La tercera ronda
acabó dejando a tan sólo ocho jugadores para disputar la última que decidiría
el ganador del torneo. El público rugía enfervorizado, cada vez más excitados y
nerviosos porque se acercaba el esperado desenlace final tras un largo día de
vibrantes emociones.
Baltasar, Lord Guasón, Bant, Sezan y otros cuatro jugadores profesionales
habían conseguido llegar a la final que se disputaría en la mesa central de la
sala para facilitar a todos los presentes contemplar el espectáculo, que se
suponía sería muy reñido. En esta ocasión, sólo uno ganaría. Los jugadores
deberían jugárselo el todo por el todo.
— Señores —anunció en voz alta Gespire, quién estaba situado al lado de
la mesa donde en breves momentos empezaría la cuarta y última ronda del torneo—.
Ante nosotros tenemos a los mejores jugadores de los siete ducados, auténticos
maestros de este noble arte que competirán por el mejor de los premios. Para
esta última ronda, con el objetivo de garantizar el espectáculo y el juego
limpio, habrá un tiempo límite de tres horas y yo haré de crupier y comprobaré
las apuestas de los jugadores. Además, para asegurar que ninguno de los participantes
hará trampas utilizaremos piedras de geas.
Las piedras de geas eran antiguos artefactos mágicos que se utilizaban
para comprobar la veracidad de los juramentos, brillando con un resplandor
verdoso si una persona la sostenía entre sus manos y decía una frase que fuese
verdad. Para la mayoría de la gente no eran más que una leyenda, pero Bant
había verificado su existencia en la biblioteca de Nagareth.
Por supuesto, jamás había visto una. Eran artefactos carísimos, y el
hecho que el casino pudiese permitirse tener ocho demostraba cuánto dinero -y
poder- movía.
— Tras cada partida —continuó
Gespire, en un tono de voz alto y claro que no parecía poder provenir de su
pequeña persona—, cada jugador sostendrá una piedra de geas y pronunciará las
siguientes palabras: “No he hecho trampas en esta partida”. Les ruego perdonen
al casino por las molestias extras que esto les pueda causar —dijo dirigiéndose
a los jugadores—, pero así aseguraremos el buen nombre del torneo.
No puedo ganar, pensó Bant. Hace cuatro días no sabía ni jugar, ¿cómo
voy a ganar a unos maestros de este calibre sin hacer trampas de ningún tipo?
Voy a perder.
Pero se sentó en su asiento, con la misma tranquilidad y confianza que
había mostrado en las anteriores rondas, aunque en su interior fuese un mar de
nervios. Debía intentarlo, debía seguir hasta el final por muy difícil que
pareciese su victoria. Había hecho una promesa.
Su mirada se desvió hacía Rego,
quien intentó tranquilizarle con una sonrisa y levantando el pulgar, como si
todo fuese a salir bien. Un loable intento que se echaba a perder por que el
dedo le temblaba y la sonrisa se veía más falsa que un diamante a precio de
saldo.
Ese tonto de Rego, pensó Bant
llevándose la mano al rostro, podría
esforzarse un poco más en hacerme creer que esto no es imposible. En fin, al menos puedo contar con su apoyo moral.
Era algo. Aún tenía una posibilidad de ganar.
Tras repartir las fichas a cada jugador, Gespire anunció el comienzo de
la cuarta y última ronda del torneo. Con su rostro oculto por la máscara que
llevaba siempre, Bant aprovechó este breve momento de pausa para estudiar a sus
rivales. Baltasar, el vigente campeón, con su permanente sonrisa en los labios
y su risa ensordecedora. Sezan, el joven jugador que había sorprendido por su
juego agresivo. Lord Guasón, el antiguo campeón, marcado por la esclavitud que
había sufrido. Tampoco podía descartar a los otros cuatro participantes, no tan
famosos, pero con décadas de experiencia a sus espaldas. Cualquiera de ellas
podía ganar el torneo, aunque el público, claro está, tenía sus favoritos. Las
apuestas se sucedían con rapidez y el dinero cambiaba de manos más veloz aún,
en un alboroto que no hacía más que crecer y que casi resultaba insoportable.
