Aquella noche ocurrieron sucesos muy extraños en el castillo de Fenris.
Los guardias que corrían hacia la habitación desde la cual había caído el líder
del clan Kraken tomaron caminos extraños, dando rodeos sin sentido para los
cuales luego no tuvieron explicación alguna. Una joven y atractiva sirvienta
que llevaba un carrito con la cena de los soldados tropezó de repente con lo
que hasta hacía un instante era una lisa alfombra y tiró toda la comida por el
suelo, creando un desaguisado que entretuvo a varios sirvientes. En un largo
pasillo con las ventanas cerradas, una inesperada y sorprendentemente fuerte
ráfaga de viento apagó las lámparas de aceite, cegando a un malhumorado guardia
que estuvo esperando un buen rato hasta que un sirviente pudo venir a volver a
encenderla.
Rego corría por el castillo, sus pasos rápidos y veloces, impulsado por
la urgencia que sentía su corazón. Tengo
que ayudar a Bant, pensaba una vez y otra, rayando la obsesión; y de ese
pensamiento obtuvo la fuerza para controlar temporalmente la magia de su
bendición y darle un enfoque más directo en vez de la discreción con la que
solía actuar. Así pudo avanzar por el castillo sin ser visto, y aunque en un
par de ocasiones estuvo a punto de toparse con gente, en el último momento pudo
esquivarlos y seguir su camino.
Llegó al pasillo anterior a la habitación donde se encontraban Bant y
Leire y allí se detuvo, mirando disimuladamente por la esquina a los dos
soldados que hacían guardia ante la puerta. Parecían muy atentos y
disciplinados, el tipo de hombre que cumple su deber a rajatabla. Rego frunció
el ceño preocupado ante este problema, cuando de repente uno de los guardias se
desmayó, cayendo como una pieza muerta. Su compañero preocupado se agacho junto
a él mientras gritaba su nombre, intentando averiguar qué le había pasado. Tan
distraído estaba que no reparó en que Rego, aprovechando la ocasión, avanzaba
sigilosamente y se colocaba a su espalda, dejándolo inconsciente tras estrellar
un jarrón contra su cabeza.
Rego se dirigió a abrir la puerta, pero pareció repensárselo y se agachó
junto al guardia que se había desmayado, tomándole el pulso. No sabía si se
había desmayado por efecto de su bendición, pero dado el momento justo en que
lo había hecho era de ingenuos suponer que no era culpa suya. Suspiró aliviado
al comprobar que seguía vivo.
Abrió un poco la
puerta, tan sólo una rendija que le permitiese espiar la habitación. Podía ver
a Bant y a Leyre, sentadas en una mesa y hablando, así como a un guardia tras
la enmascarada, con la espada en la mano. Acercó el oído para oír qué estaban
diciendo.
—De acuerdo —oyó que decía Bant—. Mi pregunta es esta: ¿cómo pude
derrotar a Grim con la espada cuando él no podía perder un duelo?
Un mal presentimiento lo invadió; no podía esperar más. Cogió un escudo y
entró en la habitación como una exhalación, provocando una exclamación de
sorpresa de la Reina de Invierno que lo creía muerto. El guardia a la espalda
de la enmascarada se giró para ver que sucedía, pero Rego lo apartó a un lado
con un golpe del escudo más desesperado que hábil.
—Bant, no te…
Pero se interrumpió cuando el segundo guardia, situado al lado de la
puerta y al que no había visto, se lanzó contra él derribándole e
inmovilizándolo contra el frío suelo de piedra. Rego protestó con un quejido de
dolor, con la cabeza dándole vueltas tras el inesperado golpe. Aun así, pudo
escuchar la respuesta de Leyre a la pregunta de la enmascarada.
—La respuesta, heredera de Nagareth, es porque estás embarazada.
La piedra que sostenía en sus manos brilló con un fuerte e intenso
resplandor verde.
—La bendición de la maga protegía a Grim de perder ningún duelo, pero,
¿qué es un duelo? —preguntó la Reina de Invierno—. Un combate entre dos
personas. Pero, ¿y si una de las dos personas es en realidad dos? O, para ser
más exactos, ¿contiene en su interior a otra persona? Entonces la bendición ya
no haría efecto y sería posible derrotarlo. En cuanto venciste a Helena, cuya
belleza ningún hombre puede resistir, supe que eras una mujer así que de ahí a
pensar que estabas embarazada no había más que un paso, heredera de Nagareth.
Aún con todo tu secreto y tu misterio, me diste demasiadas pistas y
subestimaste mi bendición.
No puede ser, pensó Rego. ¿Bant, embarazada? Era imposible, debía
estar equivocada. Pero entonces, en un destello de comprensión, recordó las palabras
de la maga.
Estas personas son leales al
heredero de Nagareth y respetarán sus decisiones aunque piensen que éstas, dado
su estado, son una locura.
La enmascarada nunca había estado enferma. Su debilidad, sus mareos y su
cansancio, así como el motivo por el cual siempre rechazaba alcohol -menos en
su primer desafío, cuando no tuvo otra opción- no era otro que por su embarazo.
Ése era su estado.
