martes, 6 de enero de 2015

Capítulo 15 (Parte 1) - El tercer desafío

El palacio de los duques de La Costa Verde mostraba el estilo arquitectónico característico propio de esta tierra llevado al extremo. Construido con el fin de ser el más bello y lujoso edificio de una ciudad en la que el arte y las obras maestras abundaban, todo en él había sido pensado para hacer ostentación de riqueza y buen gusto por encima de la comodidad y lo práctico.


Constaba de decenas de torres, elegantes agujas plateadas que resplandecían reflejando la luz del Sol y cegaban a cualquier desafortunado que caminase por las calles cercanas al palacio. Las murallas estaban cubiertas por frondosas enredaderas y decoradas con figuras grabadas en la piedra, narrando sin palabras las mayores obras de teatro del ducado. Era hermoso hasta el punto de resultar conmovedor recorrerlas, aunque desde luego no ofrecían gran protección contra los ladrones o asaltantes con tantos puntos de apoyo.
El interior del palacio seguía el mismo estilo, la misma filosofía. Alfombras traídas de más allá del océano y tejidas con telas de vivos colores y complicados patrones cubrían todas las escaleras, así como buena parte de los pasillos. Eran realmente preciosas, pero sufrían desperfectos con facilidad, y repararlas debía costar una fortuna. Retratos de los antiguos duques pintados por los mejores maestros decoraban las paredes y salas del palacio, así como bustos tallados en mármol y granito de diversos antepasados que se remontaban hasta los primeros tiempos del ducado. Resultaba impresionante y hasta instructivo, pero también era un nido para las telarañas y el polvo. Y así pasaba con todo en el palacio, donde se valoraban los materiales más por lo exótico de su procedencia y su originalidad que no por su calidad o utilidad, necesitando un mantenimiento y reparación constante en muchos casos. Por suerte, los esclavos eran abundantes y baratos.
Incluso en el enorme jardín donde se celebraba la cena que decidiría quién sería el marido de la heredera del ducado sucedía lo mismo. Rego contemplaba maravillado las figuras de jade que adornaban los arbustos, el lago con peces del océano Exterior, los árboles de las junglas de Siempreverde, las flores traídas de cualquier otro rincón lejano del mundo, y no podía evitar preguntarse: ¿cuánto cuesta todo esto?
            —Síganme, herederos —les pidió amablemente el mayordomo del palacio, un hombre mayor con unas largas y espesas patillas negras y que se movía con tanto silencio que parecía que ni respiraba—. Les acompañaré al lugar donde celebraremos la cena.
— Ah, ¿pero no es en el jardín? —preguntó Rego—. A la entrada del palacio los guardias nos dijeron que la cena con todos los candidatos a casarse con Helena se haría allí.
— Si, heredero, los guardias les han informado bien. Pero éste jardín tiene una extensión considerablemente grande, así que para evitar que puedan perderse y llegar con retraso a la cena yo les haré de guía.
Rego asintió, un tanto extrañado. En su propio palacio tenía un jardín de dimensiones muy parecidas -aunque desde luego con unos elementos menos exóticos- y nunca había oído que se tomasen este tipo de medidas; un invitado tenía que ser muy despistado para perderse.
¿Nos están insultando disimuladamente o me estoy perdiendo algo?
La respuesta a su propia pregunta no tardó en llegarle mientras seguían al mayordomo, quien cada pocos metros se detenía para explicarles el origen de una hermosa rosa de color azul, lo mucho que había costado conseguir un árbol de fuego de las lejanas tierras de Ahab o lo inspirado que había estado el arquitecto al diseñar el lago del jardín. La verdadera función del mayordomo no era mostrarles el camino, si no explicarles cuan grandioso y especial era todo lo que estaban viendo. Rego puso su mejor sonrisa de circunstancias, fastidiado de que le obligasen a tragarse este rollo, e incluso Bant pareció revolverse incómodo ante tanta ostentación.
