A parte del heredero de Nagareth y de Hemdal, había otros dos invitados a
la cena. Estaba Döff, un orondo mercader con el típico rostro bronceado de los
marineros, vestido con finos y elegantes ropajes que lograban darle cierto aire
distinguido incluso mientras comía sin parar como si hiciese semanas que no se
llevaba nada a la boca. A su lado y sin probar bocado se encontraba un joven
flacucho y esquelético, con la mirada perdida en las estrellas y un ridículo
flequillo que le tapaba la frente. Su nombre era Sylvanos, y decía ser un
pintor.
Los cuatro invitados y Rego charlaban entre sí mientras picoteaban de los
aperitivos, intentando pasar el rato hasta la llegada de la anfitriona de la
cena: la heredera de La Costa Verde, la hermosa Helena, que se estaba haciendo
de esperar. Rego mantuvo una conversación cortes con Hemdal en la que descubrió
dos cosas: que el atractivo joven era el campeón de la Reina de Invierno, un
honor del que estaba muy orgulloso, y que era un imbécil integral. Prepotente y
aficionado a las burlas, tan sólo parecía guardar respeto -más bien temor- a su propia señora. Se bebió
de golpe un vaso de vino, lo necesitaría para seguir aguantando su odiosa
conversación.
— Señores —dijo el mayordomo llamando la atención de los invitados—, la
dama Helena está a punto de llegar.
Las conversaciones cesaron de golpe, aplastadas ante la expectación que
creaba la inminente aparición de la anfitriona de la cena. Por fin¸ pensó Rego sintiendo un estremecimiento, por fin veré en persona a Helena, la mujer
más hermosa del mundo. Por supuesto, conocía su aspecto por los retratos
que adornaban la ciudad, pero, ¿harían justicia éstos su belleza? Según los
rumores no había artista ni escultor que pudiese reflejar con fidelidad su
increíble atractivo.
Cuando Helena apareció, Rego se sorprendió por la sencillez de la que
hacía gala: vestía un sencillo vestido negro de una sola pieza y un fino y
selecto collar, en nada ostentoso. La acompañaban un par de robustos guardias a
escasa distancia tras ella, protegiéndola desde las sombras.
Caminaba lentamente hacía ellos, con la suavidad y gracia de una
bailarina, y conforme más se acercaba más atraído Rego se sentía por ella, como
una polilla ante una hermosa luz que la quemaría con sólo tocarla. Para Helena,
la futura duquesa, los rumores se quedaban cortos. Sus labios eran carnosos y
tentadores, su piel blanca y suave libre de imperfecciones parecía brillar
contra su larga y hermosa melena azabache, su figura parecía haber sido creada
por la mano de un maestro escultor. Era pura como un ángel, tentadora como un
demonio; era un sueño hecho realidad.
Al verles, dedicó a los invitados una sonrisa tan cálida que derretiría
un glaciar en pleno Invierno.
Regó se quedó sin palabras, aturdido por su imposible belleza. Tragó
saliva y se llevó una mano al cuello de la camisa, preso de una repentina calor.
— Bienvenidos, mis queridos invitados —dijo Helena con una voz suave y
sensual que sonó como una caricia incitadora para los oídos de Rego—. Bienvenidos
a esta cena en la que escogeré a mi futuro marido, y por lo tanto, al futuro
duque de La Costa Verde. Un premio que no está nada mal, sobretodo porque me
tendrá a mí como amante esposa.
Sonrió de nuevo, y Rego sintió como su pulso se aceleraba. Joder, ¿por qué no me presenté yo también al
torneo de cartas? Mataría por la oportunidad de casarse con Helena.
— Bienvenido, valiente Hemdal, campeón de la Reina de Invierno —. La
heredera se acercó al apuesto joven y le dio la mano al rostro para que éste la
besase—. Tu fama en el dominio de la espada y tu destreza en la batallas del
Norte ha llegado hasta La Costa Verde.
— Bienvenido, astuto Döff –dijo Helena, inclinándose respetuosamente ante
el mercader—, el hombre más rico de los siete ducados. Tus viajes por todo el
mundo y tu constante búsqueda de nuevos mercados te hacen más que merecedor del
honor de estar en esta mesa.
— Bienvenido Sylvanos —dijo acariciando con el dorso de la mano el rostro
del joven pintor, quien se apartó con unos dedos temblorosos el flequillo para
contemplar con una mirada de adoración a Helena—, genio con una grandeza sólo
vista en artistas que hoy son legendarios.
