lunes, 8 de septiembre de 2014

Capítulo 8 (Parte 2) - Un súbdito leal


    Ten, ponte esto.
Ashran sacó de los fardos de comida que llevaba su caballo un par de máscaras, parecidas a la que llevaba siempre el heredero de Nagareth pero más sencillas, ya que sólo cubrían la parte frontal de la cara y no estaban preparadas para comer con ellas puestas. Le entregó una a Rego, quien la sostuvo entre sus manos con expresión dubitativa mientras Ahsran se ponía la suya.


Pesa más de lo que me imaginaba, pensó Rego, acercándose la máscara al rostro pero deteniéndose cuando ésta apenas se encontraba a unos centímetros de distancia de su piel. Era áspera al tacto, con un olor fuerte que le hizo arrugar la nariz y le recordó a cuando era un crío y había visitado la tienda de un alquimista. Se suponía que no le molestaría al respirar con ella puesta, pero sólo de imaginársela encima, apretada y sujeta contra su cara por las cintas, el pulso se le aceleraba.
            Pero por lo mucho que le desagradase la idea tenía que hacerlo, por el mismo motivo por el cual no crecía ni un brote verde sobre Nagareth, por el mismo motivo por el cual esta era la tierra más yerma y desolada de los siete ducados: la ceniza. La ceniza que incluso en las afueras del ducado caía constantemente, y a la cual le habían bastado unos pocos minutos para cubrir con una fina capa de polvillo gris sus ropas.
            El caballo de Rego bufó y agitó la cabeza de repente, inquieto porque acusaba el estado de ánimo de su jinete. Rego le calmó con unas suaves caricias y hablándole en un tono cariñoso, una mano su cuello y la otra sosteniendo aún la máscara.  
— ¿Y los caballos? ¿No deberían ellos también llevar una máscara, o algo así que les proteja de la lluvia? Respirarán la ceniza igual que nosotros.
— No te preocupes por ellos —. El heredero se echó hacia atrás en la silla de montar, sorprendido ante el tono de voz de Ashran tras ponerse la máscara. Demonios, realmente este artilugio te hace la voz más grave—. Los caballos son más fuertes que nosotros, pueden estar unas cuantas semanas respirando la ceniza sin que les pase nada—.  Hizo una pausa, como si estuviese rememorando un recuerdo perturbador—.  Al menos siempre y cuando no nos encontremos una tormenta de ceniza.
 Reanudó la marcha sin explicar sus últimas palabras, y Rego no tuvo más remedio que hacer de tripas corazón y ponerse la máscara. Para su sorpresa, una vez pasados los primeros –y al mismo tiempo insoportablemente largos- segundos de agobio no resultaba tan asfixiante como se esperaba. Le picaba un poco el cuello donde rozaba con las tiras y el aire tenía un regusto metálico, pero a través de sus lentes podía ver el mundo que le rodeaba sin miedo a que la ceniza le cayese en los ojos.
Alzó la cabeza, observando con respeto y un poco de temor las altas cimas y las oscuras nubes de tormenta que tenían ante ellos. Habían recorrido la mitad del camino, pero todavía les quedaba la parte más dura.
Durante los días siguientes avanzaron por estrechos y pedregosos caminos de montaña, puentes que atravesaban precipicios que se perdían en el vacío y pueblos fantasmas, abandonados cuando se acabaron los metales de las minas que explotaban. Y siempre, sobre ellos, la constante lluvia de ceniza que oscurecía el sol y teñía sus ropas de un deprimente color negruzco. Era una marcha lenta, cuidadosa, que les obligaba a avanzar con precaución para no lastimar a los caballos y a buscar un refugio cuando necesitaban descansar o comer. Cuando llegaba la noche se encontraban tan exhaustos por el esfuerzo realizado como abatidos por los desolados paisajes que habían contemplado que enseguida caían dormidos como rocas, sin intercambiar más de un par de frases cortas entre ellos.
Nagareth era una tierra gris, y grises eran los ánimos de quienes viajaban por ella.
Así llegó el octavo día de camino, el día en que el heredero de Nagareth y el Señor de Jötum comenzaban su desafío. Rego le deseó buena suerte al enmascarado, esperando que no tuviese ningún problema cabalgando por las llanuras. A su lado Ashran parecía perdido en sus pensamientos mientras observaba las negras nubes que empezaban a acumularse sobre sus cabezas.