Bant se derrumbó sobre la silla. Se quitó la máscara, revelando un rostro
tan muerto como los cielos de su tierra, y la dejó sobre la mesa. Ya no le
servía de nada.
—He perdido.
—Sí —dijo Leyre, que no se molestó en ocultar el tono victorioso en su
voz—. Pero gracias a tu derrota, con la que consigo Nagareth y los cuatro
ducados que conseguiste con tus desafíos, ya no me será necesario declarar la
guerra. Por supuesto habrá rebeldes que no estén satisfechos con mi liderazgo,
pero suprimirles resultará fácil. Y una vez con el reino restaurado, podremos
ocuparnos de los países vecinos. Cada día está más cercano el momento en que no
tengamos enemigos y podamos vivir en paz.
La heredera de Nagareth no dijo nada porque no tenía ánimo para hacerlo.
Rego podía ver en su rostro como la desesperación se había apoderado de ella, y
lo entendía perfectamente. Todos sus planes, sus mentiras y engaños, todos los
sacrificios que había realizado, al final no habían servido nada. No sólo eso,
sino que además le había facilitado a Leyre sus propósitos.
Y, él, Rego, también había fracasado. Había llegado demasiado tarde y no
había podido ayudar a Bant, traicionando de este modo la confianza de Lenst.
Sintió un escalofrió al pensar que la Reina de Invierno, que no mostraba ni el
menor asomo de duda ni de remordimiento cuando ordenaba matar, iba a gobernar
sobre seis de los siete ducados. Aunque teniendo en cuenta su poder no tardaría
en conquistar Aquaviva.
Los siete
ducados se sumergirían en una era de guerras, tal y como le había dicho la
maga. Esa maldita maga, ¿no podía haber hecho algo más útil que acosarle con
sus enigmas y profecías? ¿No podía haber ayudado de verdad? En vez de eso,
había cargado toda la responsabilidad sobre sus hombros, excusándose con que Bant
“no era más que una humana” y no podía hacerlo.
Fue entonces, cuando todo parecía perdido y la victoria de la Reina de
Invierno parecía inevitable, que Rego descubrió el último de los secretos de
Bant.
—Te desafío, Leyre Ojos Fríos.
Al oír este nuevo reto, Leyre ordenó al soldado que se apartase, liberando
al heredero de Aquaviva. Rego se levantó, con las miradas fijas de las dos
herederas sobre su persona.
—¿El desafío que acabas de ganar consistía en responder a una pregunta,
verdad? Pues te planteo lo mismo. Pero esta vez, si pierdes, le entregaras
todos los ducados en tu posesión a la heredera de Nagareth, y si ganas, te
entregaré mi propia tierra. Es un trato injusto, lo sé, ¿pero no necesitas los
siete ducados para restaurar el reino? Te estoy dando la oportunidad de hacerlo
sin tener que pelear por mi ducado.
—No te entiendo, Rego, ¿por qué haces esto, por venganza? Sí, he
conspirado para que murieses, pero créeme si te digo que ha sido por el bien
mayor; era tu vida contra la de millares, no hay color. Era una decisión que
había de tomar y con la que no he disfrutado, como tantas otras antes—. Por un
breve instante Rego creyó ver como una sombra de dolor cruzaba su rostro, pero
al parpadear ya había desaparecido, dejando tras de si tan sólo el hielo y el
acero—. Pero debía tomarla.
—No te estoy desafiando por venganza —replicó Rego—, sino porque no
quiero que la guerra sea el futuro de estas tierras.
—¡Basta! —exclamó Leyre en un estallido de furia, arrojando el plato que
tenía delante suyo al suelo donde se rompió en mil fragmentos—. ¿Crees que no
he usado mi bendición para saber si la heredera de Nagareth puede tener éxito,
Rego? Pues sí, la he usado, y la respuesta que he recibido es contundente: no.
Fracasará en traer la paz. En cambio, yo lo conseguiré. Tardaré décadas y
muchos morirán, pero lo conseguiré.
Nadie movió ni siquiera un músculo, demasiado atónitos ante la iracunda
reacción de la siempre gélida Leyre. Rego comprendió entonces que la Reina de
Invierno en el fondo era una persona con sus dudas y temores. Todo el camino
que había seguido desde que era una niña que lloraba por el asesinato de sus
padres hasta este momento, todas las decisiones difíciles que había tomado,
como desatar una guerra abierta entre los clanes o traicionar al amigo que
siempre le había apoyado, todo lo había hecho siempre con vistas a conseguir la
paz en el futuro. Y si alguien le discutía el camino que había seguido, si
alguien le insinuaba que era erróneo… no podía soportarlo.
Pero a Rego eso no le importaba.
—Me da igual lo que digas. Prefiero seguir a Bant y su sueño ingenuo de
unir los siete ducados sin recurrir a la guerra, que a la certeza llena de
muertes que tú me ofreces. Que le vamos a hacer, será que soy un romántico
—dijo encogiéndose de hombros—.Además, no es la primera vez que Bant se
enfrenta a un imposible y gana, y estoy seguro que ella demostrará que tu
bendición se equivoca.