Según fue avanzando el juego Bant acabó por concentrarse tanto en las
cartas que llegó a ignorar por completo a los ruidosos espectadores. No
tardaron en llegar las primeras apuestas altas, las derrotas amargas y las
jugadas extraordinarias. El primer jugador cayó eliminado a los veinte minutos
de juego tras acumular varias derrotas seguidas y apostar todas las fichas que
le quedaban contra Baltasar, que le ganó muriéndose de la risa y con un póquer
que nadie esperaba. El segundo aguantó media hora más, para acabar arruinado
ante Lord Guasón y su rostro carente de toda emoción.
Bant iba bastante bien, para su sorpresa. La suerte le sonreía y estaba
recibiendo buenas cartas, y como jugaba sin tomar ningún riesgo y realizando la
apuesta mínima cuando no veía la partida favorable no sólo estaba logrando
evitar la derrota, sino que incluso acumulaba algunas fichas a su favor gracias
a una victoria de tanto en tanto. Pero no podía compararse con las fortunas que
tenían tanto Baltasar como Lord Guasón; debía hacer algo o cada vez estaría más
lejos de alcanzarles. Si al menos pudiese hacer una sola trampa, una única
trampa que le permitiese ganar lo suficiente para superarles y poder ganar el
torneo…
Una exclamación de sorpresa e indignación generalizada le despertó de sus
pensamientos. Sezan había realizado el juramento ante su piedra de geas y esta
no había brillado, lo que indicaba que había mentido y que por lo tanto había
hecho trampas. Entre abucheos del público fue arrastrado fuera de la sala por
los guardias del casino, sin darle siquiera tiempo a excusarse o a despedirse.
No había cortesía ni segundas oportunidades para los tramposos.
— Les ruego perdonen el incidente,
caballeros — se excusó Gespire—. Que los cinco jugadores restantes continúen el
juego, por favor.
Un escalofrío recorrió a Bant; ese podía haber sido su destino. Estaba claro
que no podía hacer trampas, debía confiar en las posibilidades que tenía para
ganar por pequeñas que fuesen.
Los minutos pasaban con rapidez en la mesa de juego, viéndose el
protagonismo de la ronda cada vez más acaparado por los dos grandes favoritos:
el gigante del sur y el antiguo esclavo de rostro imperturbable. Se enfrentaron
en numerosas ocasiones y al principio la victoria se repartía una vez para uno
y la siguiente para el otro, pero con el paso de las partidas las fichas
empezaron a acumularse ante Lord Guasón. No por eso Baltasar dejaba de sonreír,
ese hombre mostraba una absoluta confianza en su victoria.
Cuando se cumplían las dos horas de duración de la ronda, Baltasar apostó
todas las fichas que le quedaban en una partida en la que todos los jugadores
se habían retirado a excepción de Lord Guasón, acción que no le sorprendía a
Bant. Con tres cartas de picas sobre la mesa bastaba con que un jugador tuviese
sus cartas de ese palo para tener color, una combinación con toda probabilidad
ganadora. Desde el principio Baltasar había jugado fuerte, así que todo
indicaba que ése era su caso.
— Iguala la apuesta, Lord Guasón —
le pidió el gigante del sur con una sonrisa desafiante—. Después de todo, ¿y si
voy de vacío? No tendrás otra oportunidad como ésta de vencerme.
Sin mirar a las cartas ni a su oponente, el antiguo esclavo igualó la
apuesta.
— Sé que te estás tirando un
farol, campeón. Puede que creas que manteniéndote siempre alegre y riendo como
un estúpido borracho puedes engañarme, pero te equivocas —dijo Lord Guasón, su
voz sonando tan indiferente como si estuviese hablando del tiempo—. Cuando no
estás seguro de la victoria tu sonrisa siempre se retrasa una fracción de
segundo de más en las comisuras de los labios.
