— Ten,
ponte esto.
Ashran sacó de los fardos de comida que llevaba su caballo un par de
máscaras, parecidas a la que llevaba siempre el heredero de Nagareth pero más
sencillas, ya que sólo cubrían la parte frontal de la cara y no estaban
preparadas para comer con ellas puestas. Le entregó una a Rego, quien la sostuvo
entre sus manos con expresión dubitativa mientras Ahsran se ponía la suya.
Pesa más de lo que me imaginaba,
pensó Rego, acercándose la máscara al rostro pero deteniéndose cuando ésta
apenas se encontraba a unos centímetros de distancia de su piel. Era áspera al
tacto, con un olor fuerte que le hizo arrugar la nariz y le recordó a cuando
era un crío y había visitado la tienda de un alquimista. Se suponía que no le
molestaría al respirar con ella puesta, pero sólo de imaginársela encima,
apretada y sujeta contra su cara por las cintas, el pulso se le aceleraba.
Pero por lo mucho que le desagradase
la idea tenía que hacerlo, por el mismo motivo por el cual no crecía ni un
brote verde sobre Nagareth, por el mismo motivo por el cual esta era la tierra
más yerma y desolada de los siete ducados: la ceniza. La ceniza que incluso en
las afueras del ducado caía constantemente, y a la cual le habían bastado unos
pocos minutos para cubrir con una fina capa de polvillo gris sus ropas.
El caballo de Rego bufó y agitó la
cabeza de repente, inquieto porque acusaba el estado de ánimo de su jinete.
Rego le calmó con unas suaves caricias y hablándole en un tono cariñoso, una
mano su cuello y la otra sosteniendo aún la máscara.
— ¿Y los caballos? ¿No deberían ellos también llevar una máscara, o algo
así que les proteja de la lluvia? Respirarán la ceniza igual que nosotros.
— No te preocupes por ellos —. El heredero se echó hacia atrás en la
silla de montar, sorprendido ante el tono de voz de Ashran tras ponerse la
máscara. Demonios, realmente este
artilugio te hace la voz más grave—. Los caballos son más fuertes que
nosotros, pueden estar unas cuantas semanas respirando la ceniza sin que les
pase nada—. Hizo una pausa, como si
estuviese rememorando un recuerdo perturbador—.
Al menos siempre y cuando no nos encontremos una tormenta de ceniza.
Reanudó la marcha sin explicar sus
últimas palabras, y Rego no tuvo más remedio que hacer de tripas corazón y
ponerse la máscara. Para su sorpresa, una vez pasados los primeros –y al mismo
tiempo insoportablemente largos- segundos de agobio no resultaba tan asfixiante
como se esperaba. Le picaba un poco el cuello donde rozaba con las tiras y el
aire tenía un regusto metálico, pero a través de sus lentes podía ver el mundo
que le rodeaba sin miedo a que la ceniza le cayese en los ojos.
Alzó la cabeza, observando con respeto y un poco de temor las altas cimas
y las oscuras nubes de tormenta que tenían ante ellos. Habían recorrido la
mitad del camino, pero todavía les quedaba la parte más dura.
Durante los días siguientes avanzaron por estrechos y pedregosos caminos
de montaña, puentes que atravesaban precipicios que se perdían en el vacío y pueblos
fantasmas, abandonados cuando se acabaron los metales de las minas que
explotaban. Y siempre, sobre ellos, la constante lluvia de ceniza que oscurecía
el sol y teñía sus ropas de un deprimente color negruzco. Era una marcha lenta,
cuidadosa, que les obligaba a avanzar con precaución para no lastimar a los
caballos y a buscar un refugio cuando necesitaban descansar o comer. Cuando llegaba
la noche se encontraban tan exhaustos por el esfuerzo realizado como abatidos por
los desolados paisajes que habían contemplado que enseguida caían dormidos como
rocas, sin intercambiar más de un par de frases cortas entre ellos.
Nagareth era una tierra gris, y grises eran los ánimos de quienes
viajaban por ella.
Así llegó el octavo día de camino, el día en que el heredero de Nagareth
y el Señor de Jötum comenzaban su desafío. Rego le deseó buena suerte al
enmascarado, esperando que no tuviese ningún problema cabalgando por las
llanuras. A su lado Ashran parecía perdido en sus pensamientos mientras
observaba las negras nubes que empezaban a acumularse sobre sus cabezas.
Eran unas nubes con un aspecto siniