En toda historia
siempre hay un aprendiz y un maestro. Ahora, mientras los niños me arrojan
tomates podridos y espero cubierta de cadenas la hora de mi muerte, no puedo
evitar pensar en el mío. Él me enseño a abrir cualquier cerradura, a deslizarme
como una sombra y a planear cualquier robo hasta el último detalle. Él me dio
la ambición para convertirme en la mejor ladrona de la historia, para aspirar a
la gloria.
Así que, en el fondo,
es por él que estoy hoy aquí.
— Por cometer el pecado
de entrar en los aposentos de los Señores, condenamos a Marea la ladrona a
morir devorada por un dragón. Que esto sirva de lección para…
No escucho las
siguientes palabras del juez; no son más que la propaganda religiosa de
siempre: los Señores son intocables, los Señores nos protegen de los dragones,
obedeced a los Señores. Bla bla bla. Me interesan mucho más los miles de
espectadores que me rodean, de todas las edades y razas, venidos de todo el
Imperio. Personas que no tienen ni la más remota idea de quién soy.
Entré en la Tumba
Prohibida, robé el anillo esmeralda y por un mes entero me hice pasar por
embajadora de Xian. Si fuese soldado, sabio o explorador mi nombre sería
conocido en el mundo entero, pero para un ladrón hace falta una hazaña aún
mayor.
—… la eternidad. ¡Que
el dragón devore su carne y purgué sus pecados!
Miles de gargantas
enmudecen cuando la bestia entra a la arena. Es enorme, oscura como una noche
sin luna y con dientes como cuchillos. Un Señor le acaricia el morro
afectuosamente, le susurra unas palabras y me señala con un dedo fino y pálido.
Casi me desmayo de
miedo cuando el dragón ruge. Avanza hacia mí despacio, con la lengua sibilina
olfateando el aire, hambriento. Seguro que planea devorarme poco a poco, como
hace con todos aquellos que ofenden a los Señores, los privilegiados que
dominan a los dragones.
Trago saliva, reuniendo
valor. Todo el mundo me está mirando.
Dejo caer las cadenas a
mi espalda -¿qué clase de ladrona sería si no pudiese librarme de ellas?-, y
camino hacia el dragón, los brazos abiertos y una sonrisa en mi rostro. Escucho
exclamaciones de sorpresa entre los espectadores y gritos de alarma entre los Señores,
pero ya es demasiado tarde para detenerme.
Abrazo a la bestia y
ella se inclina ante mí, obediente. La he dominado.
El caos estalla en el
coliseo, pero yo sonrío. Incluso mientras las flechas de los soldados se clavan
en mí, acabando con mi vida, sigo sonriendo. He descubierto el secreto de los
Señores y conseguido la gloria de la única manera que un ladrón puede hacerlo:
regalando mi mayor robo a la humanidad.
Mi nombre jamás
desaparecerá de las páginas de la historia. Soy inmortal.
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