lunes, 1 de junio de 2015

Capitulo 19 (Parte 2) - El cuarto desafío

Martha tatareaba una pegadiza canción mientras acababa de barrer el suelo de la posada, una limpieza que en los últimos meses hacía más por costumbre que por necesidad. Aún tenía que lavar los platos antes de irse a dormir, pero no le apetecía para nada. Bostezando de aburrimiento fue a sentase junto a su mejor –y único- cliente.


             —Tu amigo hace ya un buen rato que se ha ido a dormir, ¿no crees que deberías hacer lo mismo? Además —dijo apartándole el vaso a un lado—, creo que ya has bebido mucho por hoy. Mi conciencia me impide servirte más bebida.
            El enmascarado le ensenó el contenido del vaso: agua.
            —Sí, ya sé que no bebes alcohol —dijo Martha—. Pero hace tanto tiempo que no tengo la oportunidad de negarle una bebida a un borracho que echaba de menos decirlo—. La joven apoyó su cabeza en las manos y miró al enmascarado con ligera reprobación—.Tristemente, tú eres lo más parecido a eso que tengo ahora.
             De repente se levantó y caminó hasta la barra donde estuvo rebuscando un rato, canturreando entre dientes mientras lo hacía. Regresó con una sonrisa en los labios y una botella de vino en la mano.
            —En fin —dijo mientras se sentaba de nuevo—, supongo que ya te habrás enterado de lo de mi hermano, ¿verdad? —preguntó a Bant, quien asintió en silencio—. De este tipo de cosas todo el mundo se entera rápido; los soldados son unos cotillas. Lo sé por experiencia.
            Descorchó la botella con un hábil giro de muñeca y se la llevó a los labios, en un trago que se alargó durante más de lo que parecía sensato. Cuando finalmente acabó, dejó la botella con un golpe que sacudió la mesa y que hubiese derribado el vaso de Bant si este no se hubiese apresurado a recogerlo.
            —Mi hermano nunca fue muy listo, ni tampoco muy diestro. Está mal que lo diga yo, que soy su hermana, pero es así. La verdad es que siempre fue un cero a la izquierda con las armas, con más ilusión que habilidad. Le hubiese ido mucho mejor quedarse aquí, llevando la taberna, que no probando suerte como soldado. Pero él no quería eso, decía que no había honor en servir bebidas y limpiar camas, que eso era un trabajo para mujeres y ancianos, no para hombres. Él podía aspirar a más, me decía. Él era un hombre de honor.
            Martha rechistó y movió la cabeza de un lado a otro, maldiciendo para sí, antes de volver a tomar un trago de la botella.
—Menuda estupidez. Si no vales para algo, no vales, y punto. Todo eso del honor y demás pamplinas no sirven más que para presumir con los amigos. ¿De qué te sirve el honor cuando hay hambre? Ya te lo digo yo: de nada. No te sirve ni para limpiarte el culo. Yo no creo en el honor, creo en la necesidad —afirmó con un tono tan crudo y despojado de ilusiones que parecía más propio de una anciana que de alguien de su edad. —Y estoy segura que mi hermano creyó lo mismo cuando empezó a robar. ¿Qué otra cosa podía hacer para sobrevivir un espadachín mediocre como él?
            —Yo creo que el honor es un código de conducta que te permite mirarte al espejo todos los días y estar orgulloso de lo que ves —dijo entonces el enmascarado. —No hay nada deshonroso en ser un posadero, un artista o cualquier otra cosa, siempre que te dediques a ello de corazón, tu conciencia esté tranquila y puedas dormir cada noche satisfecho de lo que has hecho durante el día. No importa lo que eres, si no cómo lo eres.
            Ante estas palabras Martha guardó silencio. Se quedó mirando al enmascarado un largo rato, con la duda reflejada en sus jóvenes ojos. Tenía una mano en la botella ya medio vacía y la otra reposaba sobre la mesa, acariciando la vieja madera con la punta de los dedos.
