Primero se puso
los pantalones, ásperos al tacto pero muy resistentes, tan desgastados por el
uso que se habían vuelto del mismo color que la piedra de la montaña. Después
la camisa y el jersey de manga larga, de similar consistencia y diseñados para
protegerle el tronco y los brazos. A continuación se colocó la máscara y la
capucha sobre ella, y después los robustos guantes sobre las manos, flexionado
los dedos mecánicamente para comprobar hasta qué punto mantenía su destreza.
Por último se calzó las botas, tan pesadas como horribles para cualquier
sentido de la moda conocido por el hombre. Con la espesa vestimenta encima y la
máscara tapándole el rostro se sentía aprisionado y como si le faltase el aire.
Era una sensación de claustrofobia a la que no sabía si podría acostumbrarse.
Sin embargo, era necesario.
Ya estaba listo para entrar en la mina.
El precio que le pedía la gran maga
a cambio de su información sobre Bant no era otro que una roca de mithril, un
raro mineral muy valorado por su dureza y su
maleabilidad. Sólo se encontraba en las minas de Nagareth y era muy
escaso, pero Rego estaba dispuesto a probar suerte. Hasta ahora, la dama de la
fortuna siempre le había sonreído.
Así pues a la mañana siguiente, lo
primero que había hecho -tras beberse un horroroso brebaje a base de huevo e
hígado de lagarto para la resaca- era ir a la mina, y tras hablar con el
capataz había obtenido permiso para trabajar en ella, al menos hasta que el
heredero de Nagareth estuviese en condiciones de viajar. Le habían prestado un
traje idéntico al de enmascarado así como las herramientas indispensables para
trabajar y ahora se encontraba esperando en una habitación que hacía las
funciones de vestuario a que empezase su turno de trabajo, junto a un grupo de
mineros que empezaban a vestirse.
Aunque decir “junto” era faltar a la
verdad. Los mineros guardaban las distancias con Rego, dedicándole miradas recelosas
y comentarios chismosos cuando creían que no podía oírles. No le sorprendía;
había quedado con el capataz en que no diese a conocer su identidad a nadie,
así que para los otros trabajadores no era más que un extranjero desconocido,
alguien de quién desconfiar. Era comprensible, pero también resultaba una
molestia soportar un ambiente tan hostil. Así que Rego esperaba romper el hielo
con sus compañeros gracias a una charla amistosa, su encanto natural y algo de
suerte.
— ¡Hola! —dijo saludando con la mano al grupo más cercano de
trabajadores, intentando parecer tan encantador como un vendedor de serpientes—.
Me llamo Rego, y no soy de por aquí. No tengo nada de experiencia en la
minería, pero trabajaré con vosotros durante unos días y espero que podamos
llevarnos bien.
El silencio que recibió como respuesta fue tan profundo que hubiese
resultado incómodo hasta a un bibliotecario estricto, de esos que ante el
zumbido provocado por el vuelo de una mosca ya fruncen el ceño.
Da igual, pensó Rego tragando
saliva, no esperaba que se rindiesen tan
fácilmente.
— ¿Sabéis una cosa? —Esperó unos
segundos por si alguien le preguntaba,
pero sus futuros compañeros seguían empecinados en guardar su hosco
silencio. Espero tener suerte con esto—.
Una amiga mía, Missa, es de aquí, de Nagareth. Missa Rubí Oscuro, es joyera. Una
chica joven, delgada, con el pelo rojo como el fuego y muy simpática. ¿Alguno
de vosotros ha oído hablar de ella o de su familia?
— ¿Rubí
Oscuro, has dicho? —preguntó un hombre.
— Sí
sí —respondió al instante Rego—, eso he dicho.
— Los Rubí Oscuro son una familia noble. La gente como nosotros no suele
tener trato con gente como ellos.
— Pero eso no quita que no nos enteremos de cosas —intervino otro
hombre—. Como esos rumores, según los cuales la hija pequeña de la familia
había abandonado la familia. Una chica con el mismo color de pelo que dices.
— Yo había oído que la hija pequeña se llevaba muy bien con el duque y su
familia —añadió un tercero, en este caso una mujer—. Seguro que algo paso para
que abandonase a los suyos, ¿no te explicó nada? —le preguntó a Rego.
Tras su máscara, Rego sonrió. Ya eran suyos.
— Bueno — empezó a relatar, haciendo una pausa para ganar dramatismo y
ganar tiempo para inventarse algún cuento con el que mantener su interés—, la
verdad es que me dijo muchas cosas…
A partir de ese momento todo fue
rodado. Unos cuantas mentiras inocentes, unos cotilleos graciosos y unos
rumores morbosos, contados entre susurros, y ya no era el extranjero
desconocido, sino otro trabajador.
Estando entre ellos como uno más, Rego aprovechó la ocasión para observar
a los recelosos mineros conversando mientras se acaban de poner el traje. Había
tanto hombres como mujeres, con una voz ronca y grave que casi sonaba
masculina. A veces alguien se apartaba un momento para toser con violencia,
como si fuese a echar los pulmones por la boca. Rego no era un médico, pero no
hacía falta serlo para saber que una tos así no era buena señal.
Y entonces se dio cuenta. No sabía
cómo no los había visto antes -quizás no había querido verlos- pero había niños
en el grupo, y no pocos. Vestían como sus mayores y llevaban con ellos
herramientas más ligeras, adecuadas a sus manos más pequeñas y débiles. Con
horror, Rego contempló a un niño toser repetidas veces antes de poder calmarse.
