lunes, 24 de noviembre de 2014

Capítulo 12 - La Reina de Invierno

Skröll, líder del clan del Oso, había esperado durante mucho tiempo la llegada de este día. Años de planes y estrategias desesperadas, de victorias imposibles y de sueños tan increíbles que sólo unos meses atrás no se hubiese atrevido a decir en voz alta. Todo para llegar a este día, cuando por primera vez en la historia del Norte y de los siete ducados se coronaría a una nueva reina.


            Leyre Ojos Fríos, del clan del Wyvern, sería la Reina de Invierno.
            Y al infierno con todos aquellos que se atrevan a desafiarla, pensó Skröll, repasando con la mirada al resto de líderes de los doce clanes, situados en dos hileras que daban al trono de Invierno. Todos ellos se habían enfrentado en algún momento a Leyre, pero ahora le habían jurado lealtad y Skröll pensaba asegurarse que la cumpliesen como era debido.
            Ahí estaba el devoto Póruk de las Águilas, mascullando por lo bajo como si estuviese rezando y luciendo una expresión serena que la sonrisa cínica que siempre llevaba Askeläd de los Pumas, de pie a su lado, parecía aún más grande. Gorlak del Ciervo, salvaje como una bestia y un bebedor que se decía que sólo había sido derrotado por Marcus de las regiones del sur; Baldur del Lobo, un genio táctico casi sin rival… Todos y cada uno de los líderes de los otros clanes, aun siendo antiguos enemigos, eran personas a las que Skröll podía respetar. Todos, con excepción de uno.
            Bayou, del clan del Kraken, conocido por su lengua viperina y su astucia. Era éste un hombre pequeño y enclenque, de nariz afilada y orejas puntiagudas, tan nervioso e inquieto que miraba a todas partes y se removía en su sitio como un pez fuera del agua. Cuando sus ojos se encontraron con los de Skröll le hizo una leve inclinación de cabeza y le sonrió levemente, tan gentil y amable como si jamás hubiese roto un plato.
            Maldito desgraciado, pensó Skröll, flexionando los dedos mientras se imaginaba lo satisfactorio que sería abalanzarse sobre el pequeño hombre y romperle su cuello esmirriado. Cobarde bastardoNo sabes la suerte que tienes que Leyre me hizo prometer que no te haría daño alguno.
    ¡Leyre Ojos Fríos, del clan del Wyvern, va a entrar!
Ante el anuncio del siervo un silencio sepulcral se extendió por la sala. Esos nobles señores, tan orgullosos y presuntuosos muchos de ellos, no dudaron ni un segundo en arrodillarse ante la llegada de Leyre, una mujer.
Pero una mujer que vale más que todos nosotros juntos.
Las puertas de la sala se abrieron dando paso a la señora del castillo, Leyre Ojos Fríos. Vestía ropa de abrigo y su característica capa de escamas que la distinguía como líder de su clan; los únicos recuerdos, junto con la espada que llevaba al cinto, que le quedaban de sus padres. Su cabello dorado era corto como el de un soldado, y su rostro era de una fría belleza, hermosa y cruel como la tierra misma en la que había nacido, pero lo que más destacaba de su persona era su mirada, tan cargada de fuerza y convicción que hasta los hombres más importantes se sentían enanos en su presencia.
Skröll sonrió, emocionado, orgulloso de lo lejos que había llegado esta pequeña mujer que era como una hermana para él. Recordó el momento en que la conoció, cuando no era más que una niña asustada que se escondía en un monasterio al que sus padres la habían enviado para protegerla de la guerra que se avecinaba, una guerra que enfrentó a la mayoría de los clanes contra el del Wyvern y que provocó su casi total destrucción. El clan del Oso la ayudó a sobrevivir en aquellos difíciles tiempos, manteniéndose fiel a su antigua amistad con los Wyvern a pesar de las amenazas del resto de clanes. Sólo tras largos años de duros esfuerzos habían conseguido restaurar la gloria del clan de sus padres y situar a Leyre en la posición que se merecía por méritos propios, y para lograrlo se habían tenido que realizar muchos sacrificios.
Skröll acarició suavemente el pomo de su espada, la más valiosa herencia que le había dejado su padre cuando murió protegiendo a la niña que ahora sería la nueva reina. , grandes sacrificios se han hecho.
Leyre caminaba con paso lento sobre la alfombra que llevaba al trono, deteniéndose para saludar a cada uno de los señores arrodillados ante ella. Su porte era noble, regio, majestuoso; Skröll no se sorprendió cuando Kurtu de los Zorros, un hombre que no escondía su desprecio por las mujeres, la felicitó por su coronación con una voz llena de respeto y adoración. Ellos eran líderes acostumbrados a tomar duras decisiones y a dar órdenes a los hombres, pero todos notaban que Leyre estaba por encima suyo. Ella era una reina, la Reina de Invierno.