Tras una caminata que les pareció eterna acabaron llegando a un claro decorado con guirnaldas y banderillas con el escudo del ducado, así como un gran número de lámparas colgantes que resplandecían con una luz suave y cálida. En el centro del claro había una gran mesa rectangular de madera blanca, repleta de botellas de vino y aperitivos que en estos momentos degustaban los invitados a la cena, rodeados por una nube de sirvientes. El mayordomo que les acompañaba les anunció al resto de invitados e iba a indicarles sus asientos cuando fue interrumpido por unos gritos.
— ¡¿Qué pasa aquí?! —exclamó con voz histérica uno de los invitados que se sentaba en la mesa, un anciano de rostro arrugado y largos cabellos blancos. Señaló a los recién llegados con un dedo esquelético que no paraba de temblar—. ¿Qué hacen aquí los herederos de Aquaviva y Nagareth?
— He ganado el torneo del casino “La Perla Dorada”, consiguiendo con ello el derecho de participar en esta cena, anciano —respondió el enmascarado—. El heredero de Aquaviva tan sólo me acompaña.
— No puede ser —murmuró con un ápice de voz mientras se llevaba la mano derecha al rostro, tan nervioso que todo su cuerpo se sacudía preso de temblores. Sus ojos miraron en todas direcciones hasta que encontró a quien buscaba; un hombre joven de figura atlética, cabellos castaños y pálida piel que observaba con abierto interés al heredero de Nagareth. Al darse cuenta que Rego le miraba le saludó con la cabeza y reveló una sonrisa tan encantadora que hubiese hecho derretirse a cualquier mujer con ojos en la cara—. Hemdal, tú sabías esto, ¿verdad? ¿Por qué no me dijiste nada?
El llamado Hemdal se encogió de hombros.
— Sí, estaba informado que vendrían a la cena, Nyarmo, y no te avisé precisamente porque temía que te pusieses así. Pero, ¿qué más da? ¿Qué importancia tiene qué hayan venido?
— ¿Que qué más da? —preguntó Nyarmo, masticando las palabras—. Tiene mucha importancia, joven necio. Sólo acepté venir a esta cena por orden expresa de la Reina de Invierno, sabiendo muy bien a qué me exponía por tratar con Helena. Pero me niego a estar junto a estos dos herederos, especialmente —miró de reojo a Rego mientras su cuerpo se estremecía de un escalofrío— con ése. Me voy de aquí. ¡Ahora mismo!
Dicho y hecho, Nyarmo dejó su asiento e ignorando las súplicas de los sirvientes, que le rogaban que esperase a la heredera, se marchó con una rapidez que resultaba sorprendente en alguien tan anciano. Mientas se alejaba, Rego se dio cuenta de que Nyarmo llegó al extremo de rodear el camino principal para mantenerse alejado de los dos herederos.
Tras su partida se extendió un silencio incómodo por la mesa. Los sirvientes se miraban los unos a los otros sin saber qué hacer, los invitados se dividían entre los que prestaban una repentina atención por sus copas y los que observaban sin disimulo a los herederos, y Rego se sentía como un niño pequeño al que le castigan sin tener ni idea de porqué.
— Esta es la primera vez que alguien me demuestre tan claramente que no le caigo bien antes siquiera de hablar con él —bromeó Rego rompiendo el silencio y provocando un estallido de risas, aunque en realidad se sentía muy inquieto ante el extraño comportamiento del anciano—. ¿Alguien me podría decir, por los dioses, a qué venía eso?
Durante un segundo le pareció ver que Bant se revolvía incómodo, pero cuando se giró para observarlo con más detenimiento tenía el mismo aspecto imperturbable de siempre. Debía habérselo imaginado.
— No te preocupes por Nyarmo —dijo Hemdal haciendo un gesto desdeñoso con la mano—. Es un reputado sabio, pero está lleno de las preocupaciones y miedos sin sentido propios de su edad. En todo caso su ausencia es mejor para el resto de los invitados, ya que ahora tenemos un competidor menos. Aunque no creo que un anciano supusiese un obstáculo para conquistar la mano de una mujer.

Rego asintió, dándole la razón. Seguramente no sea nada más que el miedo sin sentido de un hombre anciano, pensó mientras veía la lejana figura de Nyarmo abandonar el jardín a toda prisa. No será nada, se dijo a si mismo, echando a un lado la inquietante sensación, como una quemazón de estómago, que sus palabras le habían despertado.

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