Gritos de excitación y sorpresa recorrieron al público cuando se
mostraron las cartas y se demostró quién de los dos tenía razón, pues la
solitaria pareja de Baltasar no pudo hacer nada contra la doble pareja del
antiguo campeón. El hombretón se quedó mirando las caras como si le hubiesen
traicionado; con su eterna sonrisa muriendo lentamente hasta convertirse en una
mueca rota y desolada.
A falta de una hora para el final
de la ronda se retiraba uno de los grandes favoritos, dejando a cuatro
jugadores para disputarse un torneo que ya parecía tener un ganador claro: Lord
Guasón. Todo el mundo parecía haberlo asumido, todos excepto Bant, que no
pensaba rendirse. Partida tras partida intentaba conseguir la primera posición
en la mesa, pero aunque las cartas le respondían y seguía aumentando sus
ganancias, estaba lejos de poseer la habilidad del antiguo esclavo. Para su
frustración éste siempre se mantenía a una distancia cómoda por delante suyo.
Así llegó la última partida de la última ronda del torneo, y Lord Guasón seguía
en cabeza. Bant iba segundo, una posición que parecía un milagro para alguien
con su experiencia.
No es que eso importase mucho. Sólo podía haber un ganador.
— ¿Conseguirá una vez más lo
imposible el enmascarado?
Esa pregunta se repetía una y otra vez, a lo largo de toda la sala, con
la voz de decenas de personas. El corredor de apuestas que buscaba aumentar los
beneficios. La mujer que hablaba con su esposo, deseando presenciar un momento
tan emocionante. El noble que hablaba
con sus esclavos, olvidándose por un momento de la diferencia entre ambos.
Incluso jugadores ya retirados de la competición lo discutían entre ellos. ¿No
había derrotado ya a dos herederos, cambiando para siempre la historia de dos
ducados? ¿Por qué no iba a ganar de nuevo esta vez, contra todos los
pronósticos?
Bant no creía que fuese a lograrlo. Ahora no tenía ningún plan astuto ni
elaborado engaño, sólo una pequeña y loca esperanza a la que se aferraba con
uñas y dientes. Desvió la mirada un instante a Rego, tiempo suficiente para que
el heredero volviese a intentar animarlo levantando el pulgar. Al menos esta
vez no le temblaba.
Tras repartir el crupier las
cartas iniciales de cada jugador, tan sólo tenía un ocho de tréboles y una J de
corazones, lo que quizás podía llevar a una escalera si tenía suerte, mucha
suerte. Tenía la impresión de que cualquier otro jugador con esas cartas y dada
la situación se hubiese rendido ya y aceptado la derrota. Pero el enmascarado
no pensaba hacerlo.
No. Jamás.
Tras la apuesta inicial, el crupier mostró las tres primeras cartas
comunes a todos los jugadores: un as, un nueve y un diez. Bant realizó una
fuerte apuesta que el resto de jugadores igualaron, era la última partida y
había que jugárselo todo. La cuarta carta común que mostró el crupier fue un
as, arrancando un suspiro de fastidio del enmascarado que atrajo la mirada
astuta de Lord Guasón.
Ahora tan sólo me vale una carta
para formar una escalera: una reina. Si no, no tendré nada… Y creo que Lord
Guasón lo sabe.
— Señores, hagan sus apuestas —dijo
el crupier, Gespire.
Bant apostó todas sus fichas, fingiendo una confianza y seguridad que
estaba lejos de tener. Dos rivales se retiraron, viendo que no tenían ninguna
posibilidad de ganar parecía que no estaban dispuestos a entregar sus fichas al
misterioso enmascarado, prefiriendo así que ganase el antiguo campeón que al
menos era un jugador como ellos. Pero cuando le llegó el turno a Lord Guasón
éste dudo qué hacer. Después de todo, aunque Bant ganase la partida él seguiría
en cabeza, no tenía necesidad de continuar apostando.
— Antes me dijiste que a ti no te
afectarían los encantos de Helena, la heredera de La Costa Verde —le recordó
Lord Guasón al enmascarado—. ¿Cómo puedes estar tan seguro?
