Me llamo Matsuda
Rodríguez, tengo quince años y voy a morir.
Doce hombres me rodean,
con los torsos desnudos y las armas sagradas en sus cinturones de cuero. Son
los elegidos; mis compañeros, mis hermanos. A su lado he cazado a las ratas
mutantes que infestan las vías del metro, combatido a la banda de Neo-Hipsters
del otro lado de la ciudad, ayudado a los huérfanos de la Guerra de las Drogas.
Me han dado una vida, un propósito. Jamás les decepcionaría.
Cuando la sacerdotisa
camina hacia mí, con su túnica rosa roída y la cinta descolorida en la que aún
se pueden leer las palabras “Miss America”, trago saliva y enderezo la espalda.
Tengo miedo, claro. Estoy acojonado. Pero mis piernas no tiemblan y mis ojos
miran fijo al frente.
La sacerdotisa no dice
ni una palabra cuando me entrega la Pistola. Es una Magnum XV, negra como una
noche sin estrellas, con la culata de titanio y la frase “Un disparo, un muerto”
grabada con fuego de plasma en la corredera. La sostengo entre mis manos,
reverente; es la primera vez que toco un arma sagrada. Resulta pesada, aun
teniendo el cargador lleno a la mitad, pero es lo que esperaba de una pistola a
la que le basta un tiro para atravesar cualquier armadura o campo de fuerza,
incluso los generados por un mega droide de combate, y aniquilar su objetivo
con una nano-explosión atómica. Es el fuego de Prometeo robado a los dioses, es
un milagro hecho materia.
—
Que la Pistola decida —sentencia la
sacerdotisa.
—
Que la Pistola decida —repito yo.
Me falta el aire, y mi
corazón suena tan fuerte que parece me va a salir del pecho. Voy a morir. Lo
sé. Pero moriré feliz, porque mis manos sucias e impuras han tocado una
Pistola.
Llevó el cañón del arma
sagrada a mi sien y aprieto el gatillo.
Click.
Mis hermanos estallan
en vítores y aplausos. La sacerdotisa me sonríe y me abraza, mojándose el
rostro con las lágrimas que caen por mis mejillas.
Matsuda Rodríguez ha
muerto. El elegido 13 acaba de nacer.
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