Desde su entrada en la Tierra de las Espadas un
nuevo compañero de viaje se había unido a los herederos: el silencio. El
silencio de los campos abandonados, las calles desiertas y puertas cerradas a
cal y canto. El silencio hosco y rudo de los soldados que patrullaban los
caminos. El silencio temeroso y reservado de los aldeanos que, protegidos tras
las ventanas de sus hogares, vigilaban a los viajeros con miradas huidizas y
desconfiadas.
Una nube de tristeza y desolación se había
apoderado del pequeño ducado.
— ¿Qué demonios debe de haber pasado? —preguntó
Rego, intranquilo, sin obtener respuesta alguna por parte del enmascarado que
cabalgaba a su lado y que miraba a las casas que les rodeaban con evidente
inquietud. El único sonido que se podía escuchar eran los cascos de sus
caballos y el ladrido seco de algún perro, cortado antes siquiera de comenzar.
Parecía un pueblo fantasma de esos que abundan en los cuentos para asustar a
los niños, y a Rego se le puso la piel de gallina al imaginarse que esos ojos
medio ocultos que les observaban desde detrás de las ventanas no eran de
personas, si no de espectros vengativos que esperaban la caída de la noche para
alimentarse con la carne de los vivos.
Tonterías, pensó Rego, mirando
de reojo al Sol que estaba a punto de ponerse. No son más que cuentos. Sin embargo, tras dudar un poco, azuzó su
caballo para que se acercase al de Bant.
Casi soltó un suspiro de alivio cuando llegaron a la plaza de pueblo y
vieron la bandera negra colgando de uno de los balcones de la mansión del señor
local, así como la bandera con el escudo del ducado, tres espadas de pie sobre
un campo de trigo, que ondeaba a media asta.
— Están de luto—dijo Bant, deteniéndose para examinar la bandera negra—. Todo
el ducado está de luto. Tiene que haber muerto una persona muy importante,
puede que el mismísimo duque o uno de sus hijos, para provocar un pésame tan profundo.
Rego asintió; él opinaba igual.
— Sí, pero… ¿Quién?
Y
quizás más importante, ¿cuál habrá sido la causa de la muerte? Desde que
habían partido de la Costa Verde que habían oído las historias, los rumores que
contaban los viajeros en las posadas cuando se hacía tarde y el alcohol soltaba
sus lenguas. El Norte se había unido bajo el mando de la Reina de Invierno, y
la guerra era inminente. Pronto, decían, el ejército del más grande y poderoso
de los siete ducados invadiría al resto con la fuerza de un millar de demonios.
Viendo la bandera a media asta del
ducado, Rego no pudo evitar pensar que quizás la guerra ya había estallado. La
Tierra de las Espadas tenía frontera directa con el Norte y serían los primeros
en combatir a los invasores.
Dejaron atrás la plaza buscando un
sitio donde pasar la noche y las respuestas a sus preguntas, pero todas las
posadas y tabernas estaban cerradas. Sin ningún deseo de pasar una noche al
raso, Rego golpeó con el puño la puerta de unas estas posadas hasta que el
dueño les atendió, ofreciéndose a darles algo de comida y prepararles los
establos para que pudiesen descansar tanto los caballos como ellos mismos. No
eran las condiciones que hubiese deseado el heredero de Aquaviva, pero mejor
eso que nada.
Por supuesto también le preguntaron
por el luto del ducado, pero por mucho que le insistieron sólo obtuvieron una
respuesta:
— Lo
que la espada decide no corresponde a los mortales hablarlo.
“La espada decide” era como la gente de la Tierra de las Espadas se
refería al resultado de la más antigua de sus tradiciones, el duelo. Ya sea por
honor, por justicia o por cualquier otra causa, cuando se lanzaba un duelo
entre iguales ya no se acababa hasta que uno de los dos moría. El resultado era
sagrado y jamás se discutía ni se negaba, todos lo aceptaban, incluidos los
familiares y amigos del perdedor. El conflicto que había llevado al duelo con
éste se acababa, independientemente de quien lo hubiese ganado. La espada
decidía quien moría y quien vivía, y no había nada más que hablar.
