Rego puso una
nueva moneda sobre la mesa, dejo una de sus cartas con los descartes y cogió
otra del mazo, examinándola con la misma mirada casual e indiferente que su
secretario dedicaba a los papeles sin importancia. Era una mirada que decía:
“sé que estás aquí y en algún momento tendré que tratar contigo, pero no me
importas los más mínimo”. Rego había practicado durante horas delante del
espejo hasta lograr dominarla.
Era un tres de picas. Junto con el
resto de cartas que tenía en la mano, tenía la impresionante jugada de… nada.
Mierda.
Yo y mi manía de ir siempre a por escaleras imposibles.
Sin embargo, no dejo que su mala
suerte se reflejase en su rostro. Mantuvo su “mirada casual” activada, sabiendo
que los otros jugadores, dos mercaderes de la Costa Verde con el ceño fruncido
por una tarde de perdidas, le estarían observando en busca de cualquier gesto
involuntario que se le escapase y delatase su jugada. De hecho contaba con
ello, así que fingió un amago de sonrisa, poco más que una ligera curvatura de
los labios que no llegó a durar ni un segundo, pero suficientemente visible
para los ojos atentos.
— Me
retiro.
— Yo
también.
Ya iba tocando, pensó Rego
recogiendo un abultado puñado de monedas mientras sus rivales lanzaban bufidos
de frustración y maldecían su mala suerte. Rego no creía que fuesen muy buenos
en los negocios, si eran tan lentos y ciegos para los detalles del juego.
Uno de los comerciantes se levantó para marcharse, harto de perder su
dinero, y el otro, excusándose en que debía asegurar que los esclavos habían
preparado correctamente su caravana, no tardó en imitarle.
Con ellos se iba la diversión del día. Lanzó un suspiro mientras se
echaba hacia atrás en la silla, tanteando con desinterés su vacía copa de vino.
Volvía a estar aburrido.
Cuatro días habían pasado desde la derrota de Balthar. Ashran se había
marchado con su antiguo señor y Bant estaba descansando en la casa del alcalde
de Magrata, recuperándose del esfuerzo realizado en el agotador viaje. Al
principio él también había agradecido descansar un poco tras tanta tensión y
nervios, quizás recuperar unas cuantas horas de sueño y aprovechar el resto del
tiempo libre para conocer un poco la ciudad, visitar los jardines de hongos,
conocer las costumbres de la gente del ducado; ese tipo de cosas. Parecía un
buen plan.
Por desgracia, no había salido como esperaba.
El primer día tenía pensado dedicarlo por completo a dormir y relajarse, pero
tras una mañana sin hacer otra cosa que estar tirado en la cama cambió de idea.
Realmente, él no era de la clase de personas que se quedaban descansando cuando
ahí fuera había todo un mundo por descubrir. Así que por la tarde, tras ponerse
una muda limpia y darse un atracón de reptil frito, salió dispuesto a visitar
la ciudad y conocerla un poco mejor. Disfruto recorriendo el laberinto de
pasadizos y corredores que surcaban la montaña, dejándose perder por oscuros
recovecos y cuevas abandonadas como un niño que juega al escondite. Subió y
bajo por infinidad de escaleras y ascensores de polea y visitó las enormes
cavernas donde se cultivaban hongos y líquenes, quedándose con la boca abierta
al contemplar columnas más grandes que el mercado de su ciudad natal, teñidas
por tiras verdes y marrón de vegetación. Todo lo que veía era tan único, tan
diferente a la vida que había conocido en Aquaviva que jamás se lo hubiese
imaginado. Durante el primer y segundo día iba a todas partes con una sonrisa
de bobalicón en la cara.
