dormir, pero no le apetecía para
nada. Bostezando de aburrimiento fue a sentase junto a su mejor –y único-
cliente.
—Tu amigo hace ya un buen rato que se ha ido a
dormir, ¿no crees que deberías hacer lo mismo? Además —dijo apartándole el vaso
a un lado—, creo que ya has bebido mucho por hoy. Mi conciencia me impide servirte
más bebida.
El enmascarado le ensenó el
contenido del vaso: agua.
—Sí, ya sé que no bebes alcohol
—dijo Martha—. Pero hace tanto tiempo que no tengo la oportunidad de negarle
una bebida a un borracho que echaba de menos decirlo—. La joven apoyó su cabeza
en las manos y miró al enmascarado con ligera reprobación—.Tristemente, tú eres
lo más parecido a eso que tengo ahora.
De repente se levantó y caminó hasta la barra
donde estuvo rebuscando un rato, canturreando entre dientes mientras lo hacía.
Regresó con una sonrisa en los labios y una botella de vino en la mano.
—En fin —dijo mientras se sentaba de
nuevo—, supongo que ya te habrás enterado de lo de mi hermano, ¿verdad?
—preguntó a Bant, quien asintió en silencio—. De este tipo de cosas todo el
mundo se entera rápido; los soldados son unos cotillas. Lo sé por experiencia.
Descorchó la botella con un hábil
giro de muñeca y se la llevó a los labios, en un trago que se alargó durante
más de lo que parecía sensato. Cuando finalmente acabó, dejó la botella con un
golpe que sacudió la mesa y que hubiese derribado el vaso de Bant si este no se
hubiese apresurado a recogerlo.
—Mi hermano nunca fue muy listo, ni
tampoco muy diestro. Está mal que lo diga yo, que soy su hermana, pero es así.
La verdad es que siempre fue un cero a la izquierda con las armas, con más
ilusión que habilidad. Le hubiese ido mucho mejor quedarse aquí, llevando la
taberna, que no probando suerte como soldado. Pero él no quería eso, decía que
no había honor en servir bebidas y limpiar camas, que eso era un trabajo para
mujeres y ancianos, no para hombres. Él podía aspirar a más, me decía. Él era
un hombre de honor.
Martha rechistó y movió la cabeza de
un lado a otro, maldiciendo para sí, antes de volver a tomar un trago de la
botella.
—Menuda estupidez. Si no vales para algo, no vales, y punto. Todo eso del
honor y demás pamplinas no sirven más que para presumir con los amigos. ¿De qué
te sirve el honor cuando hay hambre? Ya te lo digo yo: de nada. No te sirve ni
para limpiarte el culo. Yo no creo en el honor, creo en la necesidad —afirmó
con un tono tan crudo y despojado de ilusiones que parecía más propio de una
anciana que de alguien de su edad. —Y estoy segura que mi hermano creyó lo
mismo cuando empezó a robar. ¿Qué otra cosa podía hacer para sobrevivir un
espadachín mediocre como él?
—Yo creo que el honor es un código
de conducta que te permite mirarte al espejo todos los días y estar orgulloso
de lo que ves —dijo entonces el enmascarado. —No hay nada deshonroso en ser un
posadero, un artista o cualquier otra cosa, siempre que te dediques a ello de
corazón, tu conciencia esté tranquila y puedas dormir cada noche satisfecho de
lo que has hecho durante el día. No importa lo que eres, si no cómo lo eres.
Ante estas palabras Martha guardó
silencio. Se quedó mirando al enmascarado un largo rato, con la duda reflejada
en sus jóvenes ojos. Tenía una mano en la botella ya medio vacía y la otra
reposaba sobre la mesa, acariciando la vieja madera con la punta de los dedos.
