Las espadas se movían
tan rápido que no eran más que unos borrones fugaces para sus ojos entrenados.
Una estocada a fondo con las dos armas. Un corte por arriba, otro por la
derecha. Un revés aprovechando un giro. Los ataques caían uno tras otro sobre
su gólem en una danza interminable tan hermosa como letal, pero él seguía
resistiendo. El escudo firme, el martillo levantado.
Dentro de la cabina de la gigantesca máquina de guerra,
enfrentado a la mejor wyrm del reino, el Señor de la Frontera Norte no se
rendía. Un pequeño río de sangre bajaba por sus muñecas, alimentando al gólem y
reviviendo el espíritu del dragón muerto que residía en el corazón de la
máquina. La espalda le dolía, fruto de un mal bloqueo, y tenía la frente
perlada de gotas de sudor, pero sonreía. Había nacido para eso, para el choque
estruendoso de las armas, para los movimientos frenéticos, para sentir el fuego
y la rabia del antiguo dragón ardiendo, obedeciendo su voluntad y dando poder
al gólem.
Sin embargo, había perdido gran parte de su habilidad.
Sus deberes como Señor le restaban tiempo para entrenarse y las preocupaciones
que debía afrontar cada día ocupaban su mente incluso ahora. El fuego del
dragón era débil, poco más que la llama de un volcán que bostezaba, medio
dormido y carente de verdadera pasión.
Un nuevo ataque le hizo retroceder, torpe como un wyrm
novato, destrozando un par de árboles y arrancándole una maldición que se
escapó de entre sus dientes apretados. ¿Qué le estaba pasando? Su problema eran
las dudas y el miedo, el miedo a equivocarse que le paralizaba y que podía
sentir como una garra que le apresaba las entrañas. Antes que nada, antes que
hombre o Señor, era un guerrero. Y un guerrero no dudaba, sino que actuaba.
Las pobres cosechas, los rostros de los enfermos que
morían de enfermedad o de frío, los informes de las bestias salvajes que
atacaban los pueblos. Éste era su dominio, y sus siervos, su gente, los que
estaban sufriendo. Debía encontrar una solución. Eso era todo lo que importaba.
Tenía su respuesta.
Rechazó
un golpe con el escudo, desviando una de las espadas hacia un lado y frenando
la lluvia de ataques por un segundo. Rugió y el dragón rugió con él,
entregándole su poder en una explosión de energía que le recorrió el cuerpo y
le hizo estremecer. Su gólem dio un veloz paso adelante y blandió el martillo
con una fuerza capaz de derribar montañas, dispuesto a acabar el combate de un
único e imparable ataque.
Su martillo cruzó el aire sin encontrar resistencia. Como
una sombra, su rival se deslizó por debajo de su ataque y le derribó con dos
golpes perfectamente ejecutados a las piernas.
La tierra tembló cuando la enorme máquina de guerra cayó
de espaldas, levantando una nube de polvo que se alzó una decena de metros. Una
bandada de pájaros, asustados, emprendió el vuelo desde el bosque cercano al
tiempo que un grupo de siervos se acercaban corriendo al gólem para comprobar
el estado de su señor y curarle las heridas de las muñecas.
—
¿Y bien, Narr? —Preguntó su rival desde la cabina de su gólem, su voz sonando
curiosa y un poco entrecortada a causa del esfuerzo realizado—. ¿Te ha servido
este duelo de práctica para aclararte las ideas?
—
Ya lo creo, Zira —respondió con una sonrisa depredadora—. Muchas gracias.
Había
tomado su decisión. Irían a la guerra.
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