Gespire frunció el ceño, y tanto los jugadores como las personas del
público más cercanas a la mesa del juego abrieron los ojos y murmuraron entre
si, extrañados ante las palabras del antiguo esclavo.
— No lo puedo decir —respondió
Bant—. Pero de la misma manera que derroté a Marcus y a Balthar a pesar de sus
bendiciones, haré lo mismo con Helena. Tendrás que creerme.
— ¿Y también tengo que creerte
cuando dices que acabarás con la esclavitud?
El silencio se extendió lentamente por la sala conforme los rumores de la
conversación llegaban a todos los oídos. Cuando finalmente el enmascarado
habló, su voz fue la única que se podía oír, y sonó alta y clara, sin el menor
atisbo de duda.
— Veinte años. Necesito veinte
años para poder realizar un cambio tan grande como éste en la sociedad, pero te
prometo que no volverá a haber esclavos y que ningún hombre será el dueño de
otro, ni aquí ni en ninguno de los siete ducados.
Lord Guasón movió la cabeza a un lado, sopesando la promesa de Bant.
— Muy bonito, pero siempre según
tu palabra. ¿Por qué debería creerte? No he conocido a ningún noble que
mantuviese su palabra a un plebeyo, mucho menos a un antiguo esclavo-. Miró
fijamente al enmascarado heredero, escrutándolo con sus ojos incapaces de revelar
la más mínima emoción—. Pero tú pareces diferente. Quizás lo seas.
Apostó todas las fichas que tenía, igualando y superando con facilidad la
cantidad apostada por el enmascarado.
— Toda mi vida las cartas han
regido mi destino. Por su culpa, perdí la habilidad de reír y llorar. Gracia a
ellas conseguí la libertad. Y en el día de hoy, si ellas deciden que debes
ganar, tendrás tu oportunidad de derrotar a Helena y demostrarme que no mientes.
El silenció seguía cubriendo por completo la sala, todos los ojos
pendientes de esta partida que decidiría el ganador del torneo. El crupier
mantuvo el suspense durante unos segundos antes de mostrar la quinta y última
carta común a ambos jugadores.
— Muestren sus cartas.
Lord Guasón se adelantó y dio la vuelta a su mano, en la que tenía una
pareja de ases. Junto con el as que había en las cinco cartas comunes poseía un
trío de ases, una combinación muy valiosa, pero que podía ser superada.
Finalmente, el enmascarado mostró sus cartas, provocando un estallido de
gritos de emoción e incredulidad. Con las dos cartas que había recibido al
principio, un ocho y una J, más el nueve, el diez y la última carta mostrada por
el crupier tenía una escalera. Bant había ganado.
Lord Guasón no pareció mostrar reacción alguna, su expresión tan calmada
e indiferente como siempre. Pero en sus ojos, en los que un observador muy
atento podía adivinar una diminuta chispa de interés, se detuvieron a observar
la carta que le había dado la victoria a su rival: la reina de corazones.
La sala estaba casi a oscuras, iluminada tenuemente por la luz de la luna
que entraba a través de la luna abierta. Contra ella se adivinaba el solitario
perfil de una mujer; la mujer más hermosa del mundo.
— Mi señora —dijo el recién llegado—,
el heredero de Nagareth ha ganado.
Helena sonrió, satisfecha.
— Bien hecho, Gespire. Estoy muy
contenta.
Una oleada de felicidad inundó al hombrecillo ante la alabanza de la
heredera, que aun así no pudo reprimir su curiosidad.
— ¿Pero, por qué, mi señora? ¿Por
qué me habéis pedido que ayudase a ganar al heredero de Bant sirviéndole
mejores cartas que a sus rivales? ¿Por qué queríais que ganase?
— ¿Por qué, me preguntas, mi
querido Gespire?
Rió, una risa deliciosa y encantadora que haría derretirse de amor a
cualquier hombre.
— Porque así es más divertido.
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