¿Qué hacen niños trabajando en un
lugar como éste?
No tardó en descubrir la respuesta
una vez empezó su turno y bajo junto con el resto de mineros a las
profundidades de la tierra. Los niños se pueden meter por agujeros pequeños a
los que los adultos no pueden llegar. Pueden explorar viejos túneles medio
derrumbados, pueden mantener la llama de la lámpara encendida mientras los
demás cavan. Hasta pueden transportar piedras, si hace falta. Son niños, pero
resultan útiles. Ayudan a sus familias a seguir comiendo cada día con su
trabajo, en una tierra donde todas las manos son necesarias.
Pero no por ello deja de ser menos
horrible, pensó Rego, sintiendo un nudo en el estómago al contemplar como
los críos se dejaban la piel en la mina.
En
su propio ducado no era raro ver a niños trabajando, desempeñando labores de
aprendiz o ayudando a su familia en el campo, pero esto era distinto. Trabajar
en la mina ya era duro y perjudicial para un hombre adulto, para un niño debía
ser una tortura. ¿Era por esto por lo
que Bant se esforzaba tanto? ¿Era éste el motivo por el cual había decidido
llevar a cabo su alocada aventura?
Las horas pasaban lentamente en la mina, y se cobraban un duro precio en
sudor, sangre y autoestima. Rego picó en túneles oscuros y viejos, se arrastró
por pasadizos estrechos que no parecían tener fin y transportó minerales en
pesadas vagonetas, y no hizo bien ninguna de estas tareas. Demasiado flojo,
lento y sin ninguna experiencia, el heredero de Aquaviva acabó lleno de cortes
y magulladuras, aunque al menos su trabajo sirvió para levantar la moral de sus
compañeros que se reían ante su torpeza.
Descansó cuando le llego su turno, comiendo junto a unos mineros una
carne seca e insípida mientras soñaban en voz alta, hablando de las valiosas
menas que algún día encontrarían y que les permitirían abandonar esta vida de
pobreza. Tristemente, a Rego no le costó comprender que lo decían por decir y
que ni ellos mismos creían de verdad en sus ilusiones.
Por la tarde trabajó junto a un grupo de niños, explorando nuevos
pasadizos y corredores que habían sido excavados recientemente. Su tarea no era
otra que vigilar por la seguridad de los pequeños con una linterna, estando
atento a que no se les derrumbase el techo sobre sus cabezas. Un trabajo
cargado de responsabilidad, pero sencillo. Adecuado para alguien que había demostrado su inutilidad en todo lo
demás.
— ¡He
encontrado algo!
El grito salió de un profundo agujero en el que se encontraba un niño de
no más de ocho años; un agujero tan pequeño y estrecho que sólo un niño podría
trabajar en él. Rego se acercó corriendo y lo iluminó con una linterna de
aceite, emocionado ante la posibilidad
de conseguir la mena de mithril.
Sin embargo, su alegría no tardó en
convertirse en temor. Del techo del diminuto corredor no sólo caía gravilla,
sino que además temblaba como si fuese a derrumbarse de un momento a otro cada
vez que el niño golpeaba la piedra con el cincel y el martillo.
— ¡Sal de ahí, rápido! ¡Se te va a caer encima!
— ¡Aún no, puedo conseguirlo! Es una piedra de mithril, enorme. Sólo
necesito un poco más de tiempo.
Por supuesto, pensó Rego
mordiéndose los labios con rabia. Tenía
que ser mithril. No podía ser una
esmeralda o un diamante, tenía que ser un jodido pedazo de mithril.
Rego se agachó e iluminó el corredor, un agujero oscuro e irregular de
diez metros de longitud al final de los cuales se adivinaban las piernas del
pequeño. Resultaba del todo imposible ver en detalle qué estaba haciendo y
cuánto le faltaba para acabar, pero cada vez que se movía un poco el techo se
estremecía como un carro de jarrones que rodase calle abajo sin control. No
hacía falta ser un experto para darse cuenta que no tenía buena pinta. De
hecho, tenía una pinta horrible.
Aun así, Rego no insistió. Era su oportunidad de conseguir la piedra de
mithril y con ella la información sobre Bant, el secreto que tanto se esforzaba
todo el mundo en ocultarle. ¿Y si ésta era su mejor oportunidad? ¿Y si, de
hecho, ésta era su única oportunidad?
¿Y si el techo se derrumba sobre
ese pobre niño?
— ¡Vamos, vuelve! —gritó dejando que el miedo y la urgencia que sentía
impregnasen su voz— .¡Ahora mismo!
Esta vez el niño sí que le hizo caso. Sin espacio para darse la vuelta en
el estrecho agujero, regresaba de espaldas mientras las piedras y el polvo le
llovían encima. Un camino que a Rego, sin poder hacer nada salvo iluminarle con
la linterna para facilitarle el camino de vuelta, se le hizo eterno.
Cuando finalmente las piernas del pequeño estuvieron al alcance de su
brazo extendido y pudo ayudarle a salir del agujero Rego suspiro aliviado,
dejando escapar un aire que ni siquiera se había dado cuenta que contenía. Con
el corazón en el puño, abrazo al pequeño contra sí mientras el corredor se
derrumbaba sobre si mismo.
— No pasa nada —susurró escuchando el llanto del pequeño a través de la
máscara que éste llevaba—. Lo único que importa es que tú estás bien.
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