El entierro se
realizó en el cementerio de la ciudad, en el mausoleo donde reposaban las
cenizas de los antepasados de la familia del difunto en sencillas urnas de
piedra. Acudieron cientos de personas de todo el ducado para despedir a Eldrad,
aunque sólo unas pocas decenas habían podido entrar en el edificio y la inmensa
mayoría esperaban afuera, mostrando su respeto y pena por el fallecimiento del
segundo hijo del duque con un silencio sepulcral. Rostros adustos, miradas solemnes
y alicaídas; los mejores guerreros de los siete ducados guardaban duelo.
Rego y Bant eran de los pocos que
podían contemplar la ceremonia desde el interior del mausoleo, ya que gracias a
su condición de herederos gozaban de una posición privilegiada cerca de la
familia ducal.
La ceremonia comenzó con unos rezos
por el fallecido organizados por sacerdotes de los dioses protectores de La
Tierra de las Espadas. Una vez acabada la oración, el ataúd, transportado en
hombros por los mejores amigos de Eldrad. Con lágrimas en los ojos los
portadores dejaron suavemente su preciosa carga sobre el suelo, despidiéndose
de él con una sentida inclinación de cabeza antes de apartarse y quedarse en un
discreto segundo plano.
A continuación se acercó al ataúd un
viejo soldado de pelo blanco, ajado por los años pero resistente y firme como
el buen acero. En sus brazos, casi abrazada contra su pecho, sostenía una
armadura de placas que de tan limpia y pulida que resplandecía. Se arrodilló
ante el difunto con respeto, pronunciando unas palabras destinadas sólo a los
oídos de Eldrad.
— ¿Quién
es? —preguntó Rego en voz baja a Bant.
— Creo que es su maestro de armas, el hombre que le enseñó el arte de la
espada —respondió el enmascarado—. Eldrad debía ser como un hijo para él, un
maestro de armas se dedica a uno o dos pupilos como mucho durante largos años,
instruyéndoles con todos sus conocimientos.
— Parece
que no fue suficiente —susurró Rego.
Después fue el turno de Grim, el heredero de La Tierra de las Espadas, de
arrodillarse ante el ataúd de su hermano. Su rostro, severo, de mandíbula
cuadrada y nariz pequeña parecía tallado en dura roca; la única emoción que
revelaba era una leve sombra de pesar en su mirada. Sin decir ni una palabra se
levantó y regresó junto a sus a padres, quienes avanzaron para despedirse por
última vez de su segundo hijo. El duque pronunció unas palabras emotivas
agradeciendo a todos los presentes el haber acudido, tras las cuales los amigos
de Eldrad volvieron a levantar el ataúd para llevarlo a lo más profundo del
mausoleo familiar, donde se hallaba el horno que incineraría los restos y que
posteriormente serían guardados con gran cuidado en una urna.
Primero en pequeños grupos, y luego en corrillos que murmuraban por lo
bajo y se lamentaban de lo sucedido, la gente fue saliendo del mausoleo y se
dirigieron al jardín cercano donde dentro de poco la compañía de actores de
Dubois representaría su obra. Rego y Bant fueron de los últimos en salir,
acompañando a la familia ducal.
— Heredero de Nagareth —dijo de repente Grim, con una voz tan seca y dura
como su aspecto—. ¿Tienes un momento para hablar?
— ¿Ahora? —preguntó incrédulo el enmascarado, señalando a los actores que
empezaban a montar el escenario a toda prisa.
— Sí, ahora. No me encuentro de humor para ver esto. Vamos, puede
acompañarte también el heredero de Aquaviva —dijo Grim, abriéndose paso entre
la multitud sin esperar respuesta. Varias personas intentaron hablar con él,
pero al ver su expresión se echaban a un lado y le dejaban tranquilo.
Rego interrogó con la mirada a Bant, quien se encogió de hombros y siguió
los pasos de Grim. Con un suspiro, Rego le imitó.
Los herederos dejaron atrás el jardín y se adentraron en el cementerio,
siguiendo un camino que serpenteaba entre las tumbas de cientos y cientos de
caídos. Grim exigía un paso rápido y no daba pie a entablar conversación,
caminando como un hombre poseído por un objetivo y para el cual el resto del
mundo no importa. En las pocas ocasiones en las que Rego pudo verle el rostro
éste lucía una expresión calmada, casi indiferente, pero sus ojos ardían con una
rabia que le puso los pelos de punta.
