lunes, 15 de diciembre de 2014

Capítulo 13 (Parte 3) - En La Costa Verde

    ¡Melones! ¡Melones verdes y jugosos, los primeros de la temporada!
    ¡Conejos erizo de mascota! ¡Cariñosos, peludos y pequeñitos!
— ¡El mejor vino del sur, botellas de Montnant y Rioma! ¡Compren antes de que se acaben!


Aunque parecía imposible, los gritos de los vendedores anunciando sus productos se alzaban por encima del rumor constante de las masas que recorrían el mercado. Ciudadanos con sus máscaras y ropas extrañas, mercaderes buscando una oportunidad, amas de casa comprando la cena, esclavos cumpliendo algún encargo o acompañando a su amo, familias con sus críos lloricas y curiosos, ancianos sentados en un banco que discutían vete-a-saber-tú-qué, muchachos de no más de diez años corriendo de un lado a otro, guardias atentos a cualquier robo, artistas ambulantes, abogados que se ofrecían a defender tus derechos en un trato a cambio de un módico precio… Había un mundo entero de personas, y todas y cada una de ellas hablaban, reían, gritaban, y en general, armaban follón.
Resultaba ensordecedor, pero Rego estaba acostumbrado. Después de todo había crecido en Aquaviva, el único puerto que daba al océano de los siete ducados, por lo que estaba habituado a las multitudes apelotonadas, a los gritos continuos, la lluvia de olores -sudor, pieles, especies, peces frescos y otros no tanto, así como un centenar de alimentos más- y al interminable regateo. Incluso se sorprendió a si mismo sonriendo con nostalgia cuando una mujer gorda como un elefante de las llanuras tropezó, pisándole el pie y haciéndole ver las estrellas.
Es increíble las cosas que puedes llegar a echar de menos, pensó con lágrimas de dolor en los ojos y caminando a la pata coja.
Aun así, tenía que reconocer que el mercado de Sadoma resultaba impresionante. Era aún más grande que el de su ciudad natal, y por imposible que pareciese dada su situación geográfica, ofrecía una mayor variedad de productos y servicios. Viendo los cientos, no, millares de puestos de venta, tiendas y bazares, Rego creía que le haría falta por lo menos una semana para examinarlo a conciencia.
    Vamos, Rego —dijo Bant—. No te despistes o nos perderemos.
    Ya voy, ya voy.
Todavía caminando un poco cojo, fue detrás del enmascarado que avanzaba, si bien no muy rápido, tampoco sin pausa. Bant no había dicho ni una palabra tras confesar que no tenía ni idea de jugar a cartas; simplemente había salido del casino disparado y seguido las indicaciones que llevaban al mercado, mientras Rego iba detrás de él con una mueca de perplejidad.
Por supuesto no le había dicho con qué propósito estaban recorriendo el mercado; eso hubiese sido ser claro y directo, y si algo no era el enmascarado era precisamente eso.
Me pregunto si ha entrenado para ser tan misterioso o le sale natural, pensó Rego mientras miraba de reojo las tiendas que iban pasando. Según se adentraban más y más en el mercado las mercancías fueron cambiando, hasta que llegó un momento en que ya no había manzanas, abrigos o elaborados dulces a la venta, sino el producto de más éxito y por el que era conocido la Costa Verde: personas.
Se encontraban en el mercado de esclavos.
Rego nunca había podido presenciar la venta de esclavos, ya que en los otros ducados estaba prohibida la venta… aunque permitida la propiedad, lo que resultaba, según como decía su propio padre cuando había bebido demasiado, muy conveniente de cara a presumir de moral y ética al mismo tiempo que se mantenía contento a los mercaderes y a la nobleza. Era de hipócritas, por supuesto, pero a Rego nunca le había preocupado demasiado. Era una realidad más de la vida.
