Un casino como el de La Perla
Dorada sólo podía existir en la Costa Verde. No era un único edificio, sino
un pequeño conglomerado que iban desde pequeños apartamentos hasta locales tan
grandes como un palacio, unidos por la misma visión comercial y un sueño común:
ganar todo el dinero posible mediante el juego. Juegos de dados, cartas,
carreras, peleas, concursos de acertijos, competiciones de comida, bingo, la
danza de la muerte… Si algo implicaba el juego y se podía ganar dinero con
ello, estaría en La Perla Dorada.
Rego y Bant habían entrado en el
casino y ahora se dirigían al edificio donde se disputaría en cuatro días el torneo
de cartas que otorgaría una posibilidad de ganar la mano de la heredera del
ducado. Para llegar hasta él habían pasado por la plaza más grande que Rego
había visto en su vida, con jardines, bancos para sentarse y descansar tras una
sesión de juego, puestos de comida y de venta de entradas, así como tres
enormes fuentes de las cuales no cesaba de brotar agua y que estaban decoradas
siguiendo la idea de que cuanto más, mejor: había tantas figuras de peces,
caballos, leones, antiguos héroes del ducado y dioses que hacía falta un ojo
avizor y amplios conocimientos para distinguirlas entre sí.
El
exceso es lo que triunfa en este ducado, pensó Rego tapándose la nariz con
la mano para resistir la nube de humo que sobrevolaba toda la plaza y que olía
tan fuerte que le hacía llorar. Había colas de cientos de personas ante los
puestos de venta de entradas; cientos de ciudadanos con máscaras y
estrafalarios vestidos, y cada uno de ellos parecía llevar al menos medio litro
de perfume encima. Rego no sabía cómo los esclavos que acompañaban a los
ciudadanos podían soportarlo.
Con el enmascarado abriendo paso -es
sorprendente lo que una actitud decidida y un uso indiscriminado de los codos
pueden lograr- cruzaron la muchedumbre hasta llegar a la entrada del local.
Allí un par de matones con cara de malas pulgas les miraron con el ceño
fruncido, hasta que revelaron sus sellos de herederos. Entonces sus actitudes
cambiaron por completo.
Sonrisas, reverencias y un
respetuoso, elegante y muy practicado peloteo llovió sobre los herederos. Rego
se cruzó de brazos e intentó mostrarse cortés, pero tanta falsedad le ponía de
los nervios. Lo había soportado bastante bien cuando estaba en Aquaviva -dioses,
incluso lo había disfrutado a veces-, pero tras un tiempo recorriendo mundo
había perdido la costumbre.
Tras medio minuto de charla
intrascendente, uno de los matones les acompañó al interior del edificio y les llevó
a una sala en la que podrían esperar hasta que viniese uno de los responsables
del casino. Por el camino tuvieron tiempo de admirar una cascada artificial, numerosas
obras de arte e incluso, expuesta en una vitrina protegida por dos guardias
acorazados, la espada del que fue el último rey antes de que se formasen los
siete ducados.
Si
querían impresionarme, lo han conseguido.
Una vez en la sala de espera, no
tardó en hacer acto de presencia un hombrecillo trajeado y de aspecto servil,
que nada más verles les saludó con una inclinación de cabeza que reveló sus
amplias entradas.
— Buenos días, señores. Me llamo Gespire, y es un placer darles la bienvenida
al casino de La Perla de Oro. ¿Puedo preguntarles por el motivo de su visita?
— Quiero apuntarme al torneo para competir por la mano de Helena —contestó
rápidamente el enmascarado, con un nerviosismo y unas prisas muy raras en él.
— ¿Y usted, señor? —preguntó Gespire a Rego—. ¿También quiere participar
en el torneo?
— No,
yo sólo le acompaño.
— Bien, bien —se giró hacia Bant, dedicándole una sonrisa con la que
mostró su brillante dentadura—. Me alegra decirle que ha tenido suerte, hay una
plaza libre para el torneo. Normalmente debería pagar doscientas monedas para
poder participar, pero en su caso no será necesario. El casino está más que
honrado en invitar al torneo al heredero de dos ducados y señor de Jötum.
Qué
rápido vuelan las noticias importantes, pensó Rego arqueando una ceja. Si
en este casino lo sabían, no le cabía ninguna duda de que las personas
importantes de los siete ducados ya estarían al tanto.
Por primera vez, Rego se dio cuenta del poder que estaba adquiriendo su
amigo. De ser el heredero de uno de los ducados más pobres, una posición que ya
conllevaba cierta influencia, había pasado en poco tiempo a tener el control
sobre dos más, las ricas regiones del sur y las extensas llanuras de Jötum. En
términos de rango ya era más importante que él y que cualquier otro heredero.
No es de extrañar que tengan
justamente una plaza libre en el torneo para él, aun habiendo llegado tan
repentinamente. El casino querrá llevarse bien con una persona tan importante.
