— ¡Melones!
¡Melones verdes y jugosos, los primeros de la temporada!
— ¡Conejos
erizo de mascota! ¡Cariñosos, peludos y pequeñitos!
— ¡El mejor vino del sur, botellas de Montnant y Rioma! ¡Compren antes de
que se acaben!
Aunque parecía imposible, los gritos de los vendedores anunciando sus
productos se alzaban por encima del rumor constante de las masas que recorrían
el mercado. Ciudadanos con sus máscaras y ropas extrañas, mercaderes buscando
una oportunidad, amas de casa comprando la cena, esclavos cumpliendo algún
encargo o acompañando a su amo, familias con sus críos lloricas y curiosos,
ancianos sentados en un banco que discutían vete-a-saber-tú-qué, muchachos de
no más de diez años corriendo de un lado a otro, guardias atentos a cualquier
robo, artistas ambulantes, abogados que se ofrecían a defender tus derechos en
un trato a cambio de un módico precio… Había un mundo entero de personas, y
todas y cada una de ellas hablaban, reían, gritaban, y en general, armaban
follón.
Resultaba ensordecedor, pero Rego estaba acostumbrado. Después de todo
había crecido en Aquaviva, el único puerto que daba al océano de los siete
ducados, por lo que estaba habituado a las multitudes apelotonadas, a los
gritos continuos, la lluvia de olores -sudor, pieles, especies, peces frescos y
otros no tanto, así como un centenar de alimentos más- y al interminable
regateo. Incluso se sorprendió a si mismo sonriendo con nostalgia cuando una
mujer gorda como un elefante de las llanuras tropezó, pisándole el pie y
haciéndole ver las estrellas.
Es increíble las cosas que puedes
llegar a echar de menos, pensó con lágrimas de dolor en los ojos y
caminando a la pata coja.
Aun así, tenía que reconocer que el mercado de Sadoma resultaba
impresionante. Era aún más grande que el de su ciudad natal, y por imposible
que pareciese dada su situación geográfica, ofrecía una mayor variedad de
productos y servicios. Viendo los cientos, no, millares de puestos de venta,
tiendas y bazares, Rego creía que le haría falta por lo menos una semana para
examinarlo a conciencia.
— Vamos,
Rego —dijo Bant—. No te despistes o nos perderemos.
— Ya
voy, ya voy.
Todavía caminando un poco cojo, fue detrás del enmascarado que avanzaba,
si bien no muy rápido, tampoco sin pausa. Bant no había dicho ni una palabra
tras confesar que no tenía ni idea de jugar a cartas; simplemente había salido
del casino disparado y seguido las indicaciones que llevaban al mercado,
mientras Rego iba detrás de él con una mueca de perplejidad.
Por supuesto no le había dicho con qué propósito estaban recorriendo el
mercado; eso hubiese sido ser claro y directo, y si algo no era el enmascarado
era precisamente eso.
Me pregunto si ha entrenado para
ser tan misterioso o le sale natural, pensó Rego mientras miraba de reojo
las tiendas que iban pasando. Según se adentraban más y más en el mercado las
mercancías fueron cambiando, hasta que llegó un momento en que ya no había
manzanas, abrigos o elaborados dulces a la venta, sino el producto de más éxito
y por el que era conocido la Costa Verde: personas.
Se encontraban en el mercado de esclavos.
Rego nunca había podido presenciar la venta de esclavos, ya que en los
otros ducados estaba prohibida la venta… aunque permitida la propiedad, lo que
resultaba, según como decía su propio padre cuando había bebido demasiado, muy
conveniente de cara a presumir de moral y ética al mismo tiempo que se mantenía
contento a los mercaderes y a la nobleza. Era de hipócritas, por supuesto, pero
a Rego nunca le había preocupado demasiado. Era una realidad más de la vida.
