Con el paso de los minutos el hechizo de la heredera pareció disminuir lo
suficiente como para que los invitados disfrutasen de la cena sin estar
constantemente pendientes de ella. Comida y bebida en abundancia, conversación
amena, anécdotas interesantes y una anfitriona encantadora, la fiesta
difícilmente podía ser mejor. Y cuando las lenguas se soltaron por efecto del
alcohol -menos la del heredero de Nagareth, que apenas había comido o bebido
algo- y el ambiente se relajó, Rego sintió como las diferencias entre ellos se
desvanecían. Incluso el cretino de Hemdall resultaba un tipo gracioso después
de suficientes copas.
— Esplendida cena — dijo Dörf, el orondo mercader—. El chef se merece mi
más sincera felicitación.
— Sin duda —confirmó el caballero del Norte, limpiándose restos de comida
de entre los dientes con un palillo—. No había comido tan bien en toda mi vida.
— Pero hay algo que me intriga. Puedo entender los motivos por los cuales
me has invitado a esta cena, siendo yo el hombre más rico de los siete ducados
y por lo tanto un excelente partido para un matrimonio. También le veo sentido
a la presencia de Hemdal, como campeón de la Reina Invierno, y a Sylvanos, como
pintor de excepcional talento, siendo además de familia noble. Incluso entiendo
que invitases al maestro Nyarmo, a pesar de su avanzada edad, ya que es un
hombre de grandes conocimientos. ¿Pero se puede saber, dama Helena, qué motivo
te llevó a reservar una plaza para esta cena al ganador de un torneo de cartas?
— Pues el pensar en mi futuro, por supuesto. Os lo explicaré —añadió al
ver las caras de desconcierto de los presentes—. Cuando decidí que debía
casarme para tener un hombre que cuidase de mí y del ducado, pensé que debía
escoger a alguien de gran valor, ¿pues no me merezco yo lo mejor? Soy la
heredera de La Costa Verde y la mujer más hermosa del mundo, no puedo
conformarme con nada que no sea la excelencia. ¿Me entendéis, verdad?
Rego asintió con la cabeza, al igual que hicieron todos los invitados.
— ¿Pero cuál sería el mejor hombre? ¿Un hombre fuerte y diestro en la
espada, como Hemdal? ¿Un genio de las finanzas como Dörf, o de las bellas artes
como Sylvanos? ¿Un sabio como Nyarmo? Además, a parte de estas cualidades,
había otra que debía tener en cuenta.
— La suerte —dijo Bant, rompiendo así su mutismo.
— ¡Exacto! ¿Y de qué manera podía descubrir a un hombre al que el azar le
favoreciese? Pues celebrando un torneo de cartas que recompensase al ganador
con asistir a esta cena. Así puedo escoger al hombre que será mi marido de
entre los mejores, de acuerdo a las virtudes que más admiro.
¿Qué demonios…?, pensó Rego
alzando las cejas y con una media sonrisa de incredulidad. No era un ingenuo y
sabía de sobras que eran muchos los nobles que se casaban por motivos
políticos, de la misma manera que podía comprender que alguien se casase por
dinero, pero Helena hablaba de escoger marido de la misma manera despreocupada
que una jovencita se debatía entre que ropa ponerse para un baile, como si un
esposo no fuese más que una prenda de vestir. Ni siquiera había mencionado la
palabra “amor” durante todo su discurso.
Aunque pensándolo bien no debería
sorprenderme, ¿se puede amar a alguien que ante tu menor gesto se tira a tus
pies?
— ¿Y ahora que se ha acabado la cena y has podido valorarnos, podrías
decirnos quién de nosotros será tu marido? —preguntó Dörf.
— Por supuesto, mis queridos invitados.
Sonrió, iluminado su rostro y llenándolo de calidez, de promesas de
futura intimidad y secretos de alcoba. Resultaba una visión tan poderosa que
Rego sintió como su corazón se detuvo durante un instante al contemplarla.
— El hombre que escojo para ser mi marido es el heredero de Nagareth.
El resto de invitados suspiraron abatidos y decepcionados, pero ninguno
de ellos se atrevió a protestar la decisión de Helena. El enmascarado había
demostrado ser un hombre de recursos y además era el heredero de dos ducados y
señor de otro; simplemente no podían competir con él.
Así es como continua esta aventura,
pensó Rego mirando con envidia a su amigo. Sólo
que esta vez Bant no ha necesitado ganar ningún desafío para conseguir el
ducado. Desde luego, hay tipos con suerte, y luego están…
— Pero yo no quiero casarme contigo, heredera de La Costa Verde.