Pero al tercer día ya estaba harto de los pasadizos oscuros, de subir y bajar
para ir a cualquier lado y de comer setas y lagartijas. Magrata no era más que
una pequeña ciudad minera, así que no había monumentos que ver, coloridos
mercados ni espectáculos de ningún tipo para divertir al viajero. Ni siquiera
pudo acercarse a la mina de la ciudad, vigilada por guardias que sólo dejaban
entrar a los trabajadores. Al final, su único entretenimiento eran las partidas
de cartas que jugaba de tanto en tanto en la posada, con los incautos de los
mercaderes y sus guardias.
Además, la gente de Nagareth desconfiaba de él. No eran hostiles, desde
luego, pues le trataban con gran amabilidad y respeto, pero rehuían contestar a
sus preguntas tanto sobre ellos como sobre su heredero. Daba igual que les
preguntase preocupado por el estado de Bant o que tan sólo mostrase interés por
sus costumbres, nunca recibía más respuesta que un incómodo silencio o un
rápido cambio de tema, con suerte. Y en ocasiones, por paranoico que suene,
había llegado a sentirse observado, como si le estuviesen siguiendo. Había
llegado a pensar que los guardias que había mandado su padre tras él, a los que
estaba seguro de haber perdido en las regiones del sur, habían dado con él.
Pero no, si fueran ellos ya le habrían atrapado y estaría a medio camino de su
palacio. Eran los locales, sin duda, por muy siniestro que resultase.
Por supuesto, había otra explicación más sencilla. Sin nada que hacer
aparte de pasar las horas muertas sentado bebiendo una insípida cerveza y
jugando a cartas con novatos, no le extrañaría demasiado que su cerebro se
estuviese inventando todo esto para tenerlo entretenido un poco.
Así que estaba aburrido, claro, ¿cómo no iba a estarlo? Y para empeorar
las cosas empezaba a estar seriamente preocupado por Bant. Hacía cuatro días
que no recibía noticias suyas y no tenía la más remota idea de cómo se
encontraba. La última vez que lo vio tenía un aspecto horrible, con su ropa
llena de cortes y rasguños, era muy posible que tuviese alguna herida grave.
Había ido a visitarlo en repetidas ocasiones a la casa del alcalde para
preguntar por el estado de su compañero; pero el alcalde siempre le decía lo
mismo: que “estaba descansando” y se negaba a dejarle pasar. A él, el heredero
de Aquaviva. No estaba acostumbrado a que nadie se negase a sus peticiones. Resultaba
novedoso, desde luego, pero también….
¿Cuál es la palabra?, pensó,
intentando recordar mientras pedía que le llenasen la copa. Frustrante. Exacto. Frustrado de que no
le dejasen ver cómo estaba su amigo, pero también frustrado por que le tomasen
por tonto, porque pensasen que no se daría cuenta de sus falsas sonrisas y sus
miradas huidizas cuando preguntaba por Bant. Algo pasaba con el enmascarado, y
por lo visto no querían que él se enterase.
La camarera le llenó la copa y Rego se la acabó de un solo sorbo, para
inmediatamente pedir que se la volviese a llenar. El vino estaba un poco pasado
y tenía un regustillo agrio, pero tras beberlo sentía como un agradable
calorcillo le recorría el cuerpo y le disparaba el ánimo. Bebió otra copa, y
luego otra y otra más, buscando ese punto en que el sentido común se hunde en
un mar de alcohol barato y la prudencia es reemplazada por el entusiasmo y un
coraje a prueba de puñaladas. Y ese punto llegó, más o menos, cuando ya era
noche cerrada y la posada se animaba un poco con los parroquianos que venían a
cenar.
Se acabó el hacer de niño bueno,
pensó levantándose de la mesa de golpe y saliendo de la posada, sin darle
importancia a la bolsa de monedas que había dejado atrás ni a las exclamaciones
de sorpresa que arrancó su repentina acción en la sala. Caminaba con pasos
rápidos y decididos, sin un asomo de duda y con un objetivo muy claro en su
mente enfervorecida por el alcohol.
Esta noche voy a descubrir qué
demonios pasa con Bant. La gente de
este ducado no saben de qué es capaz Rego de Aquaviva.
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