— Me parece que tendremos que llegar a Draconis, la capital, para
averiguar algo más —comentó Rego mientras se preparaba una cama de paja para
pasar la noche—. Espero que no sea Grim quien haya muerto. ¿Eso complicaría
bastante lanzar tu desafío, no?
— Sí, desde luego —respondió Bant, más misterioso y parco en palabras que
de costumbre— .Mañana tendremos nuestras respuestas.
Un día más de marcha a caballo les bastó para llegar a la capital de La
Tierra de las Espadas, la más antigua población del ducado. Construida como una
fortaleza en la antigua frontera con el Norte, su misión original era proteger
el resto de ducados de las ansias de conquista de los norteños. Pero este
objetivo se había acabado olvidando, y de aquellos tiempos tan sólo quedaba la
impresionante muralla de diez metros de altura que rodeaba la ciudad y que la
hacía prácticamente impenetrable. Actualmente Draconis servía como lugar de
retiro a un gran número de soldados adinerados, por lo que contaba con
tabernas, teatros y espectáculos de diversa índole destinados a un público
deseoso de emociones más tranquilas tras una vida de batallas. Sin embargo no
era un lugar que atrajese a los visitantes, Draconis seguía siendo una ciudad
diseñada por y para guerreros; las calles y los edificios no habían sido
construidos por su valor estético o práctico para el uso de las personas, sino para
formar un laberinto de callejones y caminos que no llevaban a ninguna parte,
fáciles de defender y casi imposibles de conquistar. Incluso el aire que se
respiraba en Draconis tenía un sabor a disciplina y a orden.
Al igual que en el resto del
ducado, los herederos se encontraron con una ciudad fantasma, casi desierta si
no fuese por los soldados que hacían guardia en las murallas y en las puertas
de la ciudad. Banderas negras colgaban de los balcones de las casas, y el
escudo del ducado ondeaba a media asta sobre las torres de vigilancia.
Bant y Rego cabalgaban en silencio, contagiados por el fúnebre ambiente
de la ciudad. Tras solicitar indicaciones y perderse un par de veces
consiguieron llegar a la residencia de los duques, una mansión que más que un
palacio parecía ser un cuartel destinado a las tropas. Construido con sólida
piedra, era del color del cielo en un día lluvioso y su fachada no tenía grabados,
ni balcones ni muestra alguna de ostentación. Un edificio sencillo, robusto y
práctico.
La falta de alardes del palacio hacía que, por contraste, la pequeña
caravana de teatro que tenía al lado pareciese un arcoíris de vida. No eran más
que cuatro carromatos de madera viejos y un tanto cochambrosos, pero los habían
pintado hacía poco de un rojo y verde tan alegre que dañaba la vista. Una
veintena de personas se movían a su alrededor, cantando, bailando, discutiendo
y en general armando tanto follón que en medio de la ciudad sumida en luto
parecía que fuesen al menos un centenar. Entre ellos destacaba una figura; un
pequeño hombre enmascarado vestido completamente de blanco que sujetaba en su
mano un sombrero con una pluma del mismo color. Al ver a los herederos soltó
una exclamación de sorpresa y avanzó hacia ellos con unos pasos tan largos y
rápidos que parecían saltitos.
— ¡Buenos días, buenos días mis jóvenes amigos! —les saludó al tiempo que
les hacía una rápida reverencia con el sombrero. Hablaba muy rápido y sin parar
de moverse, como si no pudiese estar quieto ni un segundo—. Mi nombre es Dubois,
y soy el director de esta pequeña pero talentosa compañía de teatro. Estamos
preparando “El lamento por un valiente”, pero si lo que buscan es una
entrevista de trabajo siempre estoy preparado. ¡Por supuesto, claro que sí!
