martes, 9 de junio de 2015

Capítulo 19 (Parte 3) - El cuarto desafío

Grim, el heredero de La Tierra de las Espadas, el mejor duelista del mundo, se encontraba en la sala de armas del palacio ducal. Sus manos, grandes y robustas, llenas de callos por el constante entrenamiento, acariciaban la funda de una espada con la misma suavidad que el roce de una pluma.




            Allá reposaban las espadas de todos los miembros de la familia del duque que habían fallecido en combate, ya fuese en batalla o en duelo. En el fondo de la estancia, sobre unos soportes de sencilla madera, estaba la espada del primer duque de La Tierra de las Espadas. No muy lejos de ella se encontraba el enorme mandoble a dos manos que había manejado el tercer duque, seguido por el fino y elegante estoque que había empleado el quinto. Una tras otra, decenas de obras maestras adornaban las paredes de esta sala que era, en cierta manera, un lugar sagrado.
            Por supuesto, aquí también se encontraba la espada de Eldrad, su hermano. Era precisamente ésta la espada que Grim estaba contemplando.
            Se puede saber mucho de un hombre por el arma que utiliza. La de Eldrad era un espada ligera y con un equilibrio excelente, además de tener una amplia guardia que permitía defenderse con facilidad. Un arma cómoda y útil, adecuada para luchar si no había más remedio, aunque para su dueño siempre habría otras opciones antes.
            La de Grim era una espada pesada, que le permitía dar una fuerza letal a cada uno de sus golpes. Un arma para asesinar.
            Un arma perfecta para mí, pensó Grim, su rostro pétreo hecho pedazos por una grieta de dolor.
            El sonido de unos pasos a su espalda interrumpió sus pensamientos. Tranquilo, Grim cogió aire y recuperó la compostura. Cuando se dio la vuelta su expresión era tan serena y fría como la superficie de un lago helado.
            —Después de cinco días ya pensaba que no volvería a verte, heredero de Nagareth.
            —¿Cómo sabías que era yo, Grim?
            Ahí estaba. El enmascarado, acompañado del heredero de Aquaviva, su testigo. Por fin.
            —No podía ser nadie más, di órdenes al servicio de que nadie excepto tú podía molestarme —respondió Grim. —¿Has venido a desafiarme?
            —Así es.
            Una chispa de emoción ardió por un instante en los ojos del mejor duelista.
            —Ya pensaba que no lo harías después de todos estos días de silencio. Si te soy sincero, no entendía tu comportamiento tras tus desafíos en el sur, en Jötum y en la Costa Verde. Pero eso ya no importa—. Sin darse cuenta, Grim apoyó la mano sobre el pomo de su espada—. Como quieras, habrá un duelo a muerte para decidir el destino de La Tierra de las Espadas.
            —No me has entendido bien, Grim. Te desafío a un duelo de espadas, sí, pero no a un combate a muerte. Podríamos hacer…
            El heredero de La Tierra de las Espadas se movió veloz como un rayo, cogiendo al enmascarado por su traje mientras lo levantaba contra su rostro. Rego dio un salto hacia atrás, asustado ante el inesperado movimiento.
            —¿Estás jugando conmigo, heredero de Nagareth? Es el destino de La Tierra de las Espadas lo que está en juego, no pienso manchar el honor de mi gente, de mi familia e incluso de mi propio hermano muerto por nada menos que un combate en el que arriesgue mi vida. Y si tú no tienes el coraje para hacer lo mismo, márchate de aquí ahora mismo, ¡cobarde!       
            Grim sostenía al enmascarado en vilo con un solo brazo, como si no fuese más que un muñeco que pudiese romper con un movimiento de sus dedos. Su pétreo rostro se había transformado en una máscara de ira y desesperación, y su otra mano temblaba, fuera de control, en el pomo de su espada.
Sin embargo, a pesar del peligro en que se encontraba, Bant no movía ni un músculo. Guardaba silencio, observando a Grim a través de las lentes de su máscara.
            Tras unos instantes que parecieron eternos, Grim recuperó el control sobre si mismo y soltó al enmascarado. Rego suspiró aliviado.
            —No, no me tienes miedo —dijo el heredero de La Tierra de las Espadas. —Entonces, ¿por qué? ¿Por qué no quieres desafiarme como has hecho con el resto de herederos?
            — No hay nada útil ni digno en morir por una causa, Grim, por muy grande que sea esta. Mi muerte no serviría en nada a los míos, de la misma manera que la tuya no traería de vuelta a tu hermano ni ayudaría a tu pueblo. Si quieres ayudar de verdad a los tuyos, vive por ellos.
Grim le miró perplejo, extrañado; hasta que poco a poco sus ojos se abrieron de par en par al comprender los motivos del enmascarado.
—Tú… no es que me tengas miedo, lo que sucede es que no quieres matarme.
Bant no respondió, no hacía falta.
—¿Cómo puedes ser tan ingenuo? ¿Cómo puedes esperar conseguir los ducados sin mancharte las manos de sangre? Es una estupidez sin sentido.
—Seguramente lo sea, pero de momento lo he conseguido.
—Sí, es cierto —reconoció Grim mientras se acariciaba la barbilla con gesto reflexivo, pensativo. —¿Has matado alguna vez?
El enmascarado negó lentamente con la cabeza.
—No es una sensación agradable. No, no hay nada de agradable en arrebatarle la vida a otra persona, en ver como se apaga el brillo en su mirada. Pero en el mundo en el que vivimos a veces no hay más remedio.
Acarició con aire distraído una de las espadas expuestas, su mente perdida en sus propios pensamientos. Cuando volvió a hablar su rostro era aún más severo y serio que de costumbre, si eso era posible.
—Te haré una pregunta y desearía que me respondieras sinceramente, sin reparo ni temor alguno. ¿Me harías este favor, heredero de Nagareth?
—Por supuesto.
—¿Crees que si la Tierra de la Espadas pasase a tus manos sus habitantes tendrían un futuro mejor?
Una exclamación de asombro salió de los labios de Rego, quien empezaba a tener una idea de las intenciones del heredero de La Tierra de las Espadas. El enmascarado no dijo nada durante unos largos segundos en los que reunió valor, para acabar respondiendo con un escueto sí.
—En ese caso, y como igual heredero tuyo que soy, te desafío a un duelo por La Tierra de las Espadas. Si lo rechazas perderás tu honor y deberás dejar este ducado para nunca regresar.
—¿Por qué haces esto, Grim?
—Porque aunque no eres mi hermano, creo que al igual que él puedes ayudar a mi pueblo. Y quizás, protegido por tu misteriosa bendición, puedes triunfar donde él fracasó.
—¿Y matarte? ¿Eso es lo que quieres?
—Si es necesario, sí. Es como debe ser, como ha sido siempre y como será, al menos mientras un miembro de mi familia esté en el poder. Puedes aceptarlo o marcharte, es tu decisión.
El heredero de Nagareth guardó silencio, inmóvil. Parecía tranquilo, imperturbable, pero Grim podía ver en sus puños cerrados con fuerza y en la rigidez de su espalda lo mucho que estaba sufriendo. Era evidente que no quería matar a nadie, pero también lo era que no tenía ninguna otra opción.
Lamento obligarte a esto, enmascarado, pensó Grim. Pero así es como debe ser.
—Será un combate a muerte, tú contra mí. Si yo gano me ocuparé de la Tierra de las Espadas y si eres tú quien resulta ganador cuidarás de Nagareth. ¿Te parece justo?
Grim asintió, dando la mano al enmascarado para sellar su acuerdo.
—Me parece honorable.

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