Esos ojos reflejaban peligro, y no por primera vez el heredero de
Aquaviva se preguntó quién era el hombre que se había atrevido a matar al
hermano del mejor duelista del mundo entero.
Subieron por una empinada escalera hasta llegar a una colina que se
coronaba sobre el cementerio y desde la cual se podían ver las preparaciones de
la obra. Era un lugar tétrico, presidido por una estatua cubierta de musgo y de
facciones borradas por el tiempo que se alzaba entre los restos de dos tumbas,
demasiado antiguas para poder identificar los nombres de quienes fuesen sus
propietarios.
— Siento mucho la muerte de tu hermano, Grim —dijo Bant dándole el pésame,
a lo que Rego hizo lo mismo.
— Os lo agradezco. Eldrad era un gran hombre, mejor que yo. El ducado ha
sufrido una gran pérdida con su muerte.
Rego guardo silencio, incómodo.
— ¿Por qué luchar? —dijo de repente Grim—. Eso es lo que se pregunta todo
soldado en las Tierras de la Espada. Las grandes causas nobles por las que
valía la pena combatir y morir hace tiempo que se acabaron, ya apenas hay
gloria en la guerra. Ya no sabemos porque luchar.
El espadachín miró al lejano jardín, donde la obra ya había empezado. A
pesar de sus anteriores palabras miraba el espectáculo con interés.
— Mi gente se está convirtiendo en mercenarios, están olvidando la
importancia del honor y lo venden por un puñado de monedas. Sólo es cuestión de
tiempo que acabemos como los jinetes de Jötum, como saqueadores y vulgares
bandidos—. Movió la cabeza a un lado, apretando los puños y mascullando una
maldición entre dientes, inaudible pero cargada de fuerza—. Mi padre es mayor y
dentro de poco se retirará, y yo… yo no tengo ni idea de qué hacer para cambiar
la situación. Soy el heredero del ducado, el mejor duelista del mundo, pero eso
no me sirve de nada.
— ¿No estás siendo demasiado duro contigo mismo, Grim? —le preguntó Bant—.
No dejes que el dolor por la muerte de tu hermano te ciegue el juicio.
— El dolor nunca afecta a mi juicio, heredero de Bant —contestó Grim, con
una voz tan muerta y vacía de sentimiento que el enmascarado retrocedió un
paso, acobardado—. Lo que te estoy diciendo es la pura y llana verdad: no tengo
las cualidades para ayudar a nuestra gente. Pero Eldrad sí que las tenía. Él podía salvar a nuestro
pueblo, podía darles un motivo para luchar; estaba capacitado para ello y por
lo tanto debía haber sido el heredero. Pero no lo era. Y yo no podía hacer
nada, no podía renunciar al ducado porque ello supondría manchar el honor de mi
familia y de todos mis antepasados.
—Algo así —murmuró mientras contemplaba con la mirada perdida la obra de
teatro—, es peor que la muerte.
A lo lejos, en el jardín, reinaba el silencio mientras los actores
representaban el “Lamento por un Valiente”. Haciendo el papel de espada con su
impecable traje blanco, Dubois decidía de manera imparcial el destino de los
jóvenes espadachines que vivían por las armas, repitiendo una vez y otra la
misma frase: “La espada decide”. Su voz alta y clara era coreada por los
espectadores y llegaba incluso a la colina.
— La espada decide —repitió a su vez Grim—. Se supone que la espada es
justa, imparcial; que no distingue entre los hombres a pesar de su cuna. Sin
embargo, en mi caso nunca ha sido así- Desde mi nacimiento fui bendecido con la
victoria en todos los duelos, ¿cómo puede algo así ser justo?
Un escalofrío le recorrió la espalda a Rego, quien empezaba a sospechar
la horrible verdad.
— Eldrad sabía todo esto, y a pesar de lo mucho que me quería, a pesar de
que sabía que era imposible, no se acobardó. Era mi hermano, mi igual, y por el
bien de La Tierra de las Espadas me retó a un duelo por el ducado.
— ¿Estás diciendo qué…?
— La espada decidió.
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