El palacio de
los duques de La Costa Verde mostraba el estilo arquitectónico característico
propio de esta tierra llevado al extremo. Construido con el fin de ser el más
bello y lujoso edificio de una ciudad en la que el arte y las obras maestras
abundaban, todo en él había sido pensado para hacer ostentación de riqueza y
buen gusto por encima de la comodidad y lo práctico.
Constaba de decenas de torres, elegantes agujas plateadas que
resplandecían reflejando la luz del Sol y cegaban a cualquier desafortunado que
caminase por las calles cercanas al palacio. Las murallas estaban cubiertas por
frondosas enredaderas y decoradas con figuras grabadas en la piedra, narrando
sin palabras las mayores obras de teatro del ducado. Era hermoso hasta el punto
de resultar conmovedor recorrerlas, aunque desde luego no ofrecían gran
protección contra los ladrones o asaltantes con tantos puntos de apoyo.
El interior del palacio seguía el mismo estilo, la misma filosofía. Alfombras
traídas de más allá del océano y tejidas con telas de vivos colores y
complicados patrones cubrían todas las escaleras, así como buena parte de los
pasillos. Eran realmente preciosas, pero sufrían desperfectos con facilidad, y
repararlas debía costar una fortuna. Retratos de los antiguos duques pintados
por los mejores maestros decoraban las paredes y salas del palacio, así como
bustos tallados en mármol y granito de diversos antepasados que se remontaban
hasta los primeros tiempos del ducado. Resultaba impresionante y hasta
instructivo, pero también era un nido para las telarañas y el polvo. Y así
pasaba con todo en el palacio, donde se valoraban los materiales más por lo
exótico de su procedencia y su originalidad que no por su calidad o utilidad,
necesitando un mantenimiento y reparación constante en muchos casos. Por
suerte, los esclavos eran abundantes y baratos.
Incluso en el enorme jardín donde se celebraba la cena que decidiría
quién sería el marido de la heredera del ducado sucedía lo mismo. Rego
contemplaba maravillado las figuras de jade que adornaban los arbustos, el lago
con peces del océano Exterior, los árboles de las junglas de Siempreverde, las
flores traídas de cualquier otro rincón lejano del mundo, y no podía evitar
preguntarse: ¿cuánto cuesta todo esto?
—Síganme,
herederos —les pidió amablemente el mayordomo del palacio, un hombre mayor con
unas largas y espesas patillas negras y que se movía con tanto silencio que
parecía que ni respiraba—. Les acompañaré al lugar donde celebraremos la cena.
— Ah, ¿pero no es en el jardín? —preguntó Rego—. A la entrada del palacio
los guardias nos dijeron que la cena con todos los candidatos a casarse con
Helena se haría allí.
— Si, heredero, los guardias les han informado bien. Pero éste jardín
tiene una extensión considerablemente grande, así que para evitar que puedan
perderse y llegar con retraso a la cena yo les haré de guía.
Rego asintió, un tanto extrañado. En su propio palacio tenía un jardín de
dimensiones muy parecidas -aunque desde luego con unos elementos menos exóticos-
y nunca había oído que se tomasen este tipo de medidas; un invitado tenía que
ser muy despistado para perderse.
¿Nos están insultando
disimuladamente o me estoy perdiendo algo?
La respuesta a su propia pregunta no tardó en llegarle mientras seguían
al mayordomo, quien cada pocos metros se detenía para explicarles el origen de
una hermosa rosa de color azul, lo mucho que había costado conseguir un árbol
de fuego de las lejanas tierras de Ahab o lo inspirado que había estado el
arquitecto al diseñar el lago del jardín. La verdadera función del mayordomo no
era mostrarles el camino, si no explicarles cuan grandioso y especial era todo
lo que estaban viendo. Rego puso su mejor sonrisa de circunstancias, fastidiado
de que le obligasen a tragarse este rollo, e incluso Bant pareció revolverse
incómodo ante tanta ostentación.
Tras una caminata que les pareció eterna acabaron llegando a un claro
decorado con guirnaldas y banderillas con el escudo del ducado, así como un
gran número de lámparas colgantes que resplandecían con una luz suave y cálida.