La heredera se detuvo con expresión confundida, mirando a los invitados
como si buscase a alguien entre ellos.
— ¿Dónde está Nyarmo?
— Mi señora, me temo que el maestro Nyarmo se ha marchado —respondió el
mayordomo—. En cuanto llegaron los herederos de Nagareth y Aquaviva se comportó
de un modo muy grosero y nos abandonó, haciendo oídos sordos a nuestros ruegos
para que se quedase.
Una mueca de disgusto apareció en el rostro de Helena, proporcionándole
un aspecto tan desvalido y frágil que Rego a duras penas consiguió reprimir las
ganas de levantarse en ese mismo instante y abrazarla.
— Me disculpo por mi compañero del Norte —dijo Hemdal—, pero ya se sabe
que los eruditos como él viven en su propio mundo y no saben cómo comportarse
ni en las fiestas ni en ningún otro evento social. Tienen la cabeza tan llena
de pensamientos que ni se dan cuenta de lo que pasa a su alrededor.
Helena asintió con la cabeza, pero mantuvo su expresión contrariada.
Como un niño mimado cuando le
quitas un juguete, se sorprendió pensando Rego. La heredera de La Costa
Verde era encantadora y su sola presencia le hacía estremecer de excitación,
pero... algo no iba bien. No podía pensar con claridad. No podía sentir con claridad.
— Bueno,
qué se le va a hacer —murmuró disgustada Helena—. Él se lo pierde.
Continuó caminando hasta llegar frente al enmascarado, a quien dedicó una
resplandeciente sonrisa.
— Bienvenido, heredero de Nagareth. La diosa de la Fortuna ha querido que
estuvieses en esta mesa, disputándote mi mano. Me alegro de que haya sido así.
Bant se limitó a asentir en silencio, su máscara ocultando cualquier
emoción que pudiese estar sintiendo.
— Saludados ya todos los invitados, podemos empezar la cena. Alfen, que
los sirvientes traigan la comida —ordenó al mayordomo, quien empezó a dar
instrucciones al resto de sirvientes. Helena se sentó a la cabecera de la mesa,
al lado de Hemdal y Dörf.
Cabrones afortunados, pensó
Rego con envidia. Que no daría por tener a Helena a su lado, poder saborear su
perfume y deleitarse con su presencia. Sólo de pensar en… ¡Au! Apretó los dientes al sentir un súbito aguijonazo de dolor en
la cabeza, y se llevó la mano a la sien, sorprendido e inquieto. ¿Qué demonios me está pasando?
Se retiraron los aperitivos y se sirvieron platos más apropiados para una
cena en el mismísimo palacio del duque de Costa Verde: girasoles de pasta
rellenos de pera con salsa de nueces, solomillo con dátiles y reducción de vino
tinto, un lechón entero en una sartén aderezado con manzanas y hierbas
aromáticas, un par de patos emplumados, una degustación de quesos, marisco,
ostras y mejillones pescados ese mismo día… Un banquete digno de un rey.
Un banquete del que casi nadie comía. El joven pintor miraba embelesado a
la heredera, que escuchaba con atención las historias que le explicaban tanto
Hemdal como Dörf. Bant daba algún mordisco que otro, desganado, y Rego tenía un
creciente dolor de cabeza y no estaba de humor para manjares.
— ¿No te sientes raro, Bant? —le preguntó a su amigo—. ¿Cómo si no
pudieses pensar en otra cosa que no fuese Helena?
— Es por su bendición, Rego. “Será hermosa como una diosa, y ningún
hombre se resistirá a su belleza.” Y eso —hizo un ademán con la mano, señalando
a todos los invitados—, es lo que está pasando aquí.
— ¿Y a ti… a ti no te afecta? Pareces muy calmado.
— Yo
tengo mis propios medios para combatirla. No te preocupes por mí.
Por supuesto, debe ser su bendición,
pensó Rego, o quizás haya descubierto
como resistirla y forme parte de su plan para derrotarla. Si es que de veras quiere derrotarla,
porque, ¿quién podría soñar siquiera con oponerse ante una mujer tan hermosa
como…
Rego soltó un pequeño quejido de dolor. La extraña molestia que le
afectaba se hacía más grave cada vez que pensaba en Helena. Intentando
distraerse con otra cosa, evitó mirar a la heredera y centró su atención en uno
de los guardias, que, de pie a sus espaldas, se aseguraban de su protección.