—Eres un ingenuo, heredero de
Nagareth. Sí —añadió al ver la sorpresa de Bant—, sé quién eres. Como te dije
antes los soldados son unos cotillas y toda la ciudad sabe que el misterioso
heredero de Nagareth ha conquistado tres ducados, uno tras otro, venciendo en
desafíos que cualquiera hubiese dicho que eran imposibles de ganar. Tu aspecto
es de sobras conocido: “un enmascarado vestido con el traje de los mineros de
Nagareth y una capucha”. No eres precisamente discreto, ¿cuánta gente crees que
hay así en Draconis?
—Supongo que nadie aparte de mí
—respondió Bant. Las ropas que llevaba ocultaban su aspecto, pero a estas
alturas de su aventura también indicaban claramente su identidad como heredero
de Nagareth. Era un problema con el que había esperado encontrarse más tarde,
pero sus planes se habían retrasado tras descansar en Magrata.
—Has venido hasta aquí para desafiar
a Grim, ¿verdad? —preguntó la joven posadera—. Pero si es así, ¿por qué pasas
los días sentado sin hacer nada? No es que me importe que te quedes en la
posada, claro. El dinero es bienvenido y espero poder contar algún día a mis
hijos que hablé y serví personalmente agua y limonada a uno de los herederos,
pero me pica la curiosidad.
El enmascarado se revolvió en la
silla, dudando entre confesar o no la razón de su inquietud a Martha. Se lo
había ocultado a Rego, su amigo, porque no quería preocuparle y por temor a que
descubriese su mayor secreto, pero con la joven pelirroja no necesitaba tomar
tantas precauciones. Podía desahogarse con ella, expresar en voz alta las dudas
que la atormentaban y quizás así tomar una decisión.
Además, Martha le caía bien.
—Para ganar a Grim creo que tendría
que matarlo, Martha. Y si lo hago, si pongo fin a la vida de una persona, no
creo poder mirarme nunca más ante un espejo sin avergonzarme de lo que veo. Ya
apenas puedo, con todo lo que estoy haciendo.
—Pero la gente muere constantemente,
sobretodo los soldados como Grim. Es un riesgo de profesión y lo asumen, no veo
porque deberías dejar que eso te detuviera.
—No lo entiendes, Martha. Es normal,
habiendo nacido y vivido en La Tierra de las Espadas.
El enmascarado hizo una breve pausa,
y cuando volvió a hablar sus palabras estaban cargadas de un viejo y profundo
pesar.
—En Nagareth muy pocas mujeres son
fértiles. Es una consecuencia de la lluvia de ceniza que cae constantemente
sobre nosotros y que todo lo mata. No te puedes imaginar la alegría, la
felicidad, que trae a nuestra gente la noticia de un nuevo embarazo, de una
nueva vida—. Guardó silencio durante un instante, rememorando un evento muy
querido de su pasado. —Aún así, muchos de estos niños no consiguen llegar a la
edad adulta; mueren enfermos, en las minas o por culpa de la falta de
alimentos. Para nosotros, Martha, cada vida, cada persona, es especial y
valiosa. Yo… yo no puedo acabar con una vida porque sí, sólo porque no vea otra
manera. Tiene que haber un modo de conseguir el ducado sin matar a Grim. Sólo
tengo que encontrarlo.
—¿Y si no lo hay?
Una simple pregunta, pero ante la
cual Bant no tenía respuesta. No,
pensó mientras se encogía en su asiento como un niño asustado, es una pregunta que no quiero responder.
—Sólo soy una tabernera, heredero, y
bastante me cuesta ya ir tirando y tener algo que dar de comer a mis hermanos
pequeños—dijo Martha—. No puedo ni hacerme una idea de lo que es estar en tu
situación. Pero ya sabes en lo que creo: en la necesidad. Y quizás este ducado
necesite una persona como tú, un ingenuo que valore más la vida que una
estúpida palabra.
La joven dio un último trago a su
botella, contemplándola después con la expresión vacía y cansada de quien le ha
tocado vivir con las peores cartas de la baraja.
—Aunque para ello no pueda volver a
mirarse en un espejo nunca más.
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