Skröll, líder
del clan del Oso, había esperado durante mucho tiempo la llegada de este día.
Años de planes y estrategias desesperadas, de victorias imposibles y de sueños
tan increíbles que sólo unos meses atrás no se hubiese atrevido a decir en voz
alta. Todo para llegar a este día, cuando por primera vez en la historia del
Norte y de los siete ducados se coronaría a una nueva reina.
Leyre Ojos Fríos, del clan del
Wyvern, sería la Reina de Invierno.
Y
al infierno con todos aquellos que se atrevan a desafiarla, pensó Skröll,
repasando con la mirada al resto de líderes de los doce clanes, situados en dos
hileras que daban al trono de Invierno. Todos ellos se habían enfrentado en
algún momento a Leyre, pero ahora le habían jurado lealtad y Skröll pensaba
asegurarse que la cumpliesen como era debido.
Ahí estaba el devoto Póruk de las
Águilas, mascullando por lo bajo como si estuviese rezando y luciendo una
expresión serena que la sonrisa cínica que siempre llevaba Askeläd de los
Pumas, de pie a su lado, parecía aún más grande. Gorlak del Ciervo, salvaje
como una bestia y un bebedor que se decía que sólo había sido derrotado por
Marcus de las regiones del sur; Baldur del Lobo, un genio táctico casi sin
rival… Todos y cada uno de los líderes de los otros clanes, aun siendo antiguos
enemigos, eran personas a las que Skröll podía respetar. Todos, con excepción
de uno.
Bayou, del clan del Kraken, conocido
por su lengua viperina y su astucia. Era éste un hombre pequeño y enclenque, de
nariz afilada y orejas puntiagudas, tan nervioso e inquieto que miraba a todas
partes y se removía en su sitio como un pez fuera del agua. Cuando sus ojos se
encontraron con los de Skröll le hizo una leve inclinación de cabeza y le
sonrió levemente, tan gentil y amable como si jamás hubiese roto un plato.
Maldito
desgraciado, pensó Skröll, flexionando los dedos mientras se imaginaba lo
satisfactorio que sería abalanzarse sobre el pequeño hombre y romperle su
cuello esmirriado. Cobarde bastardo… No sabes la suerte que tienes que Leyre me
hizo prometer que no te haría daño alguno.
— ¡Leyre
Ojos Fríos, del clan del Wyvern, va a entrar!
Ante el anuncio
del siervo un silencio sepulcral se extendió por la sala. Esos nobles señores,
tan orgullosos y presuntuosos muchos de ellos, no dudaron ni un segundo en
arrodillarse ante la llegada de Leyre, una mujer.
Pero una mujer que vale más que
todos nosotros juntos.
Las puertas de la sala se abrieron dando paso a la señora del castillo,
Leyre Ojos Fríos. Vestía ropa de abrigo y su característica capa de escamas que
la distinguía como líder de su clan; los únicos recuerdos, junto con la espada
que llevaba al cinto, que le quedaban de sus padres. Su cabello dorado era
corto como el de un soldado, y su rostro era de una fría belleza, hermosa y
cruel como la tierra misma en la que había nacido, pero lo que más destacaba de
su persona era su mirada, tan cargada de fuerza y convicción que hasta los
hombres más importantes se sentían enanos en su presencia.
Skröll sonrió, emocionado, orgulloso de lo lejos que había llegado esta
pequeña mujer que era como una hermana para él. Recordó el momento en que la
conoció, cuando no era más que una niña asustada que se escondía en un
monasterio al que sus padres la habían enviado para protegerla de la guerra que
se avecinaba, una guerra que enfrentó a la mayoría de los clanes contra el del
Wyvern y que provocó su casi total destrucción. El clan del Oso la ayudó a
sobrevivir en aquellos difíciles tiempos, manteniéndose fiel a su antigua
amistad con los Wyvern a pesar de las amenazas del resto de clanes. Sólo tras
largos años de duros esfuerzos habían conseguido restaurar la gloria del clan de
sus padres y situar a Leyre en la posición que se merecía por méritos propios,
y para lograrlo se habían tenido que realizar muchos sacrificios.
Skröll acarició suavemente el pomo de su espada, la más valiosa herencia
que le había dejado su padre cuando murió protegiendo a la niña que ahora sería
la nueva reina. Sí, grandes sacrificios se han hecho.
Leyre caminaba con paso lento sobre la alfombra que llevaba al trono, deteniéndose
para saludar a cada uno de los señores arrodillados ante ella. Su porte era
noble, regio, majestuoso; Skröll no se sorprendió cuando Kurtu de los Zorros,
un hombre que no escondía su desprecio por las mujeres, la felicitó por su
coronación con una voz llena de respeto y adoración. Ellos eran líderes
acostumbrados a tomar duras decisiones y a dar órdenes a los hombres, pero
todos notaban que Leyre estaba por encima suyo. Ella era una reina, la Reina de
Invierno.
