lunes, 27 de abril de 2015

Capítulo 18 (Parte 2) - Lamento por un valiente

El entierro se realizó en el cementerio de la ciudad, en el mausoleo donde reposaban las cenizas de los antepasados de la familia del difunto en sencillas urnas de piedra. Acudieron cientos de personas de todo el ducado para despedir a Eldrad, aunque sólo unas pocas decenas habían podido entrar en el edificio y la inmensa mayoría esperaban afuera, mostrando su respeto y pena por el fallecimiento del segundo hijo del duque con un silencio sepulcral. Rostros adustos, miradas solemnes y alicaídas; los mejores guerreros de los siete ducados guardaban duelo.


            Rego y Bant eran de los pocos que podían contemplar la ceremonia desde el interior del mausoleo, ya que gracias a su condición de herederos gozaban de una posición privilegiada cerca de la familia ducal.
            La ceremonia comenzó con unos rezos por el fallecido organizados por sacerdotes de los dioses protectores de La Tierra de las Espadas. Una vez acabada la oración, el ataúd, transportado en hombros por los mejores amigos de Eldrad. Con lágrimas en los ojos los portadores dejaron suavemente su preciosa carga sobre el suelo, despidiéndose de él con una sentida inclinación de cabeza antes de apartarse y quedarse en un discreto segundo plano.
            A continuación se acercó al ataúd un viejo soldado de pelo blanco, ajado por los años pero resistente y firme como el buen acero. En sus brazos, casi abrazada contra su pecho, sostenía una armadura de placas que de tan limpia y pulida que resplandecía. Se arrodilló ante el difunto con respeto, pronunciando unas palabras destinadas sólo a los oídos de Eldrad.
    ¿Quién es? —preguntó Rego en voz baja a Bant.
— Creo que es su maestro de armas, el hombre que le enseñó el arte de la espada —respondió el enmascarado—. Eldrad debía ser como un hijo para él, un maestro de armas se dedica a uno o dos pupilos como mucho durante largos años, instruyéndoles con todos sus conocimientos.
    Parece que no fue suficiente —susurró Rego.
Después fue el turno de Grim, el heredero de La Tierra de las Espadas, de arrodillarse ante el ataúd de su hermano. Su rostro, severo, de mandíbula cuadrada y nariz pequeña parecía tallado en dura roca; la única emoción que revelaba era una leve sombra de pesar en su mirada. Sin decir ni una palabra se levantó y regresó junto a sus a padres, quienes avanzaron para despedirse por última vez de su segundo hijo. El duque pronunció unas palabras emotivas agradeciendo a todos los presentes el haber acudido, tras las cuales los amigos de Eldrad volvieron a levantar el ataúd para llevarlo a lo más profundo del mausoleo familiar, donde se hallaba el horno que incineraría los restos y que posteriormente serían guardados con gran cuidado en una urna.
Primero en pequeños grupos, y luego en corrillos que murmuraban por lo bajo y se lamentaban de lo sucedido, la gente fue saliendo del mausoleo y se dirigieron al jardín cercano donde dentro de poco la compañía de actores de Dubois representaría su obra. Rego y Bant fueron de los últimos en salir, acompañando a la familia ducal.
— Heredero de Nagareth —dijo de repente Grim, con una voz tan seca y dura como su aspecto—. ¿Tienes un momento para hablar?
— ¿Ahora? —preguntó incrédulo el enmascarado, señalando a los actores que empezaban a montar el escenario a toda prisa.
— Sí, ahora. No me encuentro de humor para ver esto. Vamos, puede acompañarte también el heredero de Aquaviva —dijo Grim, abriéndose paso entre la multitud sin esperar respuesta. Varias personas intentaron hablar con él, pero al ver su expresión se echaban a un lado y le dejaban tranquilo.
Rego interrogó con la mirada a Bant, quien se encogió de hombros y siguió los pasos de Grim. Con un suspiro, Rego le imitó.
