Apago el despertador de
un manotazo y me levanto, más zombi que persona. Me ducho, me pongo el traje y
desayuno una tostada con mantequilla y un vaso de leche antes de salir y coger
el metro. Es un viaje largo, así que cojo un asiento y leo las noticias en el
móvil mientras escucho la radio por los auriculares. No es que me guste mucho
la música, pero con el volumen alto consigo evitar escuchar las conversaciones
del resto de pasajeros, que siempre acaban por ponerme de los nervios con todos
sus errores. Paso diez, doce o a veces hasta catorce horas en el trabajo, no
sé, depende del día, de lo cabrón que se sienta el jefe o de la influencia de
los astros. Vuelvo a casa, ceno algo y me derrumbo sobre la cama. Los días más
afortunados hasta puedo ver un poco la tele antes de quedarme dormido en mi
sofá de dos plazas del Ikea.
Este es mi día a día,
mi rutina. No es muy emocionante, pero nadie dice que la vida tenga que serlo.
—
¡Buenos días! Hoy tendremos un sol rad…
Apago el despertador.
Me levanto, me ducho, me visto, desayuno y salgo corriendo para coger el metro,
que hoy me he despistado un poco en el baño. Con prisas cojo asiento y voy a
ponerme los auriculares cuando me doy cuenta: hay una chica sentada delante de
mí, pequeña y mona, con la cara pintada de blanco y vestida con un corsé negro
y una falda que le llega hasta las rodillas. Parece una muñequita gótica,
encantadora y extraña. Me está mirando, así que le sonrío, un poco avergonzado.
—
¡Ola! ¿Eres tú, verdat?
Horrorizado ante sus
graves errores ortográficos no puedo evitar hacer una mueca de espanto, y al
verla a la chica se le ilumina la cara.
—
Oh, y tanto que lo eres. ¿Puedes leer lo que hablo, verdad? Te necesitamos.
No digo nada,
paralizado por la sorpresa. La chica sonríe y me da su tarjeta antes de bajar
en la siguiente parada, pero no le prestó atención. No quiero problemas, no
quiero llamar la atención como cuando era un crío. Soy una persona normal.
—
¡Buenos días! Lluvias en el norte de…
Me levanto, cojo el
metro, trabajo, vuelvo a casa y duermo. Una y otra vez, una y otra vez. Esta es
mi vida, tranquila, sin problemas. Así es, y así será siempre. Así me gusta.
—
¡Buenos días! Empieza un nuevo…
Aplasto el despertador
de un puñetazo. Salgo de la cama de un salto, cojo la tarjeta de la chica y llamo
al número de teléfono que indica.
—
Buenos días —digo cuando alguien coge el
teléfono.
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