La ciudad de
Sadoma, capital de la Costa Verde, era famosa por la filosofía con la que sus
ciudadanos afrontaban la vida: todo estaba a la venta, todo podía ser comprado,
en este lugar donde el único pecado era ser pobre, o, los dioses no lo quieran,
un esclavo.
Rego conocía esta ciudad. No
personalmente, por supuesto, pero había leído y oído tantas cosas de ella que
se consideraba casi un experto. Sabía su historia, sus leyes –o falta de ellas-
y sus tratados con los otros ducados, pero lo más importante, conocía cientos y
cientos de historias, locas historias, de boca de sus mismos protagonistas y
que no podían haber sucedido en ninguna otra parte del mundo.
Una joven dama de no más de veinte
primaveras le había relatado en un encuentro diplomático, con todo lujo de
detalles y sin vergüenza alguna, su amplia experiencia en las sagradas
celebraciones de la Diosa del Amor (que consistían, básicamente, en rezar mucho
por las mañanas y orgías sin fin por las noches). Durante una partida de cartas
un anciano, agradecido por una invitación a cerveza y a una comida caliente, le
explicó las mejores anécdotas de toda una vida trabajando en los mejores
casinos de la ciudad. Un ladrón que había huido de la justicia tras negarse a
cumplir un encargo para un noble al que detestaba, un mercader que había
triunfado en el cultivo de las perlas y había acabado diseñando una rompedora línea
de ropa interior para hombres, un guardia que viajaba escoltando a su señor y a
su cocodrilo de mascota… Todos y cada una de estas historias habían sido como
pinceladas en el cuadro que era Sadoma, un cuadro de colores brillantes y
cegadores, marco de hojalata pintado de oro y significado aún por descubrir.
Así que cuando Rego, acompañado de
Bant, llegó a la capital de la Costa Verde, no se sorprendió por sus amplias
avenidas de mármol blanco, las estrafalarias ropas y máscaras de sus ciudadanos
o la peste a humanidad, especias y perfume que inundaba sus calles. Todo eso se
lo esperaba.
Lo que no se esperaba era
encontrarse Sadoma engalanada con sus mejores galas, su pavimento tan limpio,
pulido y resplandeciente que podía ver su propio rostro reflejado en las
baldosas. Por no hablar de las
banderillas con el emblema del ducado; una moneda de oro sobre un horizonte
marítimo, que estaban colgados sobre sus cabezas en cables dispuestos a tal
efecto, o de los retratos de la heredera del ducado, la hermosa Elena, que
aparecían pegados en todas las esquinas y en las paredes de los locales.
Además, la ciudad parecía estar atestada de gente. Personas que
conversaban animadamente, que compraban en los numerosos puestos comerciales
situados a pie de calle o que simplemente se limitaban a pasear. Pero,
sorprendentemente, todos y cada uno de ellos parecía que avanzaban en la misma
dirección.
— ¿Qué está pasando? —preguntó Rego a su compañero—. Parece que estén
celebrando una fiesta del ducado, pero no me coinciden las fechas.
— A mí tampoco. No tiene sentido —musitó contrariado el heredero de
Nagareth.
Curioso, Rego se acercó a un viandante que examinaba el escaparte de una
tienda de ropa, un gordo que llevaba un horrendo sombrero con plumas y una
máscara blanca de lechuza.
— Perdona,
¿podrías decirme que se celebra?
— ¿No lo sabes? —replicó burlón el gordo—. ¿Dónde has estado las últimas
semanas, encerrado en un monasterio?
— Yo… he estado ocupado viajando por los ducados.
— Tsch —rechistó el gordo, cruzándose de brazos y negando con la cabeza—.
Cuánta ignorancia. Un momento tan importante en la Costa Verde, el más hermoso
e importante de los siete ducados, y ni siquiera tiene ni idea de lo que está
pasando. Es inexcusable, ¿verdad, Grein?
— Tiene razón, amo —afirmo una voz en un tono monocorde que salió detrás
del gordo. Era un joven de mirada huidiza, poco más que un muchacho, con la
marca en el brazo que lo señalaba como un esclavo.
Será imbécil este tío, pensó
Rego poniendo su mejor cara de póquer. Pero este tipo de reacción no le era del
todo inesperado; los ciudadanos de la Costa Verde, es decir, aquellos que eran
hombres libres suficientemente acaudalados como para tener esclavos a su
servicio, eran famosos por su prepotencia.
— Discúlpenos, ciudadano —dijo con voz humilde—, pero le agradeceríamos
muchísimo si fuese tan amable de explicarnos en qué consiste esta celebración.