            —Eres un ingenuo, heredero de Nagareth. Sí —añadió al ver la sorpresa de Bant—, sé quién eres. Como te dije antes los soldados son unos cotillas y toda la ciudad sabe que el misterioso heredero de Nagareth ha conquistado tres ducados, uno tras otro, venciendo en desafíos que cualquiera hubiese dicho que eran imposibles de ganar. Tu aspecto es de sobras conocido: “un enmascarado vestido con el traje de los mineros de Nagareth y una capucha”. No eres precisamente discreto, ¿cuánta gente crees que hay así en Draconis?
            —Supongo que nadie aparte de mí —respondió Bant. Las ropas que llevaba ocultaban su aspecto, pero a estas alturas de su aventura también indicaban claramente su identidad como heredero de Nagareth. Era un problema con el que había esperado encontrarse más tarde, pero sus planes se habían retrasado tras descansar en Magrata.
            —Has venido hasta aquí para desafiar a Grim, ¿verdad? —preguntó la joven posadera—. Pero si es así, ¿por qué pasas los días sentado sin hacer nada? No es que me importe que te quedes en la posada, claro. El dinero es bienvenido y espero poder contar algún día a mis hijos que hablé y serví personalmente agua y limonada a uno de los herederos, pero me pica la curiosidad.
            El enmascarado se revolvió en la silla, dudando entre confesar o no la razón de su inquietud a Martha. Se lo había ocultado a Rego, su amigo, porque no quería preocuparle y por temor a que descubriese su mayor secreto, pero con la joven pelirroja no necesitaba tomar tantas precauciones. Podía desahogarse con ella, expresar en voz alta las dudas que la atormentaban y quizás así tomar una decisión.
            Además, Martha le caía bien.
            —Para ganar a Grim creo que tendría que matarlo, Martha. Y si lo hago, si pongo fin a la vida de una persona, no creo poder mirarme nunca más ante un espejo sin avergonzarme de lo que veo. Ya apenas puedo, con todo lo que estoy haciendo.
            —Pero la gente muere constantemente, sobretodo los soldados como Grim. Es un riesgo de profesión y lo asumen, no veo porque deberías dejar que eso te detuviera.
            —No lo entiendes, Martha. Es normal, habiendo nacido y vivido en La Tierra de las Espadas.
            El enmascarado hizo una breve pausa, y cuando volvió a hablar sus palabras estaban cargadas de un viejo y profundo pesar.
            —En Nagareth muy pocas mujeres son fértiles. Es una consecuencia de la lluvia de ceniza que cae constantemente sobre nosotros y que todo lo mata. No te puedes imaginar la alegría, la felicidad, que trae a nuestra gente la noticia de un nuevo embarazo, de una nueva vida—. Guardó silencio durante un instante, rememorando un evento muy querido de su pasado. —Aún así, muchos de estos niños no consiguen llegar a la edad adulta; mueren enfermos, en las minas o por culpa de la falta de alimentos. Para nosotros, Martha, cada vida, cada persona, es especial y valiosa. Yo… yo no puedo acabar con una vida porque sí, sólo porque no vea otra manera. Tiene que haber un modo de conseguir el ducado sin matar a Grim. Sólo tengo que encontrarlo.
            —¿Y si no lo hay?
            Una simple pregunta, pero ante la cual Bant no tenía respuesta. No, pensó mientras se encogía en su asiento como un niño asustado, es una pregunta que no quiero responder.
            —Sólo soy una tabernera, heredero, y bastante me cuesta ya ir tirando y tener algo que dar de comer a mis hermanos pequeños—dijo Martha—. No puedo ni hacerme una idea de lo que es estar en tu situación. Pero ya sabes en lo que creo: en la necesidad. Y quizás este ducado necesite una persona como tú, un ingenuo que valore más la vida que una estúpida palabra.
            La joven dio un último trago a su botella, contemplándola después con la expresión vacía y cansada de quien le ha tocado vivir con las peores cartas de la baraja.

            —Aunque para ello no pueda volver a mirarse en un espejo nunca más.

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