De pie ante la gran maga, Rego pensaba en dos cosas. Una era lo hecho
polvo que se sentía tras tres días de trabajo en la mina. Le molestaba la
espalda, se había roto una uña y despellejado una rodilla, por no hablar de las
agujetas que se habían apoderado de sus extremidades y que le provocaban
aguijonazos de dolor cada vez que se movía a una velocidad superior a la de una
tortuga de tierra.
La otra cosa en la que pensaba era
que tras tres días de duro trabajo en la mina, había fracasado.
— ¿Y
bien, pequeño Rego? ¿Qué tienes para mí?
Sentada en el ahora único sillón de su casa –si es que este extraño lugar
era su verdadera casa-, la maga esperaba la respuesta de Rego mientras uno de
sus dedos recorría juguetón los rizos purpuras de su cabello. En esta ocasión
llevaba un sobrio vestido de un blanco tan prístino que resultaba cegador, con
unos elegantes guantes de encaje que le llegaban hasta los hombros y unos
zapatos de tacón tan exquisitos como poco prácticos.
Era un vestido de corte clásico como los que llevaban las damas de la
nobleza en Aquaviva, de los cuales Rego había visto cientos (y mucho de ellos
más atrevidos), pero éste resultaba un tanto perturbador. El corte demasiado
perfecto, el blanco sin la menor mancha, la falda que parecía ondular como
acariciada por unas manos invisibles… Era un vestido imposible, y al mirarlo
Rego sentía como una parte primitiva en su interior, la misma que le decía que
temiese a la oscuridad y no se acercase a las serpientes, se encogía de miedo.
— Yo… No he podido conseguirte la piedra de mithril. He estado tres días
trabajando muy duro pero…
El graznido del cuervo le interrumpió. El pájaro reposaba en lo alto de
la estantería cargada de libros, juzgando a Rego con sus ojos negros e
inhumanos.
— No me vengas con excusas —dijo la maga—. Teníamos un acuerdo, un trato;
y tú no has cumplido tu parte.
— ¡No es ninguna excusa! Durante tres días me he dejado la piel,
esforzándome como nunca lo he hecho en mi vida para cumplir con mi parte del
trato, aún sabiendo que era casi imposible lograrlo. Porque no sé si lo sabes,
pero los trabajadores me explicaron que, con suerte, en un mes se extraen entre
dos o tres de esas piedras en toda la mina. Y eso son kilómetros y kilómetros
de tierra, recorridos por cientos de personas. Así que, ¿cuántas posibilidades
tenía yo de conseguir una? Y aun así estuve muy cerca el primer día, aunque no
tuve más remedio que echarme para atrás.
La maga hizo una pequeña pausa
antes de responder:
— Todo
eso no es más que una excusa, Rego.
Para añadir a continuación, cuando el heredero aún no se había recuperado
del varapalo de sus últimas palabras:
— Me has decepcionado, Rego de Aquaviva. Tantas esperanzas que tenía
puestas en ti, y al final, ¿para qué? No me sirves. Demasiado estúpido para
pensar en robar lo que te pedía de los almacenes de la mina, demasiado blando
para arriesgar la vida de un niño que no conoces de nada. Eres un inútil que
sólo sabe hacer bromas y lloriquear pidiendo ayuda a los demás, pero esta vez
eso no te va a funcionar, Rego. Ni tu bendición ni tus palabras bonitas te
servirán conmigo.
Rego abrió la boca para replicar, pero las palabras le faltaban. Sin
darse cuenta dio un paso atrás, su rostro congelado en una expresión de
absoluta perplejidad. En toda su vida nadie, jamás, le había tratado de esta
manera. No estaba enfadado, ni siquiera dolido, simplemente no podía creerse lo
que estaba pasando. Era una experiencia totalmente nueva para él y no tenía ni
idea de cómo reaccionar.
Pero incluso en medio de su consternación había una frase que le había
llamado la atención, pues Rego estaba seguro que no había hablado con nadie del
desafortunado accidente que le había costado la piedra de mithril.
— ¿Cómo
sabías lo del niño?
La maga sonrió, y fue en ese instante cuando Rego comprendió en qué clase
de persona se había convertido Elisee, la última de los grandes magos.
— Adiós,
Rego.
Nunca más la volvería a ver.
Esa noche la pasó emborrachándose y jugando a cartas, disfrutando de unas
partidas tan emocionantes que lograron, sino hacerle olvidar su mala
experiencia con la maga, si suavizarla lo suficiente para que no fuese más que
un mal recuerdo, una historia que en el futuro pudiese relatar junto a un fuego
y unos buenos compañeros como una anécdota más de su divertida vida.
Al día siguiente partió de nuevo junto a Bant. El enmascarado, ya
recuperado, le agradeció haberle esperado y se mostró amable y, para ser él,
incluso alegre. Por supuesto no le comentó nada de su condición, pero Rego no
esperaba que lo hiciera. Era otro más de los secretos del enmascarado; uno más
que debía descubrir.
Él tampoco le dijo nada de sus visitas a la maga. Sobre eso, de momento,
no quería hablar.
Sin embargo, había otras palabras que necesitaba pronunciar.
— Bant, estos días que he estado en Magrata yo… —se removió en la silla
de montar de su caballo, pensando cómo expresar lo que había vivido durante sus
últimos días—. Yo he podido conocer un poco la vida de la gente corriente de tu
ducado. No aspiro a ser consciente de todas sus desgracias, de todos los malos
tragos que tienen que pasar y de todo lo que les falta, pero creo que puedo…
hacerme una idea. Así que ahora sé por qué haces todo esto de los herederos, porqué
te arriesgas tanto con los desafíos y te lo tomas tan en serio. Lo entiendo, o
al menos creo que lo hago. Pero, ¿por qué tú? ¿Es que no hay nadie más que
pueda hacerlo?
Bant detuvo a su caballo, girándose para mirar de frente a frente a Rego.
Daría mi ducado por ver tu rostro
en estos instantes, pensó el heredero de Aquaviva.
— ¿Quién
lo va a hacer si no, Rego?
Ante esa pregunta Rego no tenía respuesta, así que guardó silencio y
siguió al enmascarado, de nuevo en marcha en su desafío al resto de herederos.
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