Era un hombre fuerte, de espaldas anchas y brazos musculosos acostumbrados al
uso de la espada. Su rostro le resultaba familiar, pero no conseguía recordar
quién era. De repente el guardia rió al escuchar una broma de Helena y Rego
soltó una exclamación de sorpresa al darse cuenta de su identidad, pues no era
otro que Ahrlen, el alegre soldado de La Tierra de Las Espadas que era uno de
sus mejores amigos.
¿Cómo no lo había reconocido antes? Parte de la culpa la tenía él mismo,
pues sólo había tenido ojos para Helena y no había hecho ni caso a los guardias
que la acompañaban. Pero además Ahrlen había cambiado, ya no había rastro de su
mirada alegre y despreocupada; ahora su rostro era el de un enamorado que
contemplaba con ojos de enfermiza adoración a la fuente de sus deseos: Helena.
Rego le hizo gestos para llamar su atención, y tras unos instantes de
duda Ahrlen pareció reconocerlo y le sonrió levemente, pero inmediatamente
desvió la mirada ignorándole, toda su atención de nuevo en Helena. Rego torció
el gesto en una mueca de sorpresa ante el rechazo de su amigo, pero supuso que
se debía al trabajo que estaba realizando. Por suerte la heredera se dio cuenta
de lo sucedido y tras cuchichear con él, le dio permiso para dejar su puesto y
hablar con el heredero.
— Me alegro mucho de verte, Rego —le saludó el hombretón—. Lo último que
supe de ti es que te habías marchado en una especie de aventura con el heredero
de Nagareth, me alegro que estés bien.
— Yo también me alegro de verte, Ahrlen —dijo Rego levantándose de su
asiento y abrazando a su amigo, que le correspondió con una extraña reserva en
él—, pero no me esperaba para nada verte aquí, ¿qué haces trabajando de guardia
de la heredera de La Costa Verde?
— Bueno, ya te conté que quería marcharme de Aquaviva, así que cuando tú
y Narsés os fuisteis no encontré más motivos para retrasarlo. Encontré trabajo
como guarda escoltando una caravana de mercaderes hasta la Costa Verde; buena
paga y sin muchos problemas, así que no dudé en apuntarme. En un principio
pensaba viajar al Norte en cuanto acabase para servir a algún señor de la
guerra o, si tenía suerte, a la mismísima Reina de Invierno, pero los dioses
quisieron que viese a Helena y… me enamoré de ella, Rego. Sé que esta fuera de
mi alcance, pero para ser feliz me basta con verla todos los días —dijo
mientras la miraba embelesado—. Daría mi vida por ella.
— ¿Da… darías tu vida por ella?
— Sí, exacto. Gustosamente.
— Pero, ¿qué hay de lo que me dijiste? ¿No tenías que demostrar tu honor
y valía como soldado? No creo que demuestres gran cosa sirviendo de
guardaespaldas.
— Eso ya no me importa, Rego. He pasado página.
Rego se quedó con la boca abierta, demasiado consternado para pronunciar
palabra alguna. El honor y ser un soldado habían sido tan importantes para
Ahrlen como… como… la libertad para él mismo. Pero ahora ya no le importan. Ha tirado los ideales por los que regía
su vida a la basura, como si ya no le sirviesen de nada. Por una mujer a la que
apenas conoce.
Su amigo interpretó su silencio
como el final de la conversación, así que se despidió y regresó a su posición
de guardia tras la heredera. Siempre vigilante, siempre atento.
Siempre enamorado.
— No lo entiendo —dijo Rego en voz baja para que sólo Bant lo escuchase—,
¿es que no se da cuenta de todo lo que siente es por culpa de la bendición de
Helena, que él en realidad no la quiere?
— Nadie se da cuenta, Rego —respondió Bant en el mismo tono—. Tú eres
capaz de percibir la manipulación gracias a la protección que te da tu
bendición, pero la gente corriente no sospecha nada; no pueden sospechar nada.
Para ellos, lo que sienten es natural.
Rego observó a Helena, tan hermosa, tan preciosa, encantadora y deseable;
tan única y especial en el mundo, y no pudo evitar sentir un escalofrío.
Un escalofrío de terror.
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