lunes, 15 de junio de 2015

Capítulo 20 (parte 1) - La espada decide

La guardia personal del duque de La Tierra de las Espadas preparaba el escenario del duelo, en el pequeño jardín del palacio de Draconis. Eran hombres de rostros graves y miradas duras, marcados por las cicatrices y el distanciamiento que provoca toda una vida viviendo por la espada. Soldados en cuerpo y alma que habían visto lo peor y lo mejor del ser humano, pero que no podían ocultar la amargura que les movía mientras cumplían una vez más con su deber.




Era en este mismo jardín donde hacía tan solo una semana escasa se había celebrado el duelo entre Eldrad y Grim. Era en este mismo jardín donde un hermano había acabado con la vida del otro.
Rego observaba a los guardias preparar un círculo despejado de maleza, piedras y de cualquier otro obstáculo para los combatientes en el centro del jardín, clavando sus espadas en el suelo para marcar sus dimensiones, de unos diez metros de diámetro, así como el límite de la arena. Un círculo en el que dentro de poco morirá una persona, pensó amargamente el heredero. A su lado y mirando también los preparativos estaba el testigo de Grim para el duelo, el viejo soldado de pelo blanco que como maestro de armas de la familia ducal había enseñado tanto a Grim como a su hermano Eldrad.
—¿Sólo nosotros dos presenciaremos el duelo? —preguntó Rego al maestro de armas—. Me resulta extraño que no vengan ni los padres ni los amigos de Grim.
—La tradición establece que sólo debe haber un testigo por cada uno de los participantes; así lo hemos hecho siempre —respondió con voz seca el viejo soldado—. Además —añadió, sus ojos desviándose por un instante a la ventana de una de las habitaciones del palacio—, la duquesa ha sufrido mucho con la muerte de uno de sus hijos. Presenciar este duelo no le haría ningún bien.
—No, supongo que no.
¿Y a ellos les podía hacer algún bien? El maestro de armas era un hombre anciano que ya había perdido a uno de sus queridos pupilos, ver con sus propios ojos como moría el segundo con tan poco tiempo de diferencia sería un golpe muy duro. ¿Y para él mismo? ¿Qué sentiría él si el enmascarado moría en este duelo?
Un estremecimiento lo recorrió de los pies a la cabeza al imaginarlo. No quería ver morir a Bant. A pesar de todos sus secretos y misterios era un buen amigo, una persona en la que podía confiar en cualquier momento por complicada que fuese la situación. Era un amigo que le había mostrado lo grande que era el mundo y perderlo sería… Se mordió suavemente el labio, inquieto. No sabía cómo expresar ese sentimiento.
 —¿Es muy bueno con la espada Grim? —preguntó Rego al maestro de armas, arrepintiéndose al instante de la estúpida pregunta que había hecho impulsado por los nervios. Pues claro que es bueno, eso lo sabe cualquiera en los siete ducados.
—Grim nunca ha perdido un duelo.
—Ya, pero que…
—No, no me has entendido, heredero de Aquaviva —le interrumpió el viejo soldado—. Grim nunca, en toda su vida, ha perdido un duelo. Cuando comencé a enseñarle el arte de la espada no era más que un mocoso que casi no tenía fuerza para sostener su arma, y no sabía luchar mejor que cualquier otro niño de su edad. Pero aún entonces, en cualquier duelo amistoso, siempre ganaba.
—¿Cómo? —preguntó Rego, que no lograba imaginarse como un niño podía ganar a un hombre hecho y derecho con experiencia en batalla.
—Es por la bendición. Si te enfrentabas a él podías sentir la magia en tu contra: el Sol te cegaba, las piedras te hacían resbalar y caer, tu fiel espada se rompía en tu mano… Resultaba aterrador. Se puede vencer a un niño, pero nadie puede derrotar al destino.
Rego frunció el ceño, desconcertado ante estas palabras. De alguna manera podía ver una semejanza entre los efectos de la bendición de Grim y los de Helena, la antigua heredera de La Costa Verde. En ambos casos la bendición no se limitaba a afectar tan sólo a su beneficiario sino que también influía en los demás; con Helena retorcía los sentimientos para que cualquier hombre la amase, y con Grim parecía afectar al azar para conseguir derrotar a cualquier rival.
—En aquel entonces tan sólo era un niño —continuó explicando el maestro de armas—, ahora ya se ha convertido en un campeón de la espada por méritos propios. Lo siento por el heredero de Nagareth, pero la única posibilidad que tiene de ganarle pasa por que la bendición que le protege, esa bendición que nadie conoce, sea más poderosa que la de Grim. Si no es así, está perdido.
—Bueno —dijo Rego fingiendo una confianza que estaba lejos de sentir—, Bant ya ha ganado a tres herederos cuando parecía imposible. Esta vez no tiene por qué ser distinto.
Pero lo era. El enmascarado había ganado sus dos primeros desafíos evitando gracias a su astucia enfrentarse directamente contra la bendición de sus rivales, y en el tercero… Bueno, el tercer desafío había sido especial. Pero contra Grim no tenía más remedio que enfrentarse directamente contra la magia que le protegía y contra su maestría como espadachín, y Rego temía que Bant no estuviese a la altura.
En ese momento aparecieron por el camino que daba al jardín los dos combatientes, caminando uno al lado del otro. Grim vestía una armadura ligera que no le ofrecía mucha protección, pero que le permitía moverse con rapidez y agilidad si era necesario. Por su parte, Bant vestía las mismas ropas que había llevado durante todo el viaje: su traje de minero con la capucha, sus resistentes botas y guantes de cuero, y la máscara.
Incluso ahora que te juegas la vida sigues con tus secretos, pensó Rego al ver que su amigo llevaba una vestimenta tan poco adecuada para un duelo. No cabía duda que Bant se movía en ese delgado límite entre la valentía y la locura que hace épicas las victorias y ridículos los fracasos.
En cuanto los dos oponentes llegaron al círculo del combate fueron saludados por los guardas ducales, quienes antes de marcharse les entregaron a cada uno una espada idéntica para que el combate fuese justo. La espada era una sencilla arma sin filigranas ni adornos pero muy afilada; una herramienta diseñada para matar y no para vestir en desfiles. Grim la blandió ante sí con aire experto, valorando su peso y alcance. Una vez satisfecho entró en el círculo, situándose a la izquierda de los testigos.
—Cuando quieras, heredero de Nagareth —dijo dirigiéndose al enmascarado que aún probaba su arma. Tras unos cuantos mandobles más cortando el aire, Bant también entró en el círculo, frente a frente con Grim, a la derecha de los testigos.
—Estoy listo.
Los dos herederos adoptaron una posición de combate, inmóviles en medio del silencioso jardín. Rego tragó saliva, nervioso. Este tenso silencio no tardaría en romperse con el ruido del combate y el grito agonizante del perdedor.
—Que empiece el duelo —anunció el maestro de armas.
Es verdad, recordó Rego, los dos testigos debían dar su visto bueno para que el duelo pudiese empezar. Miró de reojo al enmascarado, esa pequeña figura que tan lejos había llegado ya, y tuvo la impresión de que le sonreía tras su máscara para tranquilizarle.

—Que empiece el duelo.

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