Finalmente sus pasos la llevaron hasta él, el último de los señores
arrodillados antes del trono. Era una posición de honor que Skröll y su clan se
había ganado con su apoyo incondicional a la reina, y que demostraba hasta qué
punto era grande la confianza que Leyre tenía en el clan del Oso.
— Skröll, amigo mío —dijo Leyre
poniendo la mano en su hombro—, ponte de pie. No hubiese podido llegar
hasta aquí sin tu ayuda y la de los tuyos; tú no hace falta que te arrodilles
ante mí ni me jures lealtad. La amistad que el clan del Oso me ha demostrado
vale más que mil juramentos.
Agradecido por las palabras de su reina se levantó, colocándose por
encima del resto de líderes que seguían arrodillados. Sonrió al notar la mirada
de Bayou clavada en su persona, seguramente envidioso de la atención que le
dedicaba Leyre. Que vea ese bastardo que
sus mentiras y manipulaciones no proporcionan ni la mitad de la gloria que ha
conseguido el clan del Oso con su duro esfuerzo.
— Gracias, mi reina —dijo con voz afectada.
Leyre sonrió, la primera expresión de alegría que mostraba desde que
había entrado a la sala. Una vez más palmeó el hombro de Skröll, animando a su
viejo amigo, antes de seguir avanzando. Se detuvo ante el trono de Invierno,
contemplando por unos instantes el objeto que tanto habían deseado decenas de
duques antes que ella.
— Skröll —dijo con voz firme mientras se sentaba en el trono—, haz el
anuncio.
Unas lágrimas asomaron a los ojos del líder del clan del Oso, quien no
pudo contener la emoción del momento. Aunque hacía ya tiempo que Leyre era
conocida como la Reina de Invierno, no era hasta este momento, con todos los
clanes reunidos, en que oficialmente se le daba ese título.
— ¡Líderes de los clanes del Norte, alzaos! —gritó con una voz tan fuerte
que resonó por toda la sala—. ¡Saludad a la Reina de Invierno!
Desenvaino su espada y la alzó en dirección a Leyre mientras gritaba el
nombre de la reina y pisaba con fiereza el suelo, el tradicional saludo del
Norte para sus señores. Uno tras otro los líderes se levantaron y le imitaron,
gritando y pisando cada vez más fuerte hasta que las mismas paredes del
castillo parecieron temblar del alboroto que hacían.
Cuando por fin se detuvieron, sin aliento y con el sudor sobre sus
frentes, se sonrieron unos a otros. La Reina de Invierno había sido coronada.
— Gracias, líderes de los clanes —dijo Leyre, tan solemne como si
estuviese realizando un juramento—. Como vuestra reina, os prometo que acabaré
con las disputas entre nosotros y los enfrentamientos sin sentido que durante
siglos se han producido en nuestra tierra. Tenemos que permanecer unidos —afirmó
apretando su puño derecho con decisión—, porque sólo unidos el Norte es fuerte.
Nuestros caballeros, nuestros soldados, nuestros sabios y nuestros campesinos,
todos juntos nos necesitamos y nos protegemos mutuamente. El caballero dirige,
el soldado lucha, el sabio aconseja y el campesino cosecha. Todos son gente del
Norte, y todos son necesarios para un reino fuerte. ¡Y con todos ellos unidos,
y conmigo como vuestra reina, nada ni nadie se nos resistirá! — exclamó
poniéndose de pie y alzando los brazos, contagiando su entusiasmo a los
presentes con la pasión que trasmitía su mirada y la fuerza de sus palabras y
gestos—. ¡Los siete ducados serán nuestros!
La sala estalló en gritos de aclamación y apoyo, los líderes de los
clanes extasiados por las victorias y conquistas que su reina les prometía.
Porque si algo habían aprendido durante los largos años de lucha es que Leyre
siempre cumplía con su palabra.
Un leve gesto de su mano, una orden ni siquiera pronunciada, y los
señores guardaron silencio.
— Un nuevo reino se alzará de las cenizas de los siete ducados, uno cuya
prosperidad y gloria no conocerá límites —dijo la Reina de Invierno tras una
breve pausa. Volvió a sentarse en el trono, revelando el atisbo de una sonrisa
cargada de promesas mientras observaba uno a uno a los señores presentes—. Ha
llegado la hora de que una nueva reina gobierne los siete ducados.
Un estremecimiento recorrió a Skröll, que no pudo evitar retroceder ante
la fuerza y energía que irradiaba su reina. Casi sintió pena por el resto de
los ducados, porque, aunque aún no lo supiesen, ya estaban condenados.
Si el conocimiento era poder, la Reina de Invierno era la persona más
poderosa del mundo.
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