El sonido del cristal al romperse cuando unas copas cayeron de las
atónitas manos de un sirviente. El aliento contenido de dos decenas de
personas, incapaces de creerse las palabras del enmascarado. Eso, y el sonido
de su propio corazón latiendo en su pecho era todo lo que Rego podía escuchar.
Nadie hablaba, nadie se atrevía a romper el silencio, porque nadie podía
creerse que Bant acabase de rechazar a la mujer más hermosa del mundo.
Incluso Rego, que sabía los efectos que provocaba la bendición de Helena,
no podía creérselo.
— No… no lo entiendo —farfulló confundida Helena—. Habéis desafiado a dos
herederos para conseguir sus ducados, ¿y cuando yo os ofrezco libremente La
Costa Verde además de mi mano lo rechazáis?
— Es cierto que quiero tu ducado, pero no de esta manera. He venido hasta
aquí a proponerte un reto, no por tu mano. Eres una mujer hermosa, Helena, pero
no deseo casarme contigo.
La heredera abrió los ojos sorprendida ante el rechazo, pero parecía más
divertida que molesta, como si apreciase la novedad de éste.
— ¿Y en qué consiste ese reto que me quieres proponer?
— Reunámonos esta noche en tu
alcoba, cuando la cena acabe. Si con tu belleza a la que ningún hombre puede
resistirse consigues seducirme, tentarme aunque sea a darte un único beso,
ganarás y Nagareth será tuya. Si no, la victoria será mía y reclamaré La Costa
Verde.
Cualquier otra dama de la nobleza se hubiese tomado el desafío del
enmascarado como un insulto, pero Helena rió divertida, sorprendida ante la
locura y atrevimiento del que estaba haciendo gala el enmascarado. Rego no
sabía qué pensar; demasiadas cosas estaban pasando y demasiado deprisa.
— Está bien, acepto el reto. Será divertido.
— Pero Helena —dijo Hemdal—, si el heredero de Nagareth se niega a ser tu
marido, ¿entonces con quién te casas?
— Es verdad, supongo que tendré que elegir a otro, después de todo dije a
todo el mundo que esta noche escogería a mi marido. ¿Cómo quedaría si no
mantuviese mi palabra? Veamos, a quién podría escoger… —cerró los ojos y se
llevó dos dedos a la frente, pensativa—. ¡Ya lo tengo! Dime un número del uno
al cuatro, Hemdal.
— Esto… ¿Tres? —dijo el caballero del Norte.
— ¡Muy
bien, has acertado! Tú serás mi marido.
En esta ocasión sí que no tardaron en brotar exclamaciones de sorpresa y
de protesta de las gargantas de sus frustrados pretendientes, y no tardaron en
convertirse en furibundas quejas. Sin embargo, a Helena le bastó con alzar una
de sus finas y adorables manos pidiendo silencio para que guardasen silencio.
— Sé que puede parecer una decisión precipitada, pero nada más lejos de
ser cierto. Le he pedido a Hemdal que me dijese un número para ver si acertaba
el que yo había pensado, ¡y así ha sido! —exclamó mientras hacía palmas con las
manos, emocionada—. ¿No demuestra esto que estamos hechos el uno para el otro?
¿Pero qué tontería es esta?, pensó
Rego. Está claro que se lo ha inventado.
Pero el resto de invitados no sólo aceptaron su excusa, sino que incluso la
felicitaron por su buena suerte de todo corazón, sus protestas olvidadas ante
el poder de la bendición de la heredera.
— Pero antes de casarme contigo, mi querido Hemdal, me gustaría que me
hicieses una demostración de la maestría con la espada que te ha llevado a ser
el campeón de la Reina de Invierno-. Helena hizo un gesto con la mano a Ahrlen
para que se acercase a ella, para a continuación observarlo de arriba a abajo.
Sonrió, satisfecha de lo que veía—. Será suficiente con que derrotes a mi
guardia. Por supuesto —añadió con una mirada maliciosa— deberá ser un duelo a
muerte. Si no, no resulta interesante.
— Como deseéis, mi dama —dijo Hemdal, cogiendo la espada que le entregaba
el otro guardia—, pero ese pobre está acabado. Soy un maestro espadachín y sólo
he perdido una vez, y fue contra Grimm de La Tierra de las Espadas.
— Lo que ordene mi señora —se limitó a decir Ahrlen.
¿Pero es que se han vuelto todos
locos?
Se levantó para protestar, para clamar contra este enfrentamiento sin
sentido, pero las palabras no le salían. Sabía que tenía que decirlas, pero su
cuerpo no tenía fuerzas para oponerse a la voluntad de la heredera de La Costa
Verde. No era más que un títere, un espectador mudo de un asesinato. Negándose
a ser un esclavo sin voluntad se mordió los labios hasta notar el sabor
metálico de la sangre en su boca, logrando romper el silencio gracias al fuerte
dolor que le invadió.