—dijo chasqueando los dedos, con un entusiasmo que resultaba contagioso—. Nadie
podrá decir que el viejo Dubois no les dio una oportunidad a dos jóvenes actores
en una tierra extraña.
— No,
no —rechazó Rego, riendo—, no somos actores.
— ¿Ah, no? —Dubois torció la cabeza a un lado, revisando de arriba abajo
a Bant con tanto descaro como si fuese un niño sin vergüenza alguna—. Vaya, con
esas pintas hubiese jurado que estabais en el gremio, actuando como un
misterioso mago o, que sé yo, como uno de esos payasos tristes que últimamente
están de moda. Os pido entonces que me perdonéis, pues la intuición de este
viejo actor ya no es la que era.
— No
pasa nada, la vestimenta de mi compañero suele…
— Habéis dicho que vuestra
compañía está preparando “El lamento por un valiente” —intervino Bant, sonando
tan autoritario que Rego calló y enderezó la espalda al momento, un residuo de
los tiempos en los que su padre le abroncaba utilizando un tono muy parecido—.
¿Podéis hablarnos más sobre esa obra?
— Por supuesto, mi señor —respondió Dubois, que rápidamente se había dado
cuenta que el enmascarado no era un hombre corriente—. “El lamento por un
valiente” era una obra fúnebre, un llanto de despedida por los héroes caídos en
duelo. Es tradición en la Tierra de las Espadas representarla cuando muere un
miembro de la familia del duque.
Así que es verdad, pensó Rego, ha muerto alguien de la familia del duque.
— Por ese motivo visto esta ropa tan particular—siguió Dubois. El pequeño
actor dio una vuelta entera sobre si mismo, mostrando el blanco impoluto de sus
vestimentas—. En la obra yo soy la representación de la espada arquetípica,
pura, justa; un arma ante la cual todos los hombres son iguales
independientemente de su cuna. En palabras más sencillas, soy el destino que
decide cuando mueren los hombres.
— Vaya, parece un papel muy importante —comentó Rego impresionado, viendo
al actor con otros ojos. Por lo visto Dubois no sólo era capaz de hacer
cabriolas y dirigir la compañía, también debía tener un buen talento para el
drama. Viéndole avanzar a saltitos, con su ridículo sombrero de pluma y
moviéndose de esa manera tan extravagante nadie lo diría.
— Gracias, mi señor. Mi compañía y yo estamos muy orgullosos de que nos
hayan escogido para representar la obra en honor de la muerte de Eldrad, el
segundo hijo del duque. Es un privilegio.
— Un privilegio que seguro os merecéis —dijo Bant. Su rostro enmascarado
se giró en dirección al palacio del duque—. ¿Sabes si podemos ver hoy a Grim,
el heredero?
— Me temo que hoy será imposible —respondió el actor, negando con la
cabeza—. Hay una misa íntima para la familia y está prohibido el paso a toda
persona ajena. Pero mañana es el entierro y la representación; quizás podáis
hablar con él, mi señor.
— Gracias,
Dubois. Puedes marcharte.
El actor se despidió con una profunda reverencia y regresó con su
compañía, dando instrucciones a un joven mozo de camino para que recogiese unos
tablones sueltos. Rego se los quedó mirando, preguntándose para sí como sería
recorrer el mundo viviendo de tu arte y de las historias, sin ninguna otra
responsabilidad que cuidar de ti mismo. La verdad es que la idea tenía cierto
encanto, pero seguro que era más difícil de lo que parecía. Tan despistado
estaba que casi no escuchó las siguientes palabras de Bant:
— Vámonos, Rego. Busquemos un lugar para descansar. Mañana promete ser un
día largo y difícil.
Rego lanzó un suspiro y se puso en marcha, adentrándose junto con su
compañero en el laberinto de calles que era la ciudad de Draconis.
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