Una vez más, los líderes de los doce clanes estaban reunidos. Había mucho
que discutir y decidir, desde la estrategia general de la guerra hasta los pormenores
de la logística. No había ninguna duda que el ejército del Norte era el más
poderoso de los siete ducados, con sus soldados endurecidos por las constantes
batallas y sus líderes que habían mamado del saber de la guerra casi desde la
cuna, pero de nada serviría toda esa fuerza si no había una jerarquía clara de
mando, o peor aún, si los hombres pasaban hambre.
Por mucho que se hablase de la gloria de la batalla y la astucia de un
general, Skröll sabía por propia experiencia que el primer paso para ser
derrotado consistía en que tus soldados tuviesen el estómago vacío. El segundo
era que tuviesen las botas en mal estado; no hay nada peor que comandar una
marcha o una carga cuando tus hombres se tropiezan con cualquier obstáculo del
camino.
Así que sí, había mucho por decidir, pero estaban habituados a ello.
Había gente en el Norte que vivía del arte de organizar guerras, garantizar las
líneas de suministros y todas las necesidades de los soldados, y eran realmente
buenos en su trabajo.
Lo que realmente preocupaba a Skröll eran las antiguas rencillas y
conflictos entre los clanes, los rencores escondidos tras una capa de falsa
cortesía y respeto. No sería la primera vez que un evento entre los clanes, en
principio pacífico, acababa teñido de sangre.
En el fondo, éste y no otro era el principal motivo de que Leyre
convocase estas reuniones cada pocos días: para que los líderes de los clanes
se acostumbrasen, si no a confiar, si al menos al tratar los unos con los
otros. Que Askeläd de los Pumas, por ejemplo, tuviese una conversación
civilizada con Baldur del Lobo sin amenazarle cada dos por tres, o que Póruk de
las Águilas se dignase a dirigirle la palabra al salvaje Gorlak del Ciervo. Era
una tarea difícil, pero la Reina de Invierno sabía lo que hacía y poco a poco
se estaba avanzando.
Antes de que empiece la guerra,
pensó Skröll recorriendo con la mirada la mesa en la que estaban sentados los
líderes de los clanes, estoy seguro que
seremos de verdad un ejército unido. Sin embargo, arrugó el entrecejo y
apretó los dientes al reparar en la sonrisa siempre cínica de Bayou, del clan
Kraken. Menos por ese desgraciado, que se
le congele la espina, seguro que algo trama…
Apartó esos pensamientos cuando Leyre entró en la sala, escoltada por su
guardia de élite. Además de la capa de escamas y de la espada de sus padres que
siempre tenía en el cinto, llevaba una cota de mallas y un casco que le
ocultaba el rostro y sólo revelaba sus ojos, de un azul tan profundo y gélido
como el de un lago helado. Parecía más un soldado que una reina, pero justo así
era como debía ser un monarca en el Norte.
Todos los líderes de los clanes se
levantaron de sus asientos y bajaron la cabeza, demostrando así su respeto por
su señora. Tras una breve pausa, Leyre asintió, reconociendo a los presentes y
avanzó para sentarse en el trono de Invierno. No fue hasta que se quitó el
casco y se lo entregó a un sirviente que los líderes volvieron a sentarse.
— Empecemos sin perder más tiempo —dijo Leyre, haciendo un gesto con la
mano a un escriba—. ¿Cómo está la situación de los suministros?
— Me
temo que antes de eso, mi reina, tengo malas noticias que daros.
Skröll frunció el ceño, pues tan aguda y zalamera voz no podía ser de
otra persona que Bayou, el manipulador líder de los Kraken. ¿Qué estaba
planeando ahora esa asquerosa serpiente?
— ¿Qué pasa, Bayou? —preguntó Leyre—. ¿Qué es tan importante como para
que me interrumpas justo cuando voy a comenzar la reunión?
— Un crimen del más alto nivel —respondió éste. Ante la mirada del resto
de líderes, chasqueó los dedos y uno de sus hombres se acercó a la reina y le
entregó una pila de documentos—. Me ha costado meses de investigación, pero por
suerte he conseguido reunir las suficientes pruebas para probar mi acusación a
tiempo de evitar que nuestros planes de guerra se vean afectados.
