El primer día pasó y como era de esperar ninguno de los dos participantes
en el reto hizo acto de presencia. Con la llegada del segundo día, sin nada que
hacer aparte de mirar el camino y con pocas ganas de hablar, Rego empezó a
sentirse nervioso. ¿Quién ganaría? Si Balthar hacía honor a su bendición
llegaría primero y arrasaría con el ducado, tal y como había prometido. Esclavizaría
a los hombres adultos hasta matarlos a trabajar, esclavizaría sexualmente a las
mujeres y por si eso fuera poco mataría a los niños y ancianos.
La gente de este ducado no se merecía eso. Bueno, Rego no creía que nadie
se lo mereciese, pero esta gente, con la piel casi blanca por una vida bajo
tierra y unos ojos que nunca habían visto crecer la más miserable flor, aún
menos. La culpa sería de Bant, claro, pero en cierta manera Rego también se
sentía responsable, ¿pues quién sino él testificaría la victoria del señor de
Jötum?
Aghh, pensó llevándose las
manos a la cabeza meciéndola de arriba a abajo, ante la mirada perpleja de
Ashran. Odio esto. Odiaba las
responsabilidades y las cargas que vienen con ellas. Ya las odiaba en Aquaviva,
cuando no era más que una figura decorativa en las reuniones y fiestas del
ducado, así que ahora que de sus acciones dependía el destino de tanta gente le
gustaban aún menos. Sería feliz con una vida sencilla, pero parecía que los
dioses –y su maldita curiosidad por viajar y conocer de primera mano los siete
ducados- conspiraban en su contra para atormentarlo.
Esa noche se fue a dormir sumido en un mar de nervios, y no encontró
descanso alguno en las pesadillas que le acosaron y en las cuales veía los pasadizos
de Magrata cubiertos por una infinidad de cadáveres de rostros pálidos como la
cera y mirada acusadora. No fue hasta bien entrada la noche que no pudo dormir
un poco, aunque eso no fue suficiente para evitar que al día siguiente se
despertase con unas ojeras de caballo y echando de menos las siestas que se
tomaba en su despacho de Aquaviva.
Salió de su habitación bostezando y bajó las escaleras que llevaban hacia
el comedor de la posada, encontrándose con una situación diferente a la que se
esperaba. Normalmente sólo había tres o cuatro personas cuando iba a desayunar,
pero en esta ocasión la pequeña sala estaba llena hasta rebosar. Trabajadores
de las minas por un lado, guardias por otro, y mercaderes y guías en el resto
de mesas conformaban una escena con tanta variedad de gentes y razas que a Rego
le recordó a las posadas de su tierra.
Con una media sonrisa formándose en sus labios el heredero recorrió las
mesas, deleitándose con las conversaciones y el mar de acentos que podía
reconocer. Los mercaderes eran de la Costa Verde, de Aquaviva, de las regiones
del sur… e incluso de rincones fuera de los siete ducados. Sus conversaciones
giraban en torno a pérdidas y ganancias, como siempre, pero no debían estar muy
preocupados pues no dejaban de pedir más bebida y comida entre risas y
comentarios mordaces. Todo lo contrario que los trabajadores de las minas.
Caras serias en rostros arrugados y
consumidos, que apenas daban un sorbo a sus bebidas mientras observaban con la
mirada perdida las cartas de sus manos. Apenas hablaban entre ellos, y cuando
lo hacían sus voces roncas estaban teñidas de una nota de resignación que casi
parecía una segunda piel para ellos.
— ¿Qué está pasando? —preguntó a Ashran en cuanto se acercó a la mesa en
la que desayunaba el jinete—. ¿Por qué hay tanta gente?
— Hay una tormenta de ceniza, mucho más fuerte que la que sufrimos
nosotros. Nadie puede entrar ni salir de la ciudad, ni siquiera Balthar se
arriesgará a cabalgar en estas condiciones.
— Ya veo —dijo Rego sentándose a la mesa—. Eso explica la presencia de
los mercaderes, los guardias y guías. Pero no entiendo por qué hay tantos
trabajadores de las minas. ¿Es día festivo o algo así?
Aunque no es que tengan mucha cara
de fiesta…
— No es eso, señor —respondió el posadero, que se había acercado a la
mesa para traer unos aperitivos a base de reptiles fritos y unos pequeños
hongos que olían a pimienta—. Estas personas trabajan en las zonas más
profundas de la mina; casi en el mismo corazón de la montaña. Es peligroso
trabajar en esos lugares cuando hay tormentas de ceniza tan fuertes; a la
tierra no… no le gusta.
— ¿No
le gusta? —preguntó Rego arqueando una ceja.
— La vieja magia aún vive fuerte en estas montañas, señor, y afecta a
todo lo que las rodea. Aquí las cosas son diferentes. Seguro que ha oído las
historias de personas de Nagareth con algún aspecto físico peculiar.
