Leyre Ojos Fríos, Reina de Invierno, duquesa del Norte y señora de los
doce clanes, saludó a su invitado a la cena.
La enmascarada, escoltada por un guardia, así lo hizo.
Se encontraban en el más pequeño de los comedores del castillo, y por lo
tanto el más íntimo. Una chimenea encendida, una mesa cuadrada que en poco se
diferenciaba de las usadas en cualquier taberna, pieles de alce sobre las
paredes de piedra y una modesta lámpara sobre sus cabezas. A parte de ellos
dos, había un sirviente a la diestra de Leyre, esperando sus órdenes; un
guardia en la puerta de entrada y otro tras la enmascarada.
Con un gesto de su mano, Leyre ordenó que empezasen a servir la comida.
—Espero que te guste la cena. En el Norte no tenemos ni los cocineros ni
la riqueza de alimentos que hay en otros ducados, pero hemos aprendido a ser prácticos
con lo poco que tenemos.
—No te preocupes por eso, Reina de Invierno —dijo Bant—. En Nagareth
también estamos acostumbrados a ser prácticos.
—Sí, por supuesto. ¿Qué otro remedio tenéis, con la lluvia de ceniza y
las bestias mágicas acechando? Esas son las consecuencias que vosotros sufrís
desde la Guerra de los Magos, en nuestro caso son el frío perpetuo y las
guerras continuas entre los clanes, divididos desde que en aquella lejana era
se acabase con la estirpe original de los duques del Norte.
—Yo también me conozco la historia, Leyre, pero no veo que tú hayas hecho
mucho por cambiar esta situación. La guerra que te ha coronado como Reina de
Invierno ha durado ocho años, y ha sido la más sangrienta y cruel que ha habido
nunca en el Norte. Los clanes siempre se habían enfrentado entre sí, pero nada
a esta escala, con todos los clanes luchando entre ellos y matando a diestro y
siniestro. Puedes estar orgullosa.
Un destello amenazador brilló en los fríos ojos de la Reina de Invierno.
—Todo lo que hice era necesario para conseguir la paz, la unificación del
Norte. Han muerto miles de inocentes, cierto, pero no había más remedio.
—¿Qué no había más remedio? Aparte de los miles que han muerto, sólo los
dioses saben cuántas personas han vivido un infierno por culpa de esta guerra.
¿También piensas decirles a todos ellos que “no había más remedio”? —gritó con
rabia la enmascarada, mostrando tanta emoción sorprendió a Leyre. Por los
informes que tenía, la heredera de Nagareth se mostraba siempre calmada y reservada.
—¿No se te ocurrió intentar otra cosa antes que la guerra?
—No había otra opción —respondió Leyre, sin dejarse alterar por el
estallido de la enmascarada—. No era lo que yo quería, por supuesto, pero debía
hacerse. Mi bendición me mostró el camino a seguir, los pasos que debía cumplir
para conseguir la paz en el Norte. La guerra era un mal necesario.
—Así que ni lo intentaste —señaló la enmascarada, acertadamente. ¿Para
qué esforzarse en conseguir una solución pacífica cuando su bendición le mostraba
que era imposible? Leyre no se sentía orgullosa de muchas de las decisiones que
había tomado, pero todas y cada una de ella debían de ser tomadas. —Me das
lástima, Reina de Invierno.
El silencio siguió a estas palabras, un silencio tan tenso que podía cortarse
con un cuchillo. Leyre no reaccionó, tan imperturbable e indiferente a las
palabras de los demás como de costumbre, pero un observador muy atento se
hubiese dado cuenta de que apretaba los labios con más fuerza y de que ahora su
mirada era aún más dura que antes, más amenazadora si cabe. Leyre Ojos Fríos se
estaba enfadando porque, en su interior, ella también sentía lástima de si
misma. Y no quería que nadie más lo hiciese.
—¿Y ahora qué harás? —preguntó la enmascarada, poniendo fin al incómodo
silencio—. Todo parece indicar que tu intención es declarar la guerra al resto
de ducados.
—Si no hay más remedio, así lo haré. No dudaré en usar la guerra para
conseguir la paz y la prosperidad en los siete ducados, y reestablecer el viejo
reino es el primer paso para lograrlo.
—No se puede conseguir la paz mediante la guerra, no una paz duradera.
Eso que dices, Leyre, es una estupidez.
El guardia tras la enmascarada desenvainó su espada ante este insulto,
pero un gesto de su reina le detuvo.
—A mí lo que me parece una estupidez es tu plan de conquistar los ducados
uno a uno, venciendo a sus herederos en desafíos personales. ¿Qué esperas
conseguir con eso? ¿Crees que los orgullosos nobles de Jötum te aceptarán como
su señor? ¿O que, en estos mismos momentos, los comerciantes de esclavos de La
Costa Verde no están conspirando en tu contra? Incluso en el sur tendrás
problemas para imponer tu autoridad, no digamos ya en La Tierra de las Espadas
—. La Reina de Invierno mostró una sonrisa sin alegría en su rostro. —El mundo
real es más complejo que eso.