— ¿De qué estás hablando? —preguntó la reina mientras ojeaba los
documentos, preocupada—. Esto parece…
— Traición —dijo Bayou, acabando la frase por su reina sin disimular lo
mucho que estaba disfrutando con la situación—. Así es, traición. Desde hace
años esta persona os ha traicionado, Reina de Invierno, robando parte de los
suministros y de las riquezas destinadas a los clanes para sus arcas
personales. En los documentos que os he entregado hay una pila de testimonios,
así como varias órdenes que he podido recuperar de las que él mismo dio para el
traslado de material. Su firma está en muchas de ellas.
— No puede ser cierto —murmuró Leyre, pasando página tras página
incrédula. Su mirada dolida se cruzó con la de Skröll, que parpadeó sorprendido—.
¿Por qué, Skroll? ¿Por qué me has traicionado?
La pregunta cayó como un mazazo sobre el líder del clan del Oso.
— Yo nunca te traicionaría, Leyre. El clan del Oso siempre te ha apoyado,
y tú lo sabes. Incluso al principio, cuando el resto sólo querían tu cabeza,
nosotros estuvimos ahí contigo. Siempre hemos estado contigo —le recordó—. Esto
es cosa de Bayou, otra más de sus mentiras —acusó amenazando al mezquino
mentiroso con el puño, tan furioso que apenas podía controlar las ganas de
golpearle—. Maldito bastardo, espera a que te ponga las manos encima…
De inmediato dos guardias de Bayou
se pusieron delante de su señor, las manos en las empuñaduras de sus espadas.
Sintiendo la tensión por toda la sala los hombres cogieron las armas, los ojos
suspicaces recabando en aliados y enemigos, mirándose entre si con la
desconfianza nacida de toda una vida de enfrentamientos y emboscadas.
Skröll respiró fuerte para calmarse, obligándose a retirar el puño antes que
la situación desembocase en un río de sangre. El líder del clan del Oso se
olvidó de Bayou y sus despreciables mentiras, miró a los ojos de la Reina de
Invierno y le dijo con toda la sinceridad que guardaba en su corazón:
— Tienes que creerme, Leyre, sabes que te quiero como si fueses mi
hermana.
— Lo sé, Skröll, lo sé —dijo la reina con la voz apagada, permaneciendo
inmóvil durante unos segundos que se hicieron eternos. De repente, en un
espasmo de furia, agarró una pila de documentos y se los arrojó al rostro del
acusado pronunciando una única y fría palabra que derribó a Skröll con más
certeza que si le hubiese alcanzado una flecha: —Traidor.
Exclamaciones brotaron a su alrededor, algunas incrédulas, otras
sorprendidas y unas pocas de satisfacción, pero Skröll fue el único que guardó
silencio, pues ya no tenía ni fuerzas para defenderse.
— Confiaba en ti, Skröll, y me has traicionado —sentenció la reina, su
voz tan fría que helaría el infierno—. Pagarás por esto. Todo tu clan pagará.
¿Cómo
ha podido pasar?, pensó Skröll, desesperado. Ese desgraciado de Bayou le
había tendido una trampa, lo había preparado todo para hacerle quedar como un
traidor ante sus iguales y su reina. Ante su más querida amiga.
Golpeó el suelo con furia con sus puños, maldiciendo mil veces el nombre
de esa serpiente de Bayou. Su reputación, su familia, su clan; todo se iría al
traste por esta trampa cobarde.
No podía consentirlo.
—¡Leyre! —gritó, deshaciéndose de los guardias que lo rodeaban con una
fuerza nacida de la desesperación—. Mi reina, os ruego que perdonéis a mi clan
y a mi familia, ellos siempre os han sido leales y no tienen la culpa de mis
actos—. Se arrastró de rodillas hasta los pies de la Reina de Invierno,
ignorando la mueca de despreció que mostraba Bayou—. Por favor, por la amistad
que nos unió, perdonadles, os lo suplico. No les condenéis por mis pecados.
La Reina de Invierno observó a Skröll, postrado ante sus pies rogando el
perdón para los suyos, con una expresión indescifrable en su rostro. Cuando
habló su voz era tan dura como el acero.
— Ni tu familia ni tu clan sufrirán por tu crimen, Skröll. Pero tú lo
pagarás con tu vida.
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