martes, 28 de julio de 2015

Capítulo 22 (Parte 2) - La mano que mueve los hilos

El monasterio era un edificio enorme, mayor incluso que los palacios que habían visitado durante su viaje. Construido con enormes bloques de robusta piedra, era cuadrado y constaba de cuatro alas, cada una de ellas con dos plantas y un torreón. Estaba rodeado por campos de tierra arada, aunque a Rego se le escapaba que demonios podían cultivar con ese frío, y un caudaloso río pasaba a poca distancia. Protegido por unos acuerdos más antiguos que el mismo ducado, había permanecido inalterable durante el paso de los siglos, resistiendo las inclemencias del tiempo, las guerras y el paso de los años. Tras sus muros no había lujo ni tesoros, tan sólo las dependencias de los monjes y la mayor librería de los siete ducados. Libros y pergaminos antiguos sin valor para los ladrones y soldados, pero muy apreciados por aquellos que buscaban conocimiento.




—Aquí se está mucho mejor que en el exterior —dijo Rego, acercando sus manos al calor del fuego de una chimenea. Él y Bant se encontraban en una pequeña sala esperando recibir respuesta a su petición de consultar los archivos. Un monje les acompañaba, un anciano con túnica marrón arrugado como una pasa, pero no había soltado palabra desde su llegada.
—Recuerda lo que hemos hablado antes —le repitió la enmascarada por enésima vez.
—Sí, sí, no te preocupes.
Antes de entrar al monasterio Bant le había recordado que, para guardar su secreto, delante de otra gente se dirigiese a ella como si fuese un hombre. Rego no había tenido ningún problema en aceptar su petición, después de todo estaba acostumbrado a dirigirse a la enmascarada como si no fuese una mujer.
Llevaban esperando un buen rato cuando la puerta se abrió, dando paso a otro monje. Éste era un hombre obeso y con una papada tan desproporcionada que no parecía tener cuello, que les miró con curiosidad antes de dedicarles una humilde reverencia.
—Bienvenidos, señores herederos. El maestro Nyarmo ha accedido a su petición y les permitirá consultar nuestros libros. Yo, Mansón, les acompañaré y estaré a su servicio para todo aquello que necesiten.
¿Nyarmo? He oído ese nombre antes, pensó Rego, incapaz de recordar de que le sonaba.
—Dale las gracias de nuestra parte a tu maestro, Mansón —dijo Bant, inclinando la cabeza como muestra de agradecimiento—. Te aseguro que no causaremos ningún daño a la biblioteca.
—Perfecto entonces. Ahora, si hacen el favor de seguirme, les llevaré a la ala de la biblioteca donde creemos puede encontrarse la información que buscan.
Guiados por el obeso monje, Bant y Rego recorrieron largos y anchos pasillos sin ventanas, iluminados por la luz de las lámparas de vela que parpadeaban levemente a su paso. En sus pasos se encontraron con varios monjes, la mayoría de ello ancianos, pero algunos lo bastante jóvenes como para llamar la atención de Rego. Todos ellos vestían con la misma túnica marrón y las mismas sencillas sandalias, además de compartir la misma actitud de concentrada dedicación.
Al pasar junto a una estatua de un wyvern Rego se detuvo por un momento, sorprendido; esa era la única estatua que había visto hasta el momento y que rompía un poco con la monotonía reinante en el monasterio. Además era de una cualidad impresionante, fuera de lugar en un lugar tan sobrio y sencillo.
La estatua representaba a la poderosa bestia lanzando un furioso rugido, alzándose sobre las patas posteriores. Sus mandíbulas abiertas de par en par revelaban una hilera de colmillos y las garras, retorcidas y crueles, parecían cortar el aire. Estaba realizada con tanto detalle que Rego podía ver cada una de sus escamas, cada uno de los músculos de su cuerpo y de los pelos que lucía su cresta y su cola.
—Ah, una estatua magnífica, ¿verdad? —dijo Mansón al reparar en el interés de Rego—. Es un regalo de la mismísima Reina de Invierno a todos los monjes que cuidamos de ella durante su infancia.
—¿Qué? ¿Leyre vivió aquí de pequeña?
—Así es, señor. Sus padres la escondieron con nosotros para protegerla.
—Vaya, no tenía ni idea. Sabía que en el Norte siempre ha habido conflictos y que los líderes de los clanes se disputaban entre ellos continuamente el ducado, pero no pensaba que la situación fuese tan grave como para que el líder del clan del Wyvern tuviese que esconder a su propia hija.
A estas palabras les siguió un incómodo silencio, durante el cual Mansón, cabizbajo, miraba al suelo avergonzado. Finalmente, la enmascarada decidió intervenir.
—Me temo, Rego, que lo que nuestro guía no se atreve a decirte es que la culpable de que la situación fuese tan grave no era otra que la misma Leyre.
—¿Qué dices, Bant? Eso no tiene sentido, Leyre no era más que una niña por aquél entonces.
— “El conocimiento será su arma, y tan poderosa será con ella que ganará en todas las batallas que desee ganar” —recitó la enmascarada—. Esa es la bendición de Leyre, y cuando los líderes de los otros clanes se enteraron de ella, la mayoría se alzó en armas contra el clan del Wyvern. No podían dejar con vida a alguien que pudiese derrotarles más adelante, aunque ese alguien no fuese más que una niña. Tenían miedo.