— ¡Basta! —gritó con todas sus fuerzas, llamando la atención de la
anfitriona y los invitados a la cena—. No hay necesidad de que sea un duelo a
muerte, Helena. Puede ser un combate de práctica, un duelo amistoso para que
Hemdal muestre sus habilidades.
La heredera pareció reflexionar sobre sus palabras, pero entonces el
caballero del Norte decidió intervenir con su opinión.
— Un combate de práctica es tan sólo un juego, la verdadera habilidad se
muestra en un duelo a muerte —anunció mientras blandía la espada, comprobando
su peso—. Sólo así te podré demostrar lo magnífico que soy, Helena, y estarás
orgullosa de convertirte en mi esposa.
Los ojos de Helena brillaron con la misma alegría que los de un niño
cuando se le promete una nueva diversión.
— Pues que sea a muerte.
Rego no consiguió reunir de nuevo fuerzas suficientes para volver a
protestar y se sentó, observando en silencio como su amigo y el caballero se
miraban frente a frente, a unos metros apartados de la mesa para no poner en
peligro con su combate a los invitados.
— ¡Empezad! —gritó entusiasmada Helena.
Hemdal atacó al momento, cortando la distancia que le separaba de su
rival en un instante. Lanzó una serie de veloces golpes sobre Ahrlen, que los
rechazó con gran pericia y sin perder la calma, para contraatacar cuando tuvo
la oportunidad con un potente mandoble que sólo tocó aire, pues su enemigo lo
esquivó con facilidad.
Conforme se intercambiaban más y más ataques Rego empezó a hacerse una
idea de quien ganaría el duelo. Ahrlen era fuerte y resistente, pero no podía
competir en experiencia con Hemdal, con su esgrima forjada en los campos de
batalla. Puede que el caballero del Norte fuese un imbécil presuntuoso, pero no
era el campeón de la Reina de Invierno porque sí.
Desesperado, Rego intentó una vez más combatir contra el hechizo de
Helena, pero fracasó. Mantener el control de sus propias emociones ya le provocaba
un dolor de cabeza increíble, enfrentarse a los deseos de la heredera,
desafiarla, era… era… Era demasiado. No se atrevía a hacerlo, ni siquiera
estando en juego la vida de uno de sus mejores amigos. Tenía miedo.
Cobarde, pensó maldiciéndose a sí mismo.
— Helena, ¿no crees que ya es suficiente? —dijo entonces el enmascarado—.
Hemdal ya ha demostrado su habilidad, alargar más el combate sólo acabaría en
desgracia.
— Pero quiero ver que pasa al final —protestó Helena, haciendo un mohín y
cruzándose de brazos—. Ahora es cuando viene la parte más interesante.
Rego no podía hablar, apenas podía resistirse a los deseos de la heredera,
pero utilizó toda su fuerza de voluntad para susurrar dos palabras a la única
persona que había podido derrotar a las bendiciones de otros herederos.
Por favor.
— Te propongo un trato —dijo Bant, atrayendo el interés de la heredera—. Si
me haces el favor de detener el combate, yo me comprometo a revelarte uno de
mis secretos, uno que no conoce nadie fuera de mi ducado.
— ¿Qué secreto? —preguntó intrigada Helena.
— Esta noche, en nuestro desafío, tanto si pierdo como si gano, me
quitaré la máscara y podrás ver mi rostro. ¿Qué te parece? Serás la primera
persona que no sea de Nagareth que ve el rostro de su heredero.
Los ojos de Helena brillaron de expectación.
— ¡Trato
hecho, heredero de Nagareth!
El duelo se detuvo, y Ahrlen cayó de rodillas respirando agitadamente,
demasiado cansado para poder decir nada. Rego lo ayudó a ponerse de pie
mientras comprobaba que no tenía ninguna herida grave, agradeciendo a Bant con
un sentido “gracias” su intervención. Sin embargo, apenas se hubo recuperado su
amigo que éste volvió de nuevo al lado de Helena como si no hubiese sucedido
nada, atrapado en las cadenas de un amor que ni siquiera sabía que existían.
El heredero de Aquaviva no dijo
nada. Quieto como una estatua, con el enmascarado a su lado, empleó su mejor
cara de póquer para no echarse a llorar allí mismo. Con el corazón destrozado,
contempló el teatro de marionetas que dirigía Helena y se hizo una promesa a sí
mismo: a él jamás nadie le controlaría. Nunca.
Antes que eso prefería la muerte.
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