lunes, 23 de febrero de 2015

La criatura

La criatura tenía hambre.





Se deslizó por los tejados como una sombra fugaz, un parpadeo más allá de la vista de los miles de ojos que recorrían las calles. Comida, pensó mientras trepaba por una vieja tubería de plomo, impulsada por sus ágiles extremidades. Comida, pensó de nuevo, con las espinas de su lomo erizadas y su serpenteante cola retorciéndose como si tuviese vida propia.
Subió a una antena de pararrayos, y con la ciudad entera a sus pies, la criatura alzó la cabeza y olfateó el aire. Frutas podridas, contaminación, aceite de máquinas, sudor, aliento de perro, colonia infantil… Era una proeza distinguir el rastro de su presa entre la vorágine de olores, pero el olfato de la criatura lo logró. Se permitió un ligero ronroneo de satisfacción, anticipándose al placer de saciar el hambre, antes de saltar y reanudar la caza.
Entró a la casa por una ventana medio abierta, reptando por detrás de los muebles y las figuras de decoración al tiempo que ignoraba a los humanos adultos que veían la televisión. Subió por las escaleras y llegó a un pasillo, donde apenas tuvo tiempo de esconderse dentro de un jarrón cuando un perro se abalanzó sobre ella entre ladridos. La criatura ocultó su esencia con la magia de su especie y el perro no tardó en alejarse, confuso y cabizbajo, regañado por los humanos del piso del abajo debido al escándalo que había hecho.
Pasado el peligro salió de su escondite, moviéndose si cabe con más precaución que antes. Guiada por su olfato entró en una pequeña habitación y escaló por un armario lleno de libros y tebeos para tener una buena vista de su presa, haciendo menos ruido que una mota de polvo cuando cae al suelo. Comida.
Un niño estaba sentado frente a una mesa, realizando sus deberes. Sus pequeños dedos escribían con energía, realizando las tareas con infantil entusiasmo. Hilillos de baba cayeron de la boca de la criatura, que apenas pudo contenerse para no abalanzarse en ese mismo instante sobre su presa. Pero no, todavía no era el momento. Escondida detrás de unos libros, la criatura esperó.
Pasaron las horas, y cayó la noche. El niño dormía, su pequeño cuerpecito enterrado en sabanas, con la mochila de la escuela preparada al lado de la cama para el día siguiente. La criatura supo que había llegado el momento, así que bajó del armario y se acercó al niño, la boca abierta de par en par y el estómago rugiendo. Comida. Por fin.

Se deslizó dentro de la mochila y devoró los deberes, deleitándose con la letra escrita, el papel cuadriculado y el esfuerzo volcado por el pequeño. Matemáticas, ñam ñam. Historia, Ciencias… Cuando acabó se frotó la barriga llena y soltó un eructo, satisfecha. Sólo le faltaba una cosa por hacer antes de marcharse, una tradición que siempre seguía su especie, los come-deberes: dejar unos pedacitos de papel, incriminadores, en el cuenco del perro.

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