Rego abrió la boca dispuesto a replicar, pero no dijo nada al darse cuenta que la enmascarada tenía razón. Si algo había aprendido de sus lecciones de historia es que, en un equilibrio de poderes tan tenso como había habido en el Norte, bastaba una chispa para provocar el estallido de un conflicto. Y esa chispa había sido Leyre.
—Yo la conocí —dijo Mansón. Había afecto en su voz, cariño y una poderosa sensación de pérdida. —Era una niña muy lista, pero también muy dulce y simpática, que se preocupaba por los demás. Pero cuando descubrió qué el motivo por el cual estaba en el monasterio era debido a que el resto de clanes la querían muerta y se enteró del asesinato de sus padres, ella… cambió.
El monje suspiró y movió levemente la cabeza de un lado a otro, apenado.
—Sigamos, señores. Dejemos el pasado bien guardado en nuestra memoria.
Reanudó la marcha, y tras un momento de incertidumbre, los herederos le siguieron. Sin embargo ahora Rego veía los largos pasillos y las paredes de piedra de un modo diferente; entre estos sólidos y fríos muros, tan solitarios y silenciosos, se había criado la Reina de Invierno. Daba que pensar.
Tras unos minutos más caminando llegaron a su destino; una habitación más grande que el salón de bailes del palacio de Rego, con decenas de enormes estanterías de pino, colocadas en filas una tras otra, que guardaban miles y miles de libros y pergaminos. Había escaleras y sillas colocadas ordenadamente a un lado para ayudar a los lectores a localizar el libro que buscasen en las altas estanterías que llegaban hasta el techo.
—Hemos llegado a nuestro destino, señores. La tercera ala de la biblioteca, con los volúmenes y pergaminos correspondientes a los primeros años del ducado. Hay estudios varios sobre los efectos de la magia y las bendiciones, así como tratados de alquimia y otras ciencias.
—Vaya, ¿todo esto es sólo un ala de la biblioteca? -comentó impresionado Rego, sintiéndose diminuto ante la escala de lo que estaba viendo—. Es espectacular. Y apabullante. Encontrar lo que buscamos va a ser como buscar una aguja en un pajar.
—Sí, desde luego es complicado. Pero yo os ayudaré, y existen índices con el contenido de los libros. Y, bueno, índices de los índices. Pero espero que no tardemos mucho —añadió en un vano intento de ofrecer esperanzas a los herederos—. Si quieren podemos empezar la búsqueda ya, aún queda un rato para la cena. El maestro Nyarmo no puede por…
—¡Nyarmo! —exclamó de repente Rego, interrumpiéndole—. Claro, ahora ya recuerdo quien es, al decir lo de la cena me he acordado de él. Es aquel anciano desagradable que nos encontramos en La Costa Verde en la cena con Helena, el que me apuntó con su dedo flacucho como si yo fuese la peste o algo por el estilo. ¿Y dices que está aquí?
—Eh, sí, señor —respondió Mansón, un tanto descolocado tras el súbito estallido de Rego—. El maestro Nyarmo es el director de la biblioteca y está considerado como uno de los sabios más grandes de los siete ducados.
—Muy bien, pues llévame ante él. Quiero hacerle unas preguntas.
—Vamos, Rego, déjalo estar —intervino rápidamente la enmascarada—. Me iría muy bien tu ayuda para buscar la información.
Rego estuvo tentado de hacerle caso y olvidar aquél desagradable encuentro, pero su interior sentía la semilla de la inquietud protestando y agitándose, amargándole con sospechas y dudas. Había algo que ignoraba al respecto de su bendición, algo importante que Nyarmo sabía; y de alguna manera tenía la impresión de que Bant no quería que lo supiera. Puede que no fuesen más que imaginaciones suyas, pero incluso a pesar de la máscara creía sentir la atención de la heredera de Nagareth clavada en su persona, aguardando su reacción. Atenta y alerta.
Secretos y secretos por todas partes. Descubres uno, y te encuentras con tres más.
—No, creo que iré a hacerle una visita. ¿O es que sabes de algún motivo por el cual no debiera ir, Bant?
La enmascarada le sostuvo la mirada durante unos instantes, pero acabó cediendo.
—No, haz lo que quieras.
—Bien —musitó Rego—. Llévame ante el maestro Nyarmo, Mansón.
Pero el obeso monje se quedó quieto, con una expresión de incomodidad en el rostro.
—Lo siento, señor, pero no creo poder hacer eso. Veréis, el maestro Nyarmo ha indicado muy claramente que no quería tener nada que ver con ustedes dos. Para serle sincero, se ha encerrado en su habitación y ha dicho que no saldrá de ella hasta que se vayan.
Las pocas dudas que tenía Rego respecto a hablar con Nyarmo desaparecieron al momento, reemplazadas por una enorme curiosidad. Cuando alguien toma tantas molestias en ocultarse es porque vale la pena encontrarle.
—Bueno, que le vamos a hacer —dijo encogiéndose de hombros—. Si no puede ser no puede ser, me quedaré aquí junto a Bant y le ayudaré en su búsqueda.

Le dedicó su mejor sonrisa de inocencia al monje, la misma que había perfeccionado durante años de hacerla servir con su madre. Y mientras tanto, empezó a forjar un plan.

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