— Además —continuó Gespire—, han tenido suerte; justo ahora iba a
detallar al resto de participantes las reglas para el torneo. Acompáñenme, por
favor.
Gespire les guió por pasillos y
decenas de salas de juego, hasta que llegaron a una gran habitación con un enorme
retrato de la heredera del ducado colgado en la pared, así como mesas con
comida para picar y bebidas. Cerca de un centenar de personas les estaban
esperando, o al menos a Gespire, que avanzó hacia el centro de la sala y
carraspeó para captar la atención de todos los presentes.
— Buenos días a todos, señores. El casino de La Perla Dorada se
enorgullece en contar con la presencia de tantas importantes personalidades
para este torneo.
— Agradecemos especialmente su presencia al heredero de Bant, del sur y
señor de Jötum, así como al heredero de Rego —exclamó apuntando a los dos
viajeros, que se convirtieron en el centro de todas las miradas y cuchicheos.
— También agradecemos el esfuerzo realizado por Lord Guasón, el único
esclavo que ha conseguido comprar su libertad con sus victorias al póquer, al venir
desde más allá del Océano—. Señaló a un hombre delgado y alto de rostro
cadavérico, que alzó su copa como saludo.
— Y por último pero no menos importante, agradecemos la presencia del
actual campeón de póquer de los siete ducados, Baltasar del sur—. Un enorme
hombretón se alzó de su silla, sonriendo y saludando vigorosamente con la mano.
— Y
ahora, explicaré las reglas del torneo.
— Serán cuatro rondas de póquer abierto, en mesas de ocho jugadores. Cada
ronda durará una hora, y a su inicio se les darán a los participantes el mismo
número de fichas. Pasarán a la siguiente ronda las cuatro personas que acumulen
más fichas, y en la ronda final ganará aquél que cuando acabe el tiempo tenga
el mayor número de fichas. Por supuesto, las trampas se castigarán con la
expulsión inmediata.
— Eso es todo. El torneo empezará dentro de cuatro días a las ocho de la
mañana, no se retrasen.
Los jugadores empezaron a retirarse, comentando entre ellos sus escasas
posibilidades de victoria ante dos grandes figuras del juego como eran el
antiguo esclavo y el hombretón del sur. Precisamente este último caminó hacía
los dos herederos con una sonrisa socarrona.
— Hola, mis señores —dijo mientras les estrechaba las manos calurosamente—.
No sabéis lo feliz que me hace el conoceros. Sobre todo a ti, enmascarado.
—Hola, Baltasar —le saludó Bant mientras Rego hacia aspavientos de dolor
con la mano. Baltasar era un hombre fuerte, y lo demostraba—. No es que no me
alegre de que estés tan contento de conocerme, ¿pero puedo saber el por qué?
Que yo sepa tú y yo no nos habíamos visto nunca.
La cuestión es que a Rego su aspecto le resultaba muy familiar, como si conociese
a alguien que se le pareciese muchísimo pero no consiguiera recordarlo. Otro
hombre tan enorme, siempre sonriente y con gran vozarrón, ¿dónde lo había
conocido? Lo tenía en la punta de la lengua.
— Tienes razón, esta es la primera vez que nos vemos. Pero tenía muchas
ganas de conocer a la persona que ha derrotado a Marcus, el heredero del sur. El
muy idiota se lo tenía merecido, siempre de fiesta y bebiendo sin parar como si
no tuviese otra cosa que hacer. Será mi hermano, pero no nos parecemos en nada.
— Pues yo creo que os parecéis muchísimo —intervino Rego, comentando la
más que evidente semejanza física entre los dos hermanos—. Si no fuese por la
barba seríais como dos gotas de agua.
— Puede ser que físicamente seamos muy parecidos —concedió Baltasar mientras
se acariciaba su barbilla lampiña —, pero en nada más. Yo he dedicado mi vida a
convertirme en maestro de los juegos de cartas en vez de limitarme a vivir de
mi herencia, y con el paso de los años y tras muchos esfuerzos he conseguido
ser el mejor jugador de póquer de los siete ducados.
Palmeó amistosamente en la espalda a Bant con su enorme manaza,
dedicándole una amable sonrisa que contrastaba con la voz amenazadora con la
que pronunció las siguientes palabras: — Y al contrario que mi hermano yo te
ganaré, pequeño enmascarado.
Dicho esto se marchó, cantando alegremente una vieja canción de taberna
sobre cartas y mujeres. Los herederos se lo quedaron mirando mientras dejaba la
sala.
— Parece un duro oponente, Bant. Y no podemos olvidarnos de Lord Guasón
ni del resto de participantes, que deben ser todos jugadores profesionales. ¿Ya
has pensando cómo ganaras el torneo?
— Aún no había llegado a ese punto. Creo que lo primero que tengo que
hacer es aprender a jugar al póquer.
Rego estalló en carcajadas ante la ocurrencia, pero la risa se le congeló
en la garganta cuando comprendió que el enmascarado no estaba bromeando.
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