Finalmente sus pasos la llevaron hasta él, el último de los señores arrodillados antes del trono. Era una posición de honor que Skröll y su clan se había ganado con su apoyo incondicional a la reina, y que demostraba hasta qué punto era grande la confianza que Leyre tenía en el clan del Oso.
— Skröll, amigo mío —dijo Leyre  poniendo la mano en su hombro—, ponte de pie. No hubiese podido llegar hasta aquí sin tu ayuda y la de los tuyos; tú no hace falta que te arrodilles ante mí ni me jures lealtad. La amistad que el clan del Oso me ha demostrado vale más que mil juramentos.
Agradecido por las palabras de su reina se levantó, colocándose por encima del resto de líderes que seguían arrodillados. Sonrió al notar la mirada de Bayou clavada en su persona, seguramente envidioso de la atención que le dedicaba Leyre. Que vea ese bastardo que sus mentiras y manipulaciones no proporcionan ni la mitad de la gloria que ha conseguido el clan del Oso con su duro esfuerzo.
— Gracias, mi reina —dijo con voz afectada.
Leyre sonrió, la primera expresión de alegría que mostraba desde que había entrado a la sala. Una vez más palmeó el hombro de Skröll, animando a su viejo amigo, antes de seguir avanzando. Se detuvo ante el trono de Invierno, contemplando por unos instantes el objeto que tanto habían deseado decenas de duques antes que ella.
— Skröll —dijo con voz firme mientras se sentaba en el trono—, haz el anuncio.
Unas lágrimas asomaron a los ojos del líder del clan del Oso, quien no pudo contener la emoción del momento. Aunque hacía ya tiempo que Leyre era conocida como la Reina de Invierno, no era hasta este momento, con todos los clanes reunidos, en que oficialmente se le daba ese título.
— ¡Líderes de los clanes del Norte, alzaos! —gritó con una voz tan fuerte que resonó por toda la sala—. ¡Saludad a la Reina de Invierno!
Desenvaino su espada y la alzó en dirección a Leyre mientras gritaba el nombre de la reina y pisaba con fiereza el suelo, el tradicional saludo del Norte para sus señores. Uno tras otro los líderes se levantaron y le imitaron, gritando y pisando cada vez más fuerte hasta que las mismas paredes del castillo parecieron temblar del alboroto que hacían.
Cuando por fin se detuvieron, sin aliento y con el sudor sobre sus frentes, se sonrieron unos a otros. La Reina de Invierno había sido coronada.
— Gracias, líderes de los clanes —dijo Leyre, tan solemne como si estuviese realizando un juramento—. Como vuestra reina, os prometo que acabaré con las disputas entre nosotros y los enfrentamientos sin sentido que durante siglos se han producido en nuestra tierra. Tenemos que permanecer unidos —afirmó apretando su puño derecho con decisión—, porque sólo unidos el Norte es fuerte. Nuestros caballeros, nuestros soldados, nuestros sabios y nuestros campesinos, todos juntos nos necesitamos y nos protegemos mutuamente. El caballero dirige, el soldado lucha, el sabio aconseja y el campesino cosecha. Todos son gente del Norte, y todos son necesarios para un reino fuerte. ¡Y con todos ellos unidos, y conmigo como vuestra reina, nada ni nadie se nos resistirá! — exclamó poniéndose de pie y alzando los brazos, contagiando su entusiasmo a los presentes con la pasión que trasmitía su mirada y la fuerza de sus palabras y gestos—. ¡Los siete ducados serán nuestros!
La sala estalló en gritos de aclamación y apoyo, los líderes de los clanes extasiados por las victorias y conquistas que su reina les prometía. Porque si algo habían aprendido durante los largos años de lucha es que Leyre siempre cumplía con su palabra.
Un leve gesto de su mano, una orden ni siquiera pronunciada, y los señores guardaron silencio.
— Un nuevo reino se alzará de las cenizas de los siete ducados, uno cuya prosperidad y gloria no conocerá límites —dijo la Reina de Invierno tras una breve pausa. Volvió a sentarse en el trono, revelando el atisbo de una sonrisa cargada de promesas mientras observaba uno a uno a los señores presentes—. Ha llegado la hora de que una nueva reina gobierne los siete ducados.
Un estremecimiento recorrió a Skröll, que no pudo evitar retroceder ante la fuerza y energía que irradiaba su reina. Casi sintió pena por el resto de los ducados, porque, aunque aún no lo supiesen, ya estaban condenados.

Si el conocimiento era poder, la Reina de Invierno era la persona más poderosa del mundo.

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