Los esclavos se exponían a la vista de todo el mundo sobre tarimas elevadas; desnudos y encadenados de pies y brazos, permanecían en un segundo plano mientras el mercader de turno presentaba su “mercancía”. Artistas caídos en desgracia, cabezas de familia que ahogados por las deudas que se habían vendido a si mismos para alimentar a sus hijos, ladrones y guardias corruptos, soldados condenados por cobardía en la batalla, jovencitas entrenadas en el arte del placer… Buscando y con el dinero suficiente podías comprar la persona con las habilidades, o el aspecto, que quisieras.
¿Qué sería de las vidas de estos esclavos una vez fuesen comprados? Sus mejillas se tiñeron de rojo al observar sus cuerpos desnudos, pero no podía evitar seguir mirándolos, preso de una curiosidad morbosa. Gordos, flacos, mutilados, ancianos y niños, todos expuestos sin ninguna vergüenza, como si no fuesen más que carne en un mercado. Su mirada se cruzó con la de una muchacha, con el pelo tan descuidado que parecía un estropajo y tan delgada que las costillas se le marcaban sobre la piel. Tras su rostro sucio y sus ojos vacíos el heredero de Aquaviva consiguió leer dos emociones: miedo, y una chispa de esperanza condenada antes de nacer.
Rego apartó la vista, incapaz de sostenerle la mirada.
— ¿Qué hacemos aquí, Bant? —preguntó Rego con un tono más hosco de lo que pretendía. El mercado de esclavos no le estaba sentando nada bien.
— Necesitamos un lugar donde pasar los días hasta el torneo y planear una estrategia —respondió el enmascarado—. Aquí conozco a alguien que nos podrá ayudar.
— ¿Aquí, en serio? —dijo Rego señalando con la mano a las filas de esclavos expuestos y al mercader que, como un maestro narrador, ponía precio a sus historias y a sus vidas—. Si lo que quieres es tener un sitio donde dormir y poder hablar podemos ir a una posada o incluso a un hotel, donde tendrían un baño con agua caliente y sabanas limpias. No sé qué pintamos aquí.
— Ahora que hemos revelado nuestras identidades no estaremos tranquilos ni en una posada ni en un hotel, Rego. Cada tres minutos tendríamos un paje, enviado por algún noble o rey mercader, ante la puerta de nuestra habitación solicitando nuestra atención. Por no hablar de los ladrones, asesinos y criminales de todo tipo que nos acosarían.
    Entonces, ¿qué propones?
El enmascarado hizo una pausa antes de responder.
— Tengo… Nagareth tiene agentes en el resto de ducados, hombres y mujeres que nos proporcionan información y ayuda cuando es necesaria. Uno de ellos es un mercader de esclavos y espero que nos pueda llevar a un piso seguro para pasar unos días.
¿Agentes, eh? Más bien querrás decir espías, corrigió mentalmente Rego.
— Entiendo —dijo Rego adoptando una sonrisa cómplice. Todo ducado que se precie tenía sus espías, Aquaviva tenía más de dos docenas repartidos entre los siete ducados y el resto del mundo—. Me sorprende que un ducado tan pobre como Nagareth pueda mantener tantos “agentes” como comentas.
— Precisamente porque somos pobres, y vulnerables, no podemos permitirnos el lujo de no tener agentes —replicó Bant—. Vamos. Debería estar por aquí cerca.
Al final necesitaron diez minutos más para encontrar el mercader de esclavos que trabajaba para el ducado de Nagareth, pero a partir de ahí todo fue rodado. El agente les proporcionó una joven guía, una muchacha de cabellos azules y voz estridente, que les llevó hasta un pequeño piso en la zona más pobre de la ciudad.
Apestaba a orín y a excrementos de rata, los muebles tenían un dedo de polvo por encima y las telarañas estaban en todos los rincones, pero al menos era un lugar seguro con dos camas y un techo sobre sus cabezas. Después de tantos días viajando a caballo y durmiendo en el camino Rego había aprendido a mirar las cosas por el lado bueno.