Eran unas nubes con un aspecto siniestro incluso para los estándares del ducado. Más oscuras que una noche sin estrellas, se extendían como una masa espesa y gigantesca por el cielo de tormenta ocultando todo a su paso. A una escala mucho menor, a Rego le recordaba una ocasión en que había presenciado como un barril de alquitrán se derramaba sobre el mar. El viscoso líquido se había extendido por las aguas cubriéndolas con una oscuridad que casi parecía estar viva.
    Es una tormenta de ceniza —dijo Ashran—.  Debemos buscar refugio.
El jinete no había alzado la voz, pero el miedo que había en sus palabras le puso los pelos de punta a Rego.  Eso, y la velocidad a la que las nubes descendían montaña abajo. En apenas unos minutos las tendrían encima, y no necesitaba más explicaciones por parte de Ashran para darse cuenta de que eso no sería bueno.
Demasiado alejados del último pueblo fantasma como para regresar antes de que les alcanzase la tormenta, cabalgaron camino arriba a toda prisa en busca de un refugio. Por primera vez desde que iniciaron el viaje por estas tierras montañosas que Ashran descuidó la seguridad de los caballos, obligándoles a galopar y a saltar por terreno pedregoso y empinado. Rego, que no era ni de lejos un jinete tan hábil como Ashran,  poco pudo hacer más que bajar la cabeza y agarrarse a las riendas, confiando en que su caballo seguiría a la otra bestia.
— ¡Un refugio! —exclamó Ashran—. Ayúdame a buscar un refugio, Rego, o no saldremos de esta. Una cueva, un almacén abandonado, una cabaña… Cualquier cosa que nos sirva de refugio contra la tormenta. ¡Rápido!
            Rego no tenía ni la más remota intención de morir en estas montañas desoladas, pero no era tan fácil hacer lo que le pedía Ashran. Se sentía poco más que un fardo sobre la silla de montar, botando con cada salto y sin control alguno sobre su destino. ¿Cómo iba a ponerse a buscar un refugio si apenas podía mantenerse sobre su caballo?  Además, y para empeorar aún más la situación, cada vez veía menos a través de las lentes de cristal de su máscara. Precisamente en el momento que más falta le hacían tenían que ponerse sucias, como si…
            Es la tormenta, pensó mientras un escalofrío le recorría la espalda. Ya la tenemos casi encima y cada vez cae más ceniza.
            Apretando los dientes, sacó coraje de la terrible situación –estaba perdido si no lo hacía- y forzó los músculos de su cuerpo hasta que logró incorporarse sobre la silla de montar, una mano agarrando desesperadamente las riendas y otra limpiando las lentes de la máscara con pasadas rápidas y nerviosas. Las sacudidas y giros del caballo amenazaban con tirarlo al más mínimo descuido, pero no se rindió. El miedo le dio energías para luchar por su vida, para rebuscar por los alrededores en medio del mundo gris que le rodeaba en busca de algo, cualquier cosa, que les sirviese de refugio.
            A tu derecha, mira bajo.
— ¡Allí! —. Señaló a una piedra marcada con runas que había a un lado del camino y que se abría a un pequeño desvío medio oculto entre las rocas. De alguna manera le había llamado la atención en medio de la lluvia de ceniza—. No reconozco el idioma, pero puede ser alguna pista de un refugio, ¿no?
Tenía que serlo. ¿Para qué, sino, iban a molestarse los habitantes del ducado en tallar unas runas en piedra?
— Puede ser —dijo Ashran, frenando a su caballo y dando la vuelta. Se detuvo frente a la piedra, y la estuvo examinando durante unos segundos que se le hicieron eternos a Rego, que tuvo que limpiarse las lentes de la máscara un par de veces antes de que el noble jinete volviese a hablar—. Bien visto. Es una señal para indicar que hay una mina cercana. Estamos a salvo.

            Rego lanzó un suspiro de alivio. Habían tenido mucha suerte encontrando la piedra justo cuando la tormenta estaba a punto de echárseles encima, pero no pensaba discutir a los dioses por sus pequeños milagros.

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