Los esclavos se exponían a la vista de todo el mundo sobre tarimas
elevadas; desnudos y encadenados de pies y brazos, permanecían en un segundo
plano mientras el mercader de turno presentaba su “mercancía”. Artistas caídos
en desgracia, cabezas de familia que ahogados por las deudas que se habían
vendido a si mismos para alimentar a sus hijos, ladrones y guardias corruptos,
soldados condenados por cobardía en la batalla, jovencitas entrenadas en el
arte del placer… Buscando y con el dinero suficiente podías comprar la persona
con las habilidades, o el aspecto, que quisieras.
¿Qué sería de las vidas de estos esclavos una vez fuesen comprados? Sus
mejillas se tiñeron de rojo al observar sus cuerpos desnudos, pero no podía
evitar seguir mirándolos, preso de una curiosidad morbosa. Gordos, flacos,
mutilados, ancianos y niños, todos expuestos sin ninguna vergüenza, como si no
fuesen más que carne en un mercado. Su mirada se cruzó con la de una muchacha,
con el pelo tan descuidado que parecía un estropajo y tan delgada que las
costillas se le marcaban sobre la piel. Tras su rostro sucio y sus ojos vacíos
el heredero de Aquaviva consiguió leer dos emociones: miedo, y una chispa de
esperanza condenada antes de nacer.
Rego apartó la vista, incapaz de sostenerle la mirada.
— ¿Qué hacemos aquí, Bant? —preguntó Rego con un tono más hosco de lo que
pretendía. El mercado de esclavos no le estaba sentando nada bien.
— Necesitamos un lugar donde pasar los días hasta el torneo y planear una
estrategia —respondió el enmascarado—. Aquí conozco a alguien que nos podrá
ayudar.
— ¿Aquí, en serio? —dijo Rego señalando con la mano a las filas de
esclavos expuestos y al mercader que, como un maestro narrador, ponía precio a
sus historias y a sus vidas—. Si lo que quieres es tener un sitio donde dormir
y poder hablar podemos ir a una posada o incluso a un hotel, donde tendrían un
baño con agua caliente y sabanas limpias. No sé qué pintamos aquí.
— Ahora que hemos revelado nuestras identidades no estaremos tranquilos
ni en una posada ni en un hotel, Rego. Cada tres minutos tendríamos un paje,
enviado por algún noble o rey mercader, ante la puerta de nuestra habitación
solicitando nuestra atención. Por no hablar de los ladrones, asesinos y
criminales de todo tipo que nos acosarían.
— Entonces,
¿qué propones?
El enmascarado hizo una pausa antes de responder.
— Tengo… Nagareth tiene agentes en el resto de ducados, hombres y mujeres
que nos proporcionan información y ayuda cuando es necesaria. Uno de ellos es
un mercader de esclavos y espero que nos pueda llevar a un piso seguro para
pasar unos días.
¿Agentes, eh? Más bien querrás
decir espías, corrigió mentalmente Rego.
— Entiendo —dijo Rego adoptando una sonrisa cómplice. Todo ducado que se
precie tenía sus espías, Aquaviva tenía más de dos docenas repartidos entre los
siete ducados y el resto del mundo—. Me sorprende que un ducado tan pobre como
Nagareth pueda mantener tantos “agentes” como comentas.
— Precisamente porque somos pobres, y vulnerables, no podemos permitirnos
el lujo de no tener agentes —replicó Bant—. Vamos. Debería estar por aquí
cerca.
Al final necesitaron diez minutos más para encontrar el mercader de
esclavos que trabajaba para el ducado de Nagareth, pero a partir de ahí todo
fue rodado. El agente les proporcionó una joven guía, una muchacha de cabellos
azules y voz estridente, que les llevó hasta un pequeño piso en la zona más
pobre de la ciudad.
Apestaba a orín y a excrementos de rata, los muebles tenían un dedo de
polvo por encima y las telarañas estaban en todos los rincones, pero al menos
era un lugar seguro con dos camas y un techo sobre sus cabezas. Después de
tantos días viajando a caballo y durmiendo en el camino Rego había aprendido a
mirar las cosas por el lado bueno.
Eso no quitaba el hecho de que hubiese dado un brazo por dormir en una
cama mullida y disfrutar de un baño con espuma, claro.
