Era una mujer de mediana edad, de piel morena, y de las que provocan un
río de miradas a su paso. Su largo cabello oscuro le caía por los hombros y se
rizaba en las puntas, adoptando el mismo resplandor purpura que brillaba en sus
grandes ojos. Llevaba un vestido verde con bordados dorados, que dejaba al aire
uno de sus hombros y cuya falda le llegaba casi a los tobillos. Cómodamente
sentada en un sillón de piel, con una pierna cruzada por encima de la otra, observaba
a Rego con la insinuación de una sonrisa en sus labios carnosos.
El heredero tragó saliva, aturdido. La mujer tenía un aspecto un tanto
exótico, sí, aunque nada que no hubiese visto antes en las calles de Aquaviva.
Sin embargo, había algo raro en ella, algo más de lo que se podía ver a simple
vista y que le ponía los pelos de punta. No ayudaba a tranquilizarle que el
aire que la rodease desprendiese el mismo olor que el de una noche de tormenta,
cuando el mundo parece crepitar de energía apenas contenida, de poder a punto
de estallar.
— Ven
aquí, pequeño —dijo haciendo un gesto con la mano.
El cuervo soltó un graznido y pasó volando a través de la puerta abierta,
rozando a Rego con una de sus alas, y fue a parar a uno de los reposabrazos del
sofá. El pájaro estiró su pequeño cuerpo, disfrutando del momento, cuando la
mujer le acarició hábilmente las plumas del vientre con sus finos dedos.
— Eres tú… Eres tú de verdad —afirmó Rego señalando con un tembloroso
dedo a la mujer—. Eres la gran maga.
— Eso
ya te lo había dicho antes, tonto. Pero prefiero que me llames Elisee.
— Tú eres la gran maga, la misma que me bendijo a mí, a Marcus, a
Balthar, a Bant y al resto de los herederos… La última de los tuyos… ¿Qué haces
aquí? ¿Cómo…? ¿Por qué…?
Había tantas cosas qué quería saber, tantas preguntas que necesitaban
respuesta que Rego no sabía por dónde comenzar. Los grandes magos eran una
leyenda, un mito cuya existencia sólo se demostraba cuando nacían nuevos
herederos y acudían a bendecirlos. Más allá de eso no se sabía nada. Habían
sido un misterio desde la Guerra de los Grandes Magos que arrasó con los
ducados de Nagareth y del Norte.
— Sshhh, cálmate, pequeño —dijo Elisee, levantándose y acercándose al
heredero, quien se encontraba demasiado aturdido para resistirse cuando ésta lo
hizo sentar en el sillón con palabras amables y una autoridad indiscutible,
como si fuese una madre que tratase con un niño alterado—. Estás cansado y no
te esperabas encontrarme aquí, lo entiendo. No te preocupes, que no me enfadaré
contigo aunque te estés comportando como un estúpido sin modales. ¿Cómo iba a
hacerlo? Tú y la chica del norte siempre habéis sido mis favoritos. Mis dos
grandes promesas.
¿Enfadarse? La maga había
pronunciado la palabra de manera casual, en broma, pero al escucharla Rego
había sentido como un escalofrío muy real le recorría el cuerpo.
— Me alegro mucho de verte en persona, ¿sabes? —. La maga se situó a su
espalda y puso sus manos sobre los hombros de Rego, recorriéndolos despacio con
las puntas de sus finos y suaves dedos. En el reposabrazos del sillón, el
cuervo contempló al heredero con la cabeza ladeada, casi como si tuviese
envidia —. Has crecido y te has convertido en un joven de lo más interesante.
— Gracias, supongo —dijo Rego, intentando que no se le notará en la voz
lo espeluznante que le estaba resultando todo esto—. Me gusta que la gente me
consideré interesante. Es casi lo mismo que caer bien, y de ahí a la amistad y
a reírnos delante de un fuego compartiendo chistes sólo hay un paso.
— No te gustaría mi sentido del humor, Rego. Cuando eres la última de los
tuyos, el rostro de tu único amor se ha perdido para siempre entre las brumas
del tiempo y tu vida se ve atada a una promesa sin sentido, tu humor se
retuerce y se vuelve una cosa oscura y desagradable. Lo horroroso empieza a
resultar fascinante, y te sorprendes a ti misma riendo como una niña pequeña
cuando ves a tu cuervo alimentarse de los ojos de los muertos.
¡Cambia
de tema, cambia de tema!
— Esto…. ¿Por qué vives aquí? Me imaginaba a la gran maga en un inmenso
castillo perdido en el Norte, con innumerables sirvientes y todo tipo de lujos.
No en una ciudad de Nagareth, en esta… —hizo un gesto con la mano, haciendo
referencia a la sala en la que se encontraban y que no destacaba en nada. A
parte del sofá en que se encontraba Rego, había una estantería repleta de
libros, un arcón cerrado y una mesa en la que reposaba una taza de lo que
parecía ser té. Ni siquiera había otra puerta que no fuese por la que había
entrado—. En esta habitación tan coqueta e íntima.
— Esta siempre ha sido mi tierra, Rego. ¿Por qué no iba a vivir en ella?
Cierto que no es más que un pálido reflejo de lo que fue una vez, pero le sigo
teniendo cariño. Así soy yo—, continúo, pasando al lado del heredero para
recoger al cuervo, acunarlo en sus brazos y sentarse en el sillón que estaba
enfrente suyo. ¿De dónde ha salido? ¡Hace
un momento sólo había un sillón! —, una romántica incurable.
— Pero vayamos al grano ya, sino te importa. Te dije antes que te
revelaría la verdad sobre el heredero de Nagareth; sobre su estado. Al
contrario que las pocas personas de este ducado que la conocen, yo no estoy
obligada por ningún juramento de lealtad a guardarla para mí.
— Dicho así, con todo el secretismo que le envuelve, cualquiera diría que
se está muriendo —aventuró Rego en broma.
La maga se limitó a sonreír como respuesta. No era una sonrisa bonita,
sino la misma sonrisa que pondría una viuda negra, si tuviese músculos faciales
que le permitiesen hacerla, momentos antes de devorar al macho de la especie.
— No me… ¡No puede ser cierto! Si está en plena forma, le he visto
moverse y luchar como si fuese un atleta. Vale, sí, es un poco raro que siempre
vaya tapado con su traje y con esa máscara, pero si estuviese enfermo me
hubiese dado cuenta. Estoy seguro.
Hubo una pausa.
— Creo.
Hubo otra pausa más larga.
— Aunque
la verdad es que siempre he sido bastante despistado… No sé.
— No hace falta que le des más vueltas, Rego —intervino la maga—. Yo te
revelaré la verdad. Pero a cambio, quiera que hagas una cosa por mí.
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