Los herederos dejaron atrás el jardín y se adentraron en el cementerio, siguiendo un camino que serpenteaba entre las tumbas de cientos y cientos de caídos. Grim exigía un paso rápido y no daba pie a entablar conversación, caminando como un hombre poseído por un objetivo y para el cual el resto del mundo no importa. En las pocas ocasiones en las que Rego pudo verle el rostro éste lucía una expresión calmada, casi indiferente, pero sus ojos ardían con una rabia que le puso los pelos de punta.
Esos ojos reflejaban peligro, y no por primera vez el heredero de Aquaviva se preguntó quién era el hombre que se había atrevido a matar al hermano del mejor duelista del mundo entero.
Subieron por una empinada escalera hasta llegar a una colina que se coronaba sobre el cementerio y desde la cual se podían ver las preparaciones de la obra. Era un lugar tétrico, presidido por una estatua cubierta de musgo y de facciones borradas por el tiempo que se alzaba entre los restos de dos tumbas, demasiado antiguas para poder identificar los nombres de quienes fuesen sus propietarios.
— Siento mucho la muerte de tu hermano, Grim —dijo Bant dándole el pésame, a lo que Rego hizo lo mismo.
— Os lo agradezco. Eldrad era un gran hombre, mejor que yo. El ducado ha sufrido una gran pérdida con su muerte.
Rego guardo silencio, incómodo.
— ¿Por qué luchar? —dijo de repente Grim—. Eso es lo que se pregunta todo soldado en las Tierras de la Espada. Las grandes causas nobles por las que valía la pena combatir y morir hace tiempo que se acabaron, ya apenas hay gloria en la guerra. Ya no sabemos porque luchar.
El espadachín miró al lejano jardín, donde la obra ya había empezado. A pesar de sus anteriores palabras miraba el espectáculo con interés.
— Mi gente se está convirtiendo en mercenarios, están olvidando la importancia del honor y lo venden por un puñado de monedas. Sólo es cuestión de tiempo que acabemos como los jinetes de Jötum, como saqueadores y vulgares bandidos—. Movió la cabeza a un lado, apretando los puños y mascullando una maldición entre dientes, inaudible pero cargada de fuerza—. Mi padre es mayor y dentro de poco se retirará, y yo… yo no tengo ni idea de qué hacer para cambiar la situación. Soy el heredero del ducado, el mejor duelista del mundo, pero eso no me sirve de nada.
— ¿No estás siendo demasiado duro contigo mismo, Grim? —le preguntó Bant—. No dejes que el dolor por la muerte de tu hermano te ciegue el juicio.
— El dolor nunca afecta a mi juicio, heredero de Bant —contestó Grim, con una voz tan muerta y vacía de sentimiento que el enmascarado retrocedió un paso, acobardado—. Lo que te estoy diciendo es la pura y llana verdad: no tengo las cualidades para ayudar a nuestra gente. Pero Eldrad  sí que las tenía. Él podía salvar a nuestro pueblo, podía darles un motivo para luchar; estaba capacitado para ello y por lo tanto debía haber sido el heredero. Pero no lo era. Y yo no podía hacer nada, no podía renunciar al ducado porque ello supondría manchar el honor de mi familia y de todos mis antepasados.
—Algo así —murmuró mientras contemplaba con la mirada perdida la obra de teatro—, es peor que la muerte.
A lo lejos, en el jardín, reinaba el silencio mientras los actores representaban el “Lamento por un Valiente”. Haciendo el papel de espada con su impecable traje blanco, Dubois decidía de manera imparcial el destino de los jóvenes espadachines que vivían por las armas, repitiendo una vez y otra la misma frase: “La espada decide”. Su voz alta y clara era coreada por los espectadores y llegaba incluso a la colina.
— La espada decide —repitió a su vez Grim—. Se supone que la espada es justa, imparcial; que no distingue entre los hombres a pesar de su cuna. Sin embargo, en mi caso nunca ha sido así- Desde mi nacimiento fui bendecido con la victoria en todos los duelos, ¿cómo puede algo así ser justo?
Un escalofrío le recorrió la espalda a Rego, quien empezaba a sospechar la horrible verdad.
— Eldrad sabía todo esto, y a pesar de lo mucho que me quería, a pesar de que sabía que era imposible, no se acobardó. Era mi hermano, mi igual, y por el bien de La Tierra de las Espadas me retó a un duelo por el ducado.
— ¿Estás diciendo qué…?

— La espada decidió.

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