Una vez Bant despidió a la muchacha de pelo azul, Rego desplegó las
cartas de una baraja de póquer sobre la cama y le hizo un gesto al heredero de
Nagareth para que se sentase al otro lado. Tras unos segundos de duda Bant así
lo hizo, aunque se situó más lejos de lo que Rego esperaba, casi tocando el
borde de la cama.
— Tengo
una idea para que puedas ganar el torneo, Bant.
— Soy
todo oídos —dijo Bant.
Rego sonrío. Incluso con la máscara que le ocultaba el rostro podía darse
cuenta que Bant estaba intrigado.
—Para ser un buen jugador de cartas debes tener muchas cualidades: saber
valorar los riesgos, calcular rápidamente las probabilidades, reconocer los
tics y gestos involuntarios del resto de jugadores para saber cuándo van de
farol y cuando no… Un montón de habilidades que se aprenden y se van puliendo
tras realizar cientos, miles de partidas. Además de tener un rostro inexpresivo
que no muestre la menor alegría aun teniendo una escalera de color en la mano,
la llamada “cara de póquer”.
— Son
muchas cosas. ¿Crees que puedo aprenderlas todas de aquí al torneo?
Rego negó con la cabeza.
— Es
imposible.
Alzó la mano, interrumpiendo a Bant cuando iba a protestar.
— No te preocupes, a pesar de tu ignorancia en todo lo relativo al póquer
tienes cuatro puntos a tu favor que te pueden hacer ganar el torneo.
— Explícate, gran genio del póquer que puede hacer ganar hasta a alguien
tan ignorante como yo —dijo irónicamente el enmascarado, provocando una sonrisa
en Rego que no se esperaba un comentario de este tipo de su serio amigo. Por lo
visto había una capa de humor bajo tanto secretismo.
— El primer punto no es otro que tu máscara y tus ropas. Aprovechándote
de tu posición como heredero puedes llevar tu vestimenta habitual que hace casi
imposible saber lo que piensas. Si sumamos a eso tu carácter reservado tenemos
que nadie podrá deducir por tus gestos cómo de buenas son tus cartas.
— El segundo punto es que yo estaré allí como invitado, así que puedo
observar al resto de jugadores y estar atento a su manera de jugar para
explicártelo más tarde. Te irá bien una vez pasen las primeras rondas y queden
los mejores.
— Tu bendición es el tercer punto. Es el gran secreto, el gran misterio
de los siete ducados. Nadie sabe cuál es, y por lo que se sabe, podría ser
cualquier cosa. Usaremos eso a nuestro favor.
— ¿Cómo? —preguntó intrigado Bant. Rego esperó unos segundos antes de
continuar, disfrutando en secreto de la sensación de tener al enmascarado
pendiente de qué iba a decir o hacer a continuación. Normalmente era al revés,
con Rego siempre preguntándose cómo ganaría Bant un desafío, pero al menos en
el campo de los juegos de cartas él tenía ventaja. Cuando volviese a casa
podría decirle a su madre que tantas horas perdidas en las posadas habían
servido para algo.
— Esparciremos el rumor de que tu bendición dice algo como “siempre
ganará jugando a póquer”. Unas cuentas monedas en las manos adecuadas, y los
jugadores no tardarán en enterarse. Y ese conocimiento, aunque no sea más que
un rumor, les afectará. Te tendrán miedo, y el miedo hará que cometan errores.
— Vaya, muy astuto, Rego. Me impresionas.
— No es para tanto, cuando jugaba a póquer acostumbraba a enfrentarme a
jugadores mejores que yo, así que debía sacar provecho de todo lo que tenía a
mi favor. Y eso nos lleva al cuarto punto, el que asegurará tu victoria.
— ¿Y
cuál es?
Recogió las cartas, bajándolas un par de veces ante la atenta mirada del
heredero de Nagareth. Con gesto teatral saco las cinco primeras cartas y las desplegó
sobre la cama: escalera de color.
— Las
trampas.
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