— Por supuesto; es lo mínimo que puedo hacer para sacaros de vuestra
ignorancia. La gran noticia es que Elena, nuestra querida y hermosa heredera,
se va a casar.
— ¿Qué? ¿Con quién se casa?
— Aún no lo sabe nadie.
— ¿Cómo que no lo sabe nadie? —intervino Bant, pasando al frente—. Puede
que la gente de la calle no lo sepa, pero supongo que los nobles y la familia
del duque estarán enterados. Es la boda de la heredera, al fin y al cabo.
El gordo ciudadano no respondió al
momento; repasó de arriba a abajo al heredero de Nagareth durante unos segundos
antes de asentir levemente con la cabeza.
— Me caes bien, extranjero. Tu ropa
y tu máscara son… extraños, pero desde luego de lo más interesantes. No sé de
dónde vienes, pero es una moda de lo más original. Me gusta. Me gusta mucho.
Rego lanzó un suspiro de
incredulidad y tuvo que contener los deseos de llevarse la mano al rostro. Esta gente está loca.
— Grein —dijo el ciudadano, chasqueando los dedos—. Entrégales uno de los
anuncios oficiales de la ceremonia. Los han repartido a miles por el ducado
durante los últimos días, pero seguro que ahora mismo es difícil hacerse con
uno de ellos. Leedlo y responderá a vuestras preguntas; yo no puedo perder más
tiempo con vosotros.
Rego recogió un papel doblado de las
manos del esclavo, agradeciéndoselo con una leve inclinación de cabeza. El
muchacho se detuvo durante un instante para devolverle el gesto, antes de
seguir a su señor que ya se perdía entre la multitud.
— Ábrelo,
Rego —le pidió Bant.
El heredero de Aquaviva así lo hizo, sosteniéndolo entre sus manos para
que tanto él como el enmascarado pudiesen leerlo.
CASATE
CON LA MUJER MÁS HERMOSA DEL MUNDO
Este 14 de Mayo la dama Helena Van Arlyn, heredera del ducado de La Costa
Verde celebrará su boda. La noche anterior cinco elegidos se disputarán su amor
y aquél de ellos que más méritos demuestre tener ganará el mayor premio jamás
imaginado: el ducado de La Costa Verde y la mano de la mujer más bella.
Cuatro de los elegidos ya han sido
escogidos, pero el quinto puede ser cualquiera… ¡Hasta tú! ¿Cómo? Muy sencillo,
el 12 de Mayo se celebrará un torneo de póquer en el Casino La Perla Dorada y el ganador tendrá el
privilegio de competir por la mano de la heredera.
¡NO LO
DUDES, PARTICIPA EN EL TORNEO!
— Es falso —afirmó convencido Rego—. No puede ser que la heredera de un
ducado esté dispuesta a participar en algo así; a venderse como si fuese el
premio de un sorteo. Ni siquiera yo sería tan irresponsable.
— Pero tiene el sello del ducado —replicó Bant señalando a la parte
inferior del papel donde aparecía impreso el escudo de la Costa Verde—. Sólo
los papeles oficiales del ducado pueden tener ese sello.
—Pero… —por una vez, Rego no sabía qué decir.
— No sé qué ha llevado a Helena a prestarse a algo así, la cuestión es
que lo ha hecho. Yo… No me esperaba esto.
Rego alzó las cejas sorprendido ante el tono de voz del enmascarado. Que
él recordase ésta era la primera vez que sonaba tan desanimado, casi como si se
sintiese derrotado.
— ¿Bueno, y qué? Vale, la heredera de la Costa Verde está loca y ha
decidido casarse por sorteo en vez de por alguno de los motivos tradicionales,
como son el amor, la política o el dinero. Allá ella, a nosotros no nos afecta.
Podemos solicitar una audiencia para verla y
que así puedas retarla.
— Sí, sí que lo es, es un problema muy grave. En la semana anterior a una
boda un heredero no recibirá a nadie, y tampoco lo hará durante un tiempo
después de la celebración. ¿No lo recuerdas de tus clases de etiqueta, Rego?
— Dioses, tienes razón —respondió Rego mientras los recuerdos de esas
aburridas clases acudían a su memoria—. ¿Puede ser… tres meses?
El enmascarado asintió, visiblemente insatisfecho con esto.
— Así es. Durante tres meses no recibirá ninguna visita oficial, por muy
importante que sea —. Hizo una pausa antes de continuar, como si estuviese
pensando en algo—. No puedo esperar tanto, maldición.
La condición del heredero de
Nagareth, había dicho la gran maga. ¿Sería una enfermedad? Si era eso,
seguro que con el tiempo su estado empeoraría. Quizás realmente no podía
esperar tres meses.
— Tengo
que ganar el torneo, Rego.
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