lunes, 3 de agosto de 2015

Capítulo 22 (Parte 3) - La mano que mueve los hilos

En el primer día, al desayunar en el comedor con los monjes, se dio cuenta de que una bandeja con comida era apartada a un lado y que más tarde un novicio la cogía y se la llevaba. Al segundo día, en una partida de cartas clandestina y tras una buena mano consiguió una de las túnicas marrones que vestían los monjes. En el tercero emborrachó al novicio, que además de aburrirle con historias sobre su pueblo y explicarle lo mucho que echaba de menos a su familia le reveló donde se encontraba la habitación del maestro Nyarmo, a la cual llevaba comida todos los días. Al cuarto cogió prestado, disimuladamente, uno de los libros de la biblioteca. Y esa misma noche, vestido con la túnica de monje que había ganado, Rego recorrió los pasillos sigilosamente hasta llegar a la puerta tras la cual se escondía el director de la biblioteca.





Golpeó una, dos, tres veces la puerta. Esperó un rato. Volvió a golpearla, esta vez más fuerte y más insistentemente, hasta que oyó una maldición y gritos de protesta de dentro de la habitación. Esperó un poco más, y cuando iba a volver a golpear la puerta de nuevo se abrió en ésta una pequeña rendija por la que le observó un par de ojos enrojecidos.
—¿Quién demonios viene a molestarme a estas horas de la noche? —preguntó el maestro Nyarmo—. Más vale que tengas una buena excusa o te pondré a cortar las malas hierbas del jardín en paños menores.
—Maestro —dijo Rego, forzando la garganta para cambiar la voz—, vengo de parte del hermano Mansón. Los herederos han encontrado la información que buscaban en este libro, y han pedido permiso para cogerlo prestado por unos días. Dicen que se marcharán ahora mismo si se lo dejamos.
El anciano examinó el libro a través de la rendija, parpadeando varias veces para intentar distinguir los lejanos caracteres del título.
—Desde aquí no puedo verlo bien. Voy a abrir la puerta para que pases y me lo enseñes, con un poco de suerte será un volumen sin valor del que no me importe prescindir.
Cerró la rendija y Rego pudo oír como descorría un montón de cerrojos, para finalmente introducir la llave en la cerradura y abrir la puerta, dejando pasar al disfrazado Rego al interior de la habitación.
—Dame el libro.
—Por supuesto —respondió Rego, observando con curiosidad la habitación del director de la biblioteca. Era muy similar a la del resto de monjes, pequeña, con una sola cama, un par de sillas y escasos muebles, todos ellos repletos de libros y papeles desordenados. La única diferencia era una puerta que daba a una pequeña habitación con un baño y lavabo, y que le permitía no tener que ir a los baños comunitarios.
—Espera un momento… Este libro trata sobre la cocina en los primeros tiempos de los siete ducados, no puede ser que esto fuese lo que buscasen los herederos.
—Me temo, Maestro Nyarmo —dijo Rego cerrando la puerta de la habitación a su espalda—, que tenéis razón.
Con un gesto teatral -después de todo llevaba días planeando este momento- se despojó de la capucha de su túnica, dejando su rostro sonriente al descubierto ante el anciano, que al reconocerlo retrocedió hasta la pared pálido como una vela.
—No puede ser. ¡Eres el heredero de Aquaviva! Di órdenes bien claras de que no quería tener nada que ver con vosotros, ¡nada! Cuando pille a Mansón se va a enterar.
—Mansón no tiene nada que ver— replicó Rego. Dio un paso hacia el espantado anciano, que retrocedió hacía la izquierda, con la pared a su espalda. Dio otro paso en su dirección, y esta vez Nyarmo avanzó hacia la derecha, intentando mantener siempre la máxima separación entre los dos. —Esto es ridículo.
Pero también algo divertido.