En el centro del claro había una gran mesa rectangular de madera blanca,
repleta de botellas de vino y aperitivos que en estos momentos degustaban los
invitados a la cena, rodeados por una nube de sirvientes. El mayordomo que les
acompañaba les anunció al resto de invitados e iba a indicarles sus asientos
cuando fue interrumpido por unos gritos.
— ¡¿Qué pasa aquí?! —exclamó con voz histérica uno de los invitados que
se sentaba en la mesa, un anciano de rostro arrugado y largos cabellos blancos.
Señaló a los recién llegados con un dedo esquelético que no paraba de temblar—.
¿Qué hacen aquí los herederos de Aquaviva y Nagareth?
— He ganado el torneo del casino “La Perla Dorada”, consiguiendo con ello
el derecho de participar en esta cena, anciano —respondió el enmascarado—. El
heredero de Aquaviva tan sólo me acompaña.
— No puede ser —murmuró con un ápice de voz mientras se llevaba la mano
derecha al rostro, tan nervioso que todo su cuerpo se sacudía preso de
temblores. Sus ojos miraron en todas direcciones hasta que encontró a quien
buscaba; un hombre joven de figura atlética, cabellos castaños y pálida piel
que observaba con abierto interés al heredero de Nagareth. Al darse cuenta que
Rego le miraba le saludó con la cabeza y reveló una sonrisa tan encantadora que
hubiese hecho derretirse a cualquier mujer con ojos en la cara—. Hemdal, tú
sabías esto, ¿verdad? ¿Por qué no me dijiste nada?
El llamado Hemdal se encogió de hombros.
— Sí, estaba informado que vendrían a la cena, Nyarmo, y no te avisé
precisamente porque temía que te pusieses así. Pero, ¿qué más da? ¿Qué
importancia tiene qué hayan venido?
— ¿Que qué más da? —preguntó Nyarmo, masticando las palabras—. Tiene
mucha importancia, joven necio. Sólo acepté venir a esta cena por orden expresa
de la Reina de Invierno, sabiendo muy bien a qué me exponía por tratar con
Helena. Pero me niego a estar junto a estos dos herederos, especialmente —miró
de reojo a Rego mientras su cuerpo se estremecía de un escalofrío— con ése. Me
voy de aquí. ¡Ahora mismo!
Dicho y hecho, Nyarmo dejó su asiento e ignorando las súplicas de los
sirvientes, que le rogaban que esperase a la heredera, se marchó con una
rapidez que resultaba sorprendente en alguien tan anciano. Mientas se alejaba,
Rego se dio cuenta de que Nyarmo llegó al extremo de rodear el camino principal
para mantenerse alejado de los dos herederos.
Tras su partida se extendió un silencio incómodo por la mesa. Los
sirvientes se miraban los unos a los otros sin saber qué hacer, los invitados
se dividían entre los que prestaban una repentina atención por sus copas y los
que observaban sin disimulo a los herederos, y Rego se sentía como un niño
pequeño al que le castigan sin tener ni idea de porqué.
— Esta es la primera vez que alguien me demuestre tan claramente que no
le caigo bien antes siquiera de hablar con él —bromeó Rego rompiendo el
silencio y provocando un estallido de risas, aunque en realidad se sentía muy
inquieto ante el extraño comportamiento del anciano—. ¿Alguien me podría decir,
por los dioses, a qué venía eso?
Durante un segundo le pareció ver que Bant se revolvía incómodo, pero
cuando se giró para observarlo con más detenimiento tenía el mismo aspecto
imperturbable de siempre. Debía habérselo imaginado.
— No te preocupes por Nyarmo —dijo Hemdal haciendo un gesto desdeñoso con
la mano—. Es un reputado sabio, pero está lleno de las preocupaciones y miedos
sin sentido propios de su edad. En todo caso su ausencia es mejor para el resto
de los invitados, ya que ahora tenemos un competidor menos. Aunque no creo que
un anciano supusiese un obstáculo para conquistar la mano de una mujer.
Rego asintió, dándole la razón. Seguramente
no sea nada más que el miedo sin sentido de un hombre anciano, pensó
mientras veía la lejana figura de Nyarmo abandonar el jardín a toda prisa. No será nada, se dijo a si mismo,
echando a un lado la inquietante sensación, como una quemazón de estómago, que
sus palabras le habían despertado.
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