—Sí, tienes razón. En este mundo, no basta con que una persona gane unos
desafíos para cambiar el rumbo del destino —aceptó la enmascarada, bajando la
cabeza. Pero no tardó en alzarla de nuevo, y cuando habló no había ni una
sombra de duda en su voz. —Pero si esa persona no está sola, entonces puede
lograrlo. En las llanuras de Jötum, un noble, un asesino; está dispuesto a
pasar el resto de su vida ayudando a su pueblo para que no cometa los mismos
errores que él. En La Costa Verde, un antiguo esclavo que cree que no puede
sentir nada ha regresado al hogar donde lo perdió todo para ayudar a otros a
que no corran su mismo destino. Incluso en La Tierra de las Espadas, donde el
honor lo es todo, una joven comprende que la verdadera importancia está en la
vida y no en las palabras bonitas que la adornen. Con ayuda de gente así, gente
que puede estar en cualquiera de los siete ducados, una persona realmente puede
conseguir cambiar las cosas a mejor.
La Reina de Invierno torció su sonrisa en una mueca de desagrado: no le
gustaba para nada la heredera de Nagareth. Era una ingenua, una inconsciente
soñadora que confiaba en los demás para lograr sus propósitos. Pero la
confianza y la esperanza nunca ofrecen certezas, su bendición, que podía responder
a cualquier pregunta, sí.
“¿Cómo puedo derrotar a la bendición de Rego?” La respuesta le había
llegado clara y sin dudas: “hazle desear ser derrotado”. En su cabeza, vio los
pasos a seguir. Y obedientemente los siguió, mostrándole a Rego que no había
sido más que una herramienta para la enmascarada, mandando a Bayou para hacerle
saber que matarían a Missa si se resistía, y escribiendo una carta con las
palabras exactas para que, tras leerla y teniendo en cuenta su estado mental,
le haría desear su propia muerte.
Por supuesto, ella no quería matar a Rego. Pero, de nuevo, no tenía más
remedio. Su bendición era demasiado poderosa e impredecible, podía arruinar sus
planes de conquista y aumentar el número de muertes de una manera alarmante con
una resistencia inútil. Era mucho mejor que muriese.
—Te desafío, Reina de Invierno —anunció la enmascarada, justo como Leyre
esperaba.
—¿Y en qué consiste tu reto? Sorpréndeme.
Aunque sé de sobras que no podrás.
Nadie puede hacerlo.
El heredero de Nagareth mostró una pequeña piedra con unas extrañas runas
inscritas que había llevado escondida entre sus ropas. Era pequeña y parecía
poca cosa, pero Leyre la reconoció rápidamente de sus años en la biblioteca.
—Esta es una piedra de geas —dijo
la enmascarada—, un antiguo artefacto de los tiempos de los magos que
encontraron mis mineros en una excavación. Cuando una persona la sostiene entre
sus manos y dice una verdad, la piedra brilla con un resplandor verdoso,
mientras que no muestra reacción alguna si es una mentira la que se dice. Te lo
puedo demostrar, si quieres.
—No hace falta, conozco los usos de las piedras de geas.
—Bien, entonces ya puedo pasar a explicarte el reto. Te haré una
pregunta, y tú, bendecida por la maga con el conocimiento, deberás responderla.
La piedra nos mostrará si has dicho la verdad, y si es así ganarás el reto. Si
no, yo responderé a mi propia pregunta y comprobaremos con la piedra si digo la
verdad o no. Sólo en caso afirmativo ganaré, demostrando que aún con tu
bendición mi conocimiento supera el tuyo. Si ganas, Nagareth será tuyo, y si no
es así yo me quedaré con el Norte. ¿Te parece justo?
Leyre pareció meditar el desafío un rato antes de responder.
—Sin duda es un reto interesante, pero me temo que no puedo aceptarlo.
Verás, creo que a pesar de mi bendición tú tienes toda la ventaja. Por un lado
ya has conseguido ganar a cuatro herederos cuando parecía imposible y por otro
has tenido todo el tiempo del mundo para pensar tu pregunta. En estas
condiciones, no puedo arriesgar el Norte. Además, no creo que sea nada justo.
Aunque pierdas aún te quedarán el resto de ducados que has ganado en los
anteriores desafíos, y si yo gano tan sólo me quedaré con la devastada Nagareth.
—¿Y cómo te parecería justo el reto?
—Arriesga todos los ducados que has ganado, incluido Nagareth, y aceptaré
el reto. Después de todo pienso conseguirlos por las armas, este desafío sólo acelerará
el progreso y reducirá las bajas.
La enmascarada no respondió al momento, seguramente sorprendido ante las
exigencias que se le planteaban. Pero Leyre sabía que aceptaría, ya que no tenía
otra opción si quería evitar que el Norte declarase la guerra.
Al final, pensó la Reina de
Invierno con amargura, sólo queda una
opción.
—De acuerdo —acabó respondiendo Bant—. Mi pregunta es esta: ¿cómo pude
derrotar a Grim con la espada cuando él no podía perder un duelo?
Aunque su expresión no cambio, en su interior,
la Reina de Invierno estaba riendo. Ya había ganado.
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