—He venido buscando respuestas, Nyarmo. ¿Por qué me tienes tanto miedo? Todavía no he mordido a nadie. Bueno, puede que en una fiesta y estando muy borracho, pero fue un mordisquito de nada. De todas maneras, eso no viene al caso —añadió al ver la expresión del anciano—, lo que quiero decir es que no voy a hacerte nada. Sólo quiero que me expliques a qué se debe tu extraño comportamiento, tanto el de ahora como el que tuviste en la cena con Helena.
            Nyarmo miró de reojo hacía la puerta, pero no hacía falta ser un genio para darse cuenta de que su anciano cuerpo no conseguiría llegar hasta ella antes de que Rego le detuviese. Bajo la cabeza y suspiró, dándose por vencido.
—Cómo quieras, heredero, te diré lo que quieres saber. Además, desde el mismo momento en que supiste de mi existencia ya era demasiado tarde para mí.
Rego lo miro extrañado.
—No te entiendo.
—No me sorprende, nadie lo hace—. Nyarmo se sentó en una de las sillas, indicándole a Rego que hiciera lo mismo. —Ponte cómodo; te hará falta.
El maestro cogió aire antes de empezar su explicación.
—Toda mi vida la he dedicado a aprender. Desde que tengo memoria, siempre he buscado la respuesta a los enigmas de la naturaleza. Recuerdo con gran alegría el día que entré por primera vez a la biblioteca, con todo aquel conocimiento por fin a mi alcance. Pasaba los días leyendo sin parar, perdido entre documentos escritos siglos antes de mi nacimiento. No es de extrañar que acabase descubriéndolo.
—¿El qué? ¿Qué descubriste?
—La verdad —respondió el anciano—. La verdad que los grandes magos y los duques nos han estado escondiendo durante todos estos siglos. La verdad sobre las bendiciones y su poder—. Dedicó a Rego una mirada a medio camino entre el temor y el odio. —La verdad sobre ti y los tuyos, que jugáis con nosotros como si no fuésemos más que piezas en la partida de ajedrez de vuestras vidas.
—No tengo ni idea de qué estás hablando. Yo no juego con las vidas de nadie ni tengo la más remota intención de hacerlo.
—Pero lo haces. Has estado en presencia de Helena, debes de haber notado que no sólo es hermosa, sino que además domina a los hombres como si nada. En su caso es más fácil notarlo, pero la verdad es que las bendiciones no afectan sólo al heredero que la tiene, sino a todos los que le rodean.
¿Podía ser cierto? La bendición de Helena ciertamente no limitaba sus efectos a su persona, y por lo que sabía con Grim había sucedido lo mismo, afectando al mismo azar para impedir que sus oponentes le derrotasen. No resultaría tan raro pensar que algo similar pasaba con Balthar y con Marcus.
—Cambiáis el destino de la gente, heredero de Aquaviva. En diferente medida según la bendición, pero basta con vuestra sola presencia para cambiar los sentimientos, la suerte o los deseos de las personas, en muchos casos sin que ellas se den cuenta. Sin que puedan hacer nada para evitarlo. Éste es el secreto que muy pocos saben, escondido tras siglos de ocultación.
Rego recordó a Ahrlen, y cuanto había cambiado tras verse afectado por Helena. No era la misma persona, y lo peor de todo es que para él todo era natural y no una manipulación. Si todas las bendiciones podían provocar ese cambio, aunque fuese menor, había motivos de sobra para tener miedo a los herederos.
—De todas maneras sigo sin entender porque reaccionas así ante mí. Vale que no quieras relacionarte con Bant, con su misteriosa bendición, pero la mía es bien conocida y no afecta a los demás. No deberías temerme.
—¿Qué no debería temerte? ¿A ti? —exclamó incrédulo Nyarmo, que soltó una carcajada seca llena de sarcasmo—. De los seis herederos de esta generación cuya bendición se conoce, los que más poder tienen sobre los destinos de las personas que los rodean son Helena y tú, Rego. Y la tuya es la más poderosa.
—Tienes que estar equivocado. Mi bendición dice: “Siempre será feliz y vivirá un millar de aventuras.” Principalmente sólo me afecta a mí, al hacer que siempre sea feliz.