Leyre arrugó la nariz, irritada.
—Tienes más fe en una mujer que te ha engañado, que en el poder de la
bendición de la gran maga. Eres un idiota, Rego de Aquaviva.
—No es la primera vez que me llaman eso. Ya estoy acostumbrado.
Bant abrió la boca para decir algo, pero Rego le rogó con la mirada que
le dejase hacer. Podía ganar, siempre y cuando Leyre picase. Ahora más que nunca
rezó a los dioses para que su bendición venciese la suspicacia de la Reina de
Invierno.
—Acepto tu desafío —dijo Leyre—. Después de todo, si me quieres entregar
tu ducado no seré tan tonta como para negarme. Haz tu pregunta cuando quieras.
Allá vamos, pensó Rego. Ésta será la mayor apuesta de mi vida.
—¿Cuál es la bendición de la heredera de Nagareth?
Ése era el gran misterio, la última bendición que había dado la última de
los grandes magos, la que dijo al oído del recién nacido y que sólo ellos dos escucharon.
Pero, ¿tenía respuesta este misterio?
La Reina de Invierno cerró los ojos, y cuando los volvió a abrir su
expresión era la de una persona que ha visto como se derrumbaban los pilares de
su fe.
—No lo sé —reconoció con un hilo de voz, más sorprendida que nadie ante
las palabras que acababa de pronunciar—. No sé la respuesta… mi bendición no me
ha dicho nada.
Rego caminó hasta ella y recogió de sus manos la piedra de geas, pero
antes de poner a prueba su respuesta Bant le sujetó del brazo.
—Yo tampoco sé cuál es mi bendición, Rego, no era más que un bebe cuando
la maga apareció. ¿Realmente sabes la respuesta?
—Creo que sí, aunque no ha sido hasta hace un momento que lo he
descubierto. La maga me dijo que tú no eras más que una humana. No dijo lo mismo
de mí, ni de Leyre, ni de ningún otro heredero, porque todos nosotros, a pesar
de nuestra bendición, no tenemos aquello que tiene cualquier otro ser humano:
libertad.
—Libertad para tener tus propias virtudes y defectos, libertad para poder
decidir tu propio destino. Libertad para ser quien quieras ser y no la persona
que una maga ha decidido que sea. Ninguna bendición te define ni marca tu
camino, mientras que la vida del resto de los herederos está atada a las suyas
irremediablemente—. Sus pensamientos volaron hacía los herederos que había
conocido durante su viaje. Marcus, que sólo vivía para las fiestas. Balthar,
que amaba más a los caballos que a las personas, y cuyo valor sin medida le
había vuelto un tirano cruel y déspota. Helena, atrapada en una belleza de la
que no podía escapar. Grim, maestro de una habilidad sobrenatural que no
deseaba. La propia Leyre, condenada a tomar las decisiones que no quería pero
que sentía debía escoger. A él mismo, un titiritero condenado a ser feliz
manipulando a los demás. Y por último, a Elisee, la gran maga, condenada a
seguir viviendo cuando todos los suyos habían muerto para cumplir una antigua
tradición. —Bant es libre.
Yo entregaría mi bendición sin
dudar a cambio de esa libertad, pensó Rego.
El heredero de Aquaviva sostuvo en su mano derecha la piedra de geas y
respondió a su propia pregunta: —La heredera de Nagareth no tiene bendición
alguna.
La piedra brilló de nuevo, demostrando la verdad de su afirmación.
—¿Cómo… cómo es posible que mi bendición no supiese la respuesta?
—Ninguna magia es perfecta, Leyre.
La máscara de seguridad y confianza de la Reina de Invierno se resquebrajó
tras estas palabras, destruida con el fracaso de su bendición. Sus leales
guardias miraron a un lado, no soportando ver a su reina con un aspecto tan
lastimoso.
—Toda mi vida he creído en la exactitud y precisión de mi bendición —dijo
Leyre. Sus manos, temblorosas, sacaron de su cinto el sello del Norte—. Pero si
puede fallar, si alguno de los pasos que he seguido en mi camino para conseguir
la paz es erróneo, o simplemente no necesario… entonces, toda mi vida ha sido
un error. Las crueles decisiones que me he visto obligada a tomar, las vidas
que he arruinado… todo inútil. He sido esclava de la magia toda mi vida,
negándome a mí misma y a mis propios deseos. Para nada.
Estalló en carcajadas histéricas, tan dolorosas que Rego no pudo seguir
mirándola. En este mismo instante, ante sus ojos, la Reina de Invierna se había
roto.
Leyre arrojó el sello del Norte a los pies de su nueva propietaria, Bant.
Pero ésta no lo recogió todavía, sino que antes lanzó una mirada cómplice a
Rego, ya que ella sabía que había mentido.
Pues la magia si era perfecta, pero podía ser rodeada. La verdadera razón
por la cual la bendición de Leyre no le había mostrado la respuesta a la
pregunta, no era otra que porque no había tal respuesta.
Bant se agachó y recogió el sello del Norte, que brilló en su mano
reconociéndola como la nueva duquesa. Leyre Ojos Fríos, Reina de Invierno,
había sido derrotada.
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