Rego asintió, recordando a su amiga Misa y su cabello de un rojo fuego.
Despidió al posadero con unas palabras amables y sacudió la cabeza, pensativo,
mientras observaba de reojo a los deprimentes trabajadores y daba un bocado a
un reptil frito.
— Ya sé que su vida no debe ser muy divertida, pero podrían estar más
alegres, ¿no? Al menos hoy tienen fiesta.
— Hoy no ganarán nada, Rego
—dijo Ashran—. Para gente tan pobre, eso nunca es motivo de alegría.
El heredero abrió la boca, pero acabó cerrándola al sentirse como un
idiota. No se le había pasado por la cabeza que nadie pudiese sufrir por un día
sin trabajo. Había muchas cosas que nunca se le habían pasado por su cabeza
estúpida.
Desvío la mirada una vez más hacia los mineros, fijándose en sus arrugas,
en sus manos encallecidas y sus ojos sin esperanza. Su vida no se parecía en
nada a la que él, ya fuese como heredero o como ciudadano de Aquaviva, había
disfrutado, pero estaba seguro que si Balthar ganaba el desafío aún sería mucho
peor. Y mientras pensaba eso tomó una decisión, una decisión tan firme que le
costó reconocerla como suya.
No puedo dejar que Balthar cumpla
sus amenazas con esta gente.
La tormenta no perdió fuerzas hasta el anochecer, y no fue hasta la
llegada del nuevo día que el tiempo se serenó lo suficiente como para poder
salir de la ciudad. Como en los días anteriores, él y Ashran esperaron
pacientemente a la entrada de Magrata, observando atentamente el camino de la
montaña. De tanto en tanto charlaban entre si para matar el tiempo, o mejor
dicho Rego hablaba y Ashran asentía con la cabeza o soltaba una o dos palabras
entre frase y frase, tan escueto como de costumbre.
Al atardecer su paciencia se vio recompensada, pues apareció un jinete.
Debido a la distancia y a la falta de luz no se le veía bien, por lo que
podía ser cualquiera de los dos. Seis
días, pensó Rego, seis días han
pasado desde que empezaron su viaje. ¿Quién puede hacer un viaje que
normalmente lleva diez días a caballo en tan sólo seis?
Sólo una persona. Balthar.
Aún estaba lejos, pero ya se le podía distinguir. Era Balthar, sin duda.
Cabalgaba con una destreza increíble, conduciendo a su caballo por el peligroso
camino de montaña con una velocidad con la que cualquier otro jinete menos
hábil se hubiera despeñado. Montura y jinete eran uno cuando Balthar cabalgaba.
Del heredero de Nagareth no había ni rastro.
— No dejaré que Balthar se haga con
estas gentes, Ashran.
Sacó el cuchillo que había robado de la posada y lo blandió ante el
jinete, sosteniéndolo con firmeza. Estaba decidido a morir si con eso acababa
con el señor de Jötum. Ashran retrocedió ante esta inesperada amenaza, y cuando
habló su voz era tan fría y controlada como la primera vez que se habían visto,
cuando dio las órdenes de capturar y matar a sus compañeros de viaje en la
caravana.
— Ha ganado el desafío. El heredero de Nagareth sabía a lo que se exponía
cuando le retó, Rego. Esto no es asunto tuyo.
— ¡Claro que es asunto mío! Balthar arrasará estas tierras. No me importa
quién haya ganado el desafío, no dejaré que se salga con la suya. No… no puedo
hacerlo. Ninguna persona con conciencia lo haría.
— Es
mi señor, Rego.
— ¡Es un monstruo! ¿Cuántas personas han muerto por su culpa? ¿Cuántas
otras, leales servidores como tú, se han manchado las manos con la sangre de
inocentes siguiendo sus órdenes? ¡No
debe ganar! ¡No es justo!
El corazón le latía desbocado y el aire le faltaba en los pulmones, como
si acabase de echar una carrera. Se obligó a calmarse, a respirar con
normalidad, pero era tan incapaz de hacerlo como de relajar el brazo en que
sostenía el cuchillo y que ahora se tambaleaba, frenético.
— Si…
si no hay más remedio lo mataré, Ashran. Es… es necesario.
Ashran no dijo nada. Se llevó las manos a la cabeza y se quitó la
máscara, revelando su rostro indiferente y sus profundos ojos azules que
reflejaban con fuerza una única emoción.
La misma emoción que había visto en los trabajadores de la mina:
resignación.
— ¿Lo harás, Rego? ¿Lo matarás? Deberás matarme a mi primero, y los dos
sabemos que no podrás. Heredero de Aquaviva, tú puedes ser muchas cosas, pero
jamás serás un asesino. Eres demasiada buena persona para ello.
