—Matadme, por favor.
La nota que había en la carta cayó de sus manos sin fuerzas, boca arriba.
Rego no se molestó en releerla; nunca podría olvidar su contenido.
¿Qué crees que te responderá el
heredero de Bant cuando le preguntes, Rego… la verdad sobre sus sentimientos, o
lo que tú quieres oír?
El titiritero sólo deja de mover
los hilos de sus marionetas cuando abandona el teatro. Muere, y deja de jugar
con las vidas de las personas que dices querer.
—Me alegra que hayas tomado esa decisión -dijo Bayou, tan alegre como un
niño al que le han prometido un dulce y están a punto de entregárselo—. Soldados,
cumplid sus des…
Pero se interrumpió, sorprendido, cuando un tercer soldado entró de
improviso en la habitación. Vestía la misma armadura y uniforme del castillo,
pero su feo y viejo rostro destacaba incluso entre los soldados marcados por
las continuas batallas del Norte. El recién llegado parecía a punto de decir
algo, cuando de repente golpeó con el pomo de su espada la cabeza de un
guardia, dejándolo sin sentido. Se giró hacía el guardia restante y con un
hábil movimiento le lanzó su espada, que fue a clavarse en su pecho con un
ruido seco, acabando con él antes de que pudiese siquiera defenderse o gritar
dando la alarma.
—¡Traidor! —gritó Bayou maldiciéndole. Desenvainó su daga y la blandió ante
si, pero le bastó con una mirada al viejo soldado para comprender que incluso
con ella no lograría derrotarle. Se giró hacía Rego y le agarró del cuello, al
tiempo que alzaba su arma dispuesto a ejecutar el golpe mortal y cumplir así las
órdenes de su reina.
El soldado le embistió violentamente, haciéndole retroceder hacía la
pared mientras se protegía con un brazo de sus desesperados ataques con la
daga. De un fuerte empujón arrojó el flacucho cuerpo del líder del clan Kraken
a través de la ventana, que cayó gritando en medio de una lluvia de cristales
rotos. Su grito de terror se cortó en seco cuando tocó suelo.
Sin dedicarles una segunda mirada a sus víctimas, el soldado camino hacía
Rego mientras repasaba la herida que había logrado infringirle Bayou en el
brazo con su daga. Por suerte no era más que un rasguño.
—Rego, ¿te encuentras bien?
Pero el heredero no respondía, su mirada perdida en oscuros pensamientos.
El viejo soldado lo cogió de la camisa y lo alzó como si fuese un peso muerto
hasta que estuvo a la altura de su rostro.
—¡Despierta, Rego! Soy yo, Lenst, ¿te acuerdas de mí?
—¿Lenst? —dijo Rego, recuperando el sentido por la sorpresa de verlo. Ese
nombre despertó viejos recuerdos en Rego, recuerdos de su viaje en la caravana
por las llanuras de Jötum. Lenst, el viejo soldado de rostro marcado por las
cicatrices y al cual había visto por última vez cuando Bant consiguió que Ashran
dejase con vida tanto a él como a los viajeros que les acompañaban. —¿Qué haces
aquí?
—¿Qué que hago aquí? —preguntó Lenst con una sonrisa, dando un extraño aspecto a su rostro
desfigurado—. Desde que me aseguré que el resto de viajeros de la caravana
llegaban seguros a su destino que os he estado siguiendo, Rego, pero no ha sido
fácil. Tuve un encontronazo con Lord Guasón y Ahrlen en la Costa Verde, pero
cuando vieron que estaba de vuestra parte me ayudaron. En La Tierra de las
Espadas casi os alcanzo, pero os marchasteis justo cuando yo llegué. No tuve
más remedio que hablar con esa muchacha de la familia deshonrada y preguntarle
que camino habíais tomado, aunque al menos tuve la precaución de llevar un
yelmo para que ningún conocido me reconociese. Y encima esa descarada me
engañó, aunque le pague muy bien por su información. Dinero malgastado.
—Pero, ¿por qué nos has seguido hasta aquí?
—Por honor, Rego. Bant me salvó tanto a mí como a aquellos a los que yo
había prometido proteger, tengo una deuda con él; una deuda que debe ser
saldada. He hecho todo este camino para ayudar al enmascarado cuando me
necesitase, y creo que he llegado en buen momento.
Rego asintió, una acción así era propia de un guerrero de La Tierra de
las Espadas a la antigua usanza como Lenst. Aun así no dejaba de ser
sorprendente y digno de admiración todo lo que había hecho el viejo guerrero
para reunirse con ellos.