Eso no quitaba el hecho de que hubiese dado un brazo por dormir en una cama mullida y disfrutar de un baño con espuma, claro.
Una vez Bant despidió a la muchacha de pelo azul, Rego desplegó las cartas de una baraja de póquer sobre la cama y le hizo un gesto al heredero de Nagareth para que se sentase al otro lado. Tras unos segundos de duda Bant así lo hizo, aunque se situó más lejos de lo que Rego esperaba, casi tocando el borde de la cama.
    Tengo una idea para que puedas ganar el torneo, Bant.
    Soy todo oídos —dijo Bant.
Rego sonrío. Incluso con la máscara que le ocultaba el rostro podía darse cuenta que Bant estaba intrigado.
—Para ser un buen jugador de cartas debes tener muchas cualidades: saber valorar los riesgos, calcular rápidamente las probabilidades, reconocer los tics y gestos involuntarios del resto de jugadores para saber cuándo van de farol y cuando no… Un montón de habilidades que se aprenden y se van puliendo tras realizar cientos, miles de partidas. Además de tener un rostro inexpresivo que no muestre la menor alegría aun teniendo una escalera de color en la mano, la llamada “cara de póquer”.
    Son muchas cosas. ¿Crees que puedo aprenderlas todas de aquí al torneo?
Rego negó con la cabeza.
    Es imposible.
Alzó la mano, interrumpiendo a Bant cuando iba a protestar.
— No te preocupes, a pesar de tu ignorancia en todo lo relativo al póquer tienes cuatro puntos a tu favor que te pueden hacer ganar el torneo.
— Explícate, gran genio del póquer que puede hacer ganar hasta a alguien tan ignorante como yo —dijo irónicamente el enmascarado, provocando una sonrisa en Rego que no se esperaba un comentario de este tipo de su serio amigo. Por lo visto había una capa de humor bajo tanto secretismo.
— El primer punto no es otro que tu máscara y tus ropas. Aprovechándote de tu posición como heredero puedes llevar tu vestimenta habitual que hace casi imposible saber lo que piensas. Si sumamos a eso tu carácter reservado tenemos que nadie podrá deducir por tus gestos cómo de buenas son tus cartas.
— El segundo punto es que yo estaré allí como invitado, así que puedo observar al resto de jugadores y estar atento a su manera de jugar para explicártelo más tarde. Te irá bien una vez pasen las primeras rondas y queden los mejores.
— Tu bendición es el tercer punto. Es el gran secreto, el gran misterio de los siete ducados. Nadie sabe cuál es, y por lo que se sabe, podría ser cualquier cosa. Usaremos eso a nuestro favor.
— ¿Cómo? —preguntó intrigado Bant. Rego esperó unos segundos antes de continuar, disfrutando en secreto de la sensación de tener al enmascarado pendiente de qué iba a decir o hacer a continuación. Normalmente era al revés, con Rego siempre preguntándose cómo ganaría Bant un desafío, pero al menos en el campo de los juegos de cartas él tenía ventaja. Cuando volviese a casa podría decirle a su madre que tantas horas perdidas en las posadas habían servido para algo.
— Esparciremos el rumor de que tu bendición dice algo como “siempre ganará jugando a póquer”. Unas cuentas monedas en las manos adecuadas, y los jugadores no tardarán en enterarse. Y ese conocimiento, aunque no sea más que un rumor, les afectará. Te tendrán miedo, y el miedo hará que cometan errores.
— Vaya, muy astuto, Rego. Me impresionas.
— No es para tanto, cuando jugaba a póquer acostumbraba a enfrentarme a jugadores mejores que yo, así que debía sacar provecho de todo lo que tenía a mi favor. Y eso nos lleva al cuarto punto, el que asegurará tu victoria.
    ¿Y cuál es?
Recogió las cartas, bajándolas un par de veces ante la atenta mirada del heredero de Nagareth. Con gesto teatral saco las cinco primeras cartas y las desplegó sobre la cama: escalera de color.

    Las trampas.

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