Rego no respondió. La ceniza caía sobre ellos como un oscuro manto, pero
aun así podía ver a Balthar cada vez más cerca, cada vez más seguro de su
victoria inminente. Se mordió los labios, nervioso, incapaz de decidir qué
hacer pero sabiendo en lo más profundo de su ser que Ashran tenía razón, y
maldiciéndose a sí mismo por ello.
Tan tenso estaba que tardó en darse cuenta de que Ashran ya no le miraba
a él, si no a la figura que se encontraba a su espalda y que había aparecido
proveniente de la ciudad de Magrata.
— Eso no será necesario, amigo
mío. Hoy no morirá nadie.
Una mano le sujetó el brazo del cuchillo, apremiándole a que lo guardase.
Rego se giró, alarmado, y soltó un grito de sorpresa cuando lo reconoció. El
enmascarado, el heredero de Nagareth estaba ahí.
— ¿Cómo? ¿Cuándo has llegado?
— Hace poco más de diez minutos, a través de la mina -dijo señalando a la
ciudad que se encontraba a su espalda.
Sus extraños ropajes estaban negros como el carbón y rotos por números
cortes. Estaba agotado, exhausto; apenas se mantenía en pie. Pero ahí estaba,
indiscutible ganador del reto.
— ¿Pero cómo lo has logrado? ¿Y tu caballo?
— Mi caballo lo deje hace días a la entrada de una mina. Y he llegado
hasta aquí atravesándola, arrastrándome por pasadizos estrechos y oscuros,
ignorando el frío y las rocas afiladas que me rasgaban las ropas y la piel,
evitando las bestias mágicas y marchando siempre en línea recta y hacía arriba
en dirección a la ciudad en vez de tomar un camino que da vueltas a la montaña
como habría hecho de ir a caballo. Sin dormir, sin tener que parar mi marcha
por la tormenta de ceniza, comiendo y bebiendo según avanzaba.
— Pero he llegado primero — susurró mientras se desmayaba en los brazos de
Rego, ligero como una pluma—. He llegado primero.
Lo sostuvo en sus brazos, demasiado sorprendido para decir nada, para
pensar siquiera. ¡Bant había ganado, lo había conseguido! Había vuelto a
superar a un heredero, demostrando una vez más que las bendiciones no son
invencibles. Y lo que es mejor, había salvado a su tierra y a sus gentes.
Y a mí también me ha salvado, este
condenado enmascarado…
— ¡Ashran!
El señor de Jötum avanzaba a galope tendido, corriendo como un demonio
por el pedregoso camino hasta llegar a donde se encontraban.
— Mi señor, el heredero de Nagareth ha ganado la apuesta, no hay nada que
yo pueda…
— No seas estúpido, Ahsran —exclamó despectivamente Balhtar, desmontando
de su caballo de un ágil salto y tirando su máscara al suelo, furioso—. ¿Me ha
ganado, dices? ¡Yo no puedo perder, imbécil! Soy el más rápido cabalgando, esa
es la bendición que me dio la maga. ¡Nadie me puede ganar!
— No te ha ganado cabalgando, Balthar —le dijo Rego, disfrutando
enormemente de la situación—. Aun así, Bant ha llegado primero. Has perdido el
desafío.
El Señor de Jötum le miró como si estuviese contemplando a un molestoso
insecto que se había cruzado en su camino; un insecto al que no dudaría en
aplastar de un pisotón.
— Puede
que tengas razón, heredero de Aquaviva, pero dime, ¿quién lo sabrá?
Mierda, pensó Rego, tragando
saliva al ver que Balthar desenvainaba la espada que llevaba al cinto. Esto no pinta nada bien.
— Matémosles, Ashran —dijo Balthar entregándole la daga que llevaba en la
pierna—. Diremos a todo el mundo que yo gané el desafío. Este ducado será mío.
Ashran sostuvo la daga en silencio. Su mirada fue primero hacia Balthar,
quien sonreía cruelmente anticipando la emoción del asesinato, después a Rego,
para acabar por fin en el inconsciente enmascarado. Por primera vez desde que
lo conocía, Rego pudo ver qué el jinete dudaba.
— Siempre puedes elegir, Ashran —dijo Rego—. No eres una herramienta sin
voluntad.
La mano de Ashran se cerró con fuerza sobre el puño de la daga.
— Yo
sirvo al señor de Jötum, Rego. Siempre.
Su daga se movió como un rayo, y en respuesta una larga trenza de
cabellos cayó al suelo. Negándose a creer lo que acababa de suceder, Balthar se
llevó la mano a la cabeza a donde hasta hacía unos instantes tenía la cuarta
trenza que le distinguía como Señor de Jötum.
— Ya no eres digno del honor de llevar cuatro trenzas, Balthar. Has
perdido el desafío —anunció con voz grave Ashran. Aturdido, Balthar apenas se
resistió cuando su antiguo siervo lo desarmó y le obligó a postrarse de
rodillas ante Bant—. Seamos los primeros en jurar lealtad al nuevo duque de las
llanuras de Jötum.
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