Una
niña lloraba entre los restos olvidados de una antigua civilización. Su pelo paja estaba lleno de hojas y pedazos de rama,
y uno de sus zapatos estaba medio roto y le molestaba si caminaba. Sus lágrimas
caían una tras y otra sobre una tierra que ningún ser humano había pisado en
milenios.
—
¿Qué
te pasa, pequeña?
La
niña dio un bote asustada al escuchar la voz, pero se tranquilizó con rapidez.
La criatura que le había hablado era extraña, pero no parecía peligrosa. En
realidad, con su pequeño cuerpo peludo, sus cuatro patitas y su cola que se
movía de un lado a otro sin cesar, resultaba adorable. Además, sus dientes eran
menudos y no tenía garras, nada que ver con los lagartos de crema que tenía su
familia como mascotas.
—
¿Qué…
qué eres? —preguntó la niña.
— Sólo
soy un perro, pequeña —respondió el animal, acercándose para estirarse a su
lado y contemplarla con sus ojitos negros—. ¿Cómo te llamas?
—
Me
llamo Nara.
—
¿Y
qué te pasa, Nara? ¿Por qué estás triste?
Nara
no tenía ni idea de que era un “perro”, pero pensó que quizás era un animal
propio de este bosque prohibido, una criatura desconocida para los seres
humanos que hasta hace poco jamás se hubiesen atrevido a desafiar la ley de los
señores dragones. Se le hacía raro que existiese un animal tan peludo, pero
necesitaba hablar con alguien y el “perro” parecía simpático.
— Es
por mi hermana…
Vera
y ella habían nacido al mismo tiempo, pero nadie lo hubiese dicho. Mientras que
Nara tenía una cara vulgar y un pelo que siempre estaba hecho un desastre, Vera
era hermosa y sus cabellos relucían como un manto dorado. Nara era torpe y un
poco lenta con las manos, Vera se movía como si la vida fuese un baile y ella
dominase todos los pasos. Vera era lista y aprendía rápido; Vera era simpática
y agradable. Todos los profesores la elogiaban, todos los sirvientes la
adoraban.
Pero
lo peor de todo, el motivo por el que había huido de casa y se había escapado
al bosque, es que su padre la quería más a ella.
—
Ya veo —dijo el perro—. Tu hermana es mejor que tú. Es todo lo que tú podrías
ser y no eres.
Nara
no podía rebatir esas palabras. Hundió la cabeza entre las rodillas, sintiendo
como las lágrimas volvían a asomarse a sus ojos enrojecidos y el amargo aguijón
de los celos y el rechazo nacían una vez más en su pecho.
—
Tsch, tsch, tranquila—. El perro le puso una de las patitas sobre su brazo,
intentando consolarla—. No te desanimes, Nara. Puedes cambiar, puedes ser mejor
que Vera y recuperar el amor de tu padre.
—
¿Cambiar? No sé… —La niña se mordió los labios, dubitativa, mientras acariciaba
el anillo que llevaba en la mano izquierda—. Mi madre me decía que yo estaba
bien como soy, que Vera y yo éramos iguales.
— Tu
madre era una buena persona, pero estaba
equivocada.
Nara
lo sabía. El recuerdo de su padre riendo con Vera y mirándola con un cariño que
jamás había tenido para ella estaba demasiado fresco en su memoria.
— Puedo
ayudarte, Nara. Puedo hacerte mejor.
— ¿Cómo?
¿Tienes magia como la de los dragones, perro?
—
Tengo magia, sí, pero mi magia no es como la suya. Mi poder es lento y
profundo, y arraigará en tu interior como las raíces de un árbol en la tierra.
Te hará más sabia, más astuta. Te dará conocimientos con los que ahora ni
puedes soñar.
Nara
intentó aguantarse un sollozo, sin mucho éxito. Le dolían las piernas, tenía
hambre y estaba asustada, perdida en este oscuro y antiguo bosque. Quería
volver a casa, con los sirvientes que cuidaban de ella y su hermana que siempre
estaba alegre. Pero sobre todo, quería que su padre la amase como hacía la
madre que había perdido.
— Ayúdame,
por favor —dijo con un hálito de voz.
El
perro asintió y la golpeó suavemente con su hocico, las orejas bajas y los ojos
preocupados. Llevada por un súbito impulso la niña lo abrazó, buscando consuelo
en otro ser vivo, y enterró el rostro en su suave y cálido pelaje.
Si
Nara hubiese abierto los ojos, hubiese visto la sombra del perro y descubierto
la verdad. Pero no lo hizo, y así fue como su vida cambio para siempre.
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