—Escúchame —continuó Lenst—, en estos momentos la Reina de Invierno está
cenando con el heredero de Nagareth. No hace falta ser un genio para saber que
el enmascarado la desafiará, pero Leyre es un hueso mucho más duro que roer que
el resto de herederos. Necesitará de tu ayuda para ganar, Rego.
—¿De mi ayuda? —preguntó el heredero, incrédulo y sorprendido a la vez.
—Sí. Hay guardias en la entrada del comedor donde están cenando él y
Leyre, así que en un principio había venido a buscarte para que me ayudases a
llegar hasta Bant. Pero ahora ya es demasiado tarde para eso, he armado demasiado
escándalo al liberarte —dijo señalando a la ventana rota—. No tardarán en venir
a ver qué ha pasado, y yo soy demasiado viejo para irme corriendo, Rego. Me
quedaré aquí y les entretendré para que tú puedas ir con Bant.
—Yo… yo no sé qué hacer…
Muere, y deja de jugar con las
vidas de las personas que dices querer.
—Rego, recuerdo que me dijiste que un amigo tuyo era de La Tierra de las
Espadas, así que ya debes de saber la importancia que le damos nosotros a la
amistad. Un amigo es alguien por quien darías tu vida sin dudar, un amigo es
alguien a quien confiarías el cuidado de tus hijos; un amigo es un hermano del
alma. Sé que tú opinas igual —afirmó mirando a los ojos de Rego—, así que dime,
¿no ayudarás a Bant, tu amigo, ahora que te necesita?
El heredero miró al viejo soldado, un hombre marcado por la guerra y que
valoraba más el honor que su propia vida. Lenst no sabía de las dudas que le
causaba su bendición, ni del engaño que Bant había tejido sobre él, pero aunque
los supiese no creía que el soldado cambiase de opinión. Porque lo que
importaba es que, para Rego, Bant seguía siendo su amiga. Y aún más que eso.
—Sí, ayudaré a Bant.
—Bien —dijo Lenst, resoplando satisfecho—. Pero no lo tendrás fácil,
habrá guardias por el camino y vigilando la puerta. Aunque unos cuantos vengan
a ver que ha pasado en esta habitación, desde luego no serán todos. ¿Crees que
podrás llegar hasta donde se encuentran el heredero de Nagareth y la Reina de
Invierno?
Rego pensó sobre esa cuestión, ¿podía él lograr lo que un guerrero tan
experto como Lenst no se había atrevido a intentar por su cuenta? Sí, sí que podía. Sonrió al darse cuenta de
que él era quizás el único que podía hacerlo.
Ha llegado la hora de que el titiritero
mueva unos cuantos hilos.
—Sí, Lenst. Puedo llegar hasta Bant, no te preocupes por eso.
El viejo soldado dejó escapar un suspiro de alivio.
—Gracias, Rego. Me alegra saber, que, de una forma u otra, he podido
saldar mi deuda con el heredero de Nagareth—. Sonrió de nuevo, inquietando a
Rego con su horrible aspecto, antes de explicarle brevemente el camino para
llegar hasta dónde se encontraba Bant.
El heredero asintió con la cabeza tras escuchar sus explicaciones, y se
disponía a marcharse cuando se detuvo en el umbral de la habitación.
—No te dejes matar, Lenst.
—No digas tonterías, muchacho. Deberías preocuparte por esos pobres
guardias y no por mí. No saben lo que les espera.
Rego sonrió un momento, y después se fue corriendo, como alma que huye
del diablo. Lenst esperó unos instantes, y entonces se llevó una mano
temblorosa al brazo, apartando la ropa para ver con claridad la herida que le
había hecho Bayou con su daga. El corte era pequeño y apenas sangraba, pero
toda la piel a su alrededor era de un malsano color negro azulado.
—Una arma envenenada, ¿eh? Menuda rata rastrera.
Se tambaleó hacía un lado, su sentido del equilibrio trastocado, y cayó
de bruces al suelo cuando su mano no atinó a agarrarse a la cama. La vista también me falla, comprendió
con lúgubre claridad. Fuera de la habitación, por el pasillo, oía gritos y
pasos que se acercaban.
Cogió aire y cerró los ojos. No caería así, como un perro. Él era un
guerrero de La Tierra de las Espadas, un hombre de honor. Respiro con fuerza,
intentando controlar el temblor de sus manos y devolver la fuerza a sus viejos
y cansados músculos. Moriría como un guerrero.
Cuando llegaron los guardias se lo encontraron de pie, armado con la
lanza y el escudo de uno de los hombres a los que había derrotado. El pulso
tranquilo, firme; su mirada una promesa de muerte para sus enemigos.
—No me falles, Rego.
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