—¿Estás seguro? —preguntó el maestro, con el tono que los profesores llevan empleando desde tiempos antiguos cuando quieren demostrar a un alumno su error—. Debes saber dos cosas sobre la magia: la primera es que no puede cambiar la naturaleza humana —dijo, alzando un dedo esquelético—. No puede darle alas a un hombre, ni borrar del todo su capacidad para odiar o amar, por ejemplo. La segunda —dijo alzando un segundo dedo— es que las palabras importan. En una bendición, las palabras lo son todo. Lo que nos lleva de nuevo a tu bendición. Para empezar, la tuya es una bendición doble, pero además…
—¿Además, qué?
—Dime, heredero de Aquaviva, ¿serías feliz si la mujer que amas te rechazase?
—¿Qué? Nunca me ha pasado eso que mencionas, pero no veo…
—¿Serías feliz si vieses morir a un amigo ante tus ojos?
El recuerdo de Ahrlen y Bant batiéndose en un combate que no podían ganar acudió a su memoria. En ambos casos la suerte le había sonreído, deteniendo un duelo y ganando Bant en el otro, y sus amigos habían salido con vida.
—No lo sé, no he tenido la desgracia de presenciar algo así.
—¿Serías feliz si el infortunio cayera sobre aquellos que te rodean?
¿Cóm podía responder a estas preguntas, si él ni siquiera sabía que significaba no ser feliz? En las llanuras de Jötum, cuando Ashran ordenó a sus hombres que esclavizasen y mataran a los viajeros que les acompañaban, Rego había querido que no lo hicieran y que les dejasen marchar libres. Era un deseo normal, y se alegraba de que así hubiese acabado sucediendo. Más adelante, la enmascarada llegó a tiempo de evitar que Balthar arruinase aún más las vidas de la pobre gente de Nagareth, y por supuesto se alegró de esto, al igual que se alegró cuando Ashran decidió ponerse de su lado contra su malvado señor. Había habido muchas ocasiones así en su vida, y Rego no podía saber que hubiese sentido si hubiesen acabado mal.
Porque siempre habían salido bien. Todos y cada una de las ocasiones en que un problema así había aparecido ante él, siempre habían acabado bien.
—¿Lo entiendes ahora, heredero de Aquaviva? Tu bendición afecta a todas las personas que te rodean, a todos aquellos con los que te relacionas, para garantizar que tú siempre seas feliz. Cambian su manera de actuar, de pensar, para hacerte feliz, y no lo saben. Tú eres la mano que mueve sus hilos, y nadie se da cuenta.
Estas palabras golpearon como un martillo a Rego. Los recuerdos de toda su vida le invadieron, contemplándolos ahora bajo una nueva lente.
Su querido abuelo, que murió lejos de él para que no le viese sufrir. Las continuas escapadas y aventuras de niño, por las que nunca sufrió más que un leve castigo. Sus amoríos de adolescente, que siempre acababan amistosamente justo cuando él deseaba. Su propia madre, que consentía con facilidad al único heredero del ducado marcharse en una loca aventura con el misterioso y desconocido heredero de Nagareth.
Todas las piezas encajaban una vez que sabías a qué estabas jugando.
—No puede ser… —masculló a duras penas, negándose a creer la realidad que se le desvelaba—. Tienes que estar equivocado.
—Quizás tengas razón —dijo entonces Nyarmo, titubeando—. Toda esta información la he obtenido examinado viejos pergaminos y libros en ruinoso estado, es muy posible que haya malinterpretado algo. Pero aun así es mejor no correr riesgos, ¿no crees? Es como la leyenda del monstruo de Marit Lok.
—¿De qué estás hablando ahora? —preguntó desconcertado Rego—. ¿A qué demonios vienes a hablarme del monstruo ese tras todo lo que me has dicho?
—Es lo mismo que pasa con las bendiciones. Verás, existía un pueblo primitivo del Norte que creía en la existencia del malvado monstruo Marit Lok, un ser de pesadilla que devoraba las almas de aquellos incautos que no durmiesen boca abajo las noches de luna llena. No es más que una vieja leyenda y que sólo aparece en los libros antiguos, pero si ese pueblo primitivo le hacía caso, por algo sería, ¿no? Yo no quiero que mi alma sea devorada por ningún monstruo —farfulló, temblando de miedo.
Rego se lo quedó mirando, sin dar crédito a lo que estaba escuchando. Y entonces, mirando a ese hombre tembloroso y de mirada huidiza, lo entendió. El maestro Nyarmo, que había sido el hombre más sabio de los siete ducados, era un anciano. Un anciano senil, que hacía casos de estúpidas supersticiones sin sentido y que había perdido la sabiduría de antaño bajo el peso de los años.
Soltó un largo suspiro al comprender que todas las preocupaciones y acusaciones de Nyarmo no eran más que tonterías sin sentido, causadas por su avanzada edad.
—Claro, lo entiendo perfectamente —dijo Rego en un tono suave y tranquilizador—. Es mejor no arriesgarse. Por eso me iré ya, no quiero molestarte más, maestro.
—¡Sí, márchate y llévate contigo tu horrible bendición!
—Sí, lo que tú digas.
Rego cerró la puerta mientras salía, aguantando los gritos de Nyarmo mientras tanto. Una vez a solas en el pasillo, estuvo a punto de caerse de la risa ante lo estúpido que había sido. Tantas preocupaciones y sospechas, y todo había sido culpa de su desbordante imaginación sumado a las locuras de un pobre anciano. Ay, que tonto he sido, pensó llevándose la mano a la boca para aguantar las carcajadas.
—¿Eres feliz, Rego?
La pregunta le pilló totalmente por sorpresa, más aún cuando se creía a solas en el pasillo. Miró a su alrededor y comprobó que no había nadie; pero no se extrañó demasiado. Había reconocido esa voz, que no era de otra persona que de la molesta maga de Nagareth, que por lo visto volvía a usar su magia para jugar con él.
—¡Déjate de juegos y da la cara, Elisee!
Esperó, pero no recibió ninguna respuesta a sus gritos. Estaba más que harto de esa maldita maga, que siempre hablaba con enigmas y que le cargaba sobre sus hombres responsabilidades que no eran suyas. Además, no entendía por qué le había preguntado eso. Por supuesto que era feliz, ¿por qué no iba a serlo después de descubrir que todas sus sospechas eran infundadas? Cuando el mismo Nyarmo empezó de repente a excusar sus actos debido a que no quería correr riesgos él…
Y, entonces, mientras repasaba mentalmente su conversación con el anciano, lo entendió. Entendió la verdad sobre su bendición y lo que había estado haciendo toda su vida a los demás.
Tú eres la mano que mueve sus hilos, y nadie se da cuenta.
Cayó al suelo de rodillas, derrotado; sin ganas ni fuerzas para moverse.

Sobre una escalera, sujetando una lámpara con una mano mientras con la otra sostenía un libro, el heredero de Nagareth sonrió tras su máscara. Lo había encontrado. Cerró el enorme manuscrito que había estado leyendo y lo devolvió a su sitio en la estantería, apresurándose a bajar por la escalera.
—Ya está, Rego —le gritó llena de entusiasmo a su amigo, que hojeaba con expresión ausente un libro—. He encontrado la respuesta.
—¿Y cuál es? —preguntó éste con una apatía extraña en él.
—Si dos bendiciones se enfrentan entre sí gana la más reciente. Se debe a que la magia se debilita conforme pasa el tiempo, muy lentamente, pero suficiente para marcar la diferencia. Esto confirma lo que yo creía, que una bendición es más poderosa cuanto más reciente es.
—Bien. ¿Así que ya podemos irnos de aquí, no?
—Sí, ya podemos marcharnos—. La enmascarada miró preocupada a Rego, inquieta por el extraño comportamiento que había mostrado durante todo el día—. ¿Te encuentras bien?
Su amigo le devolvió la mirada con una expresión atormentada.

—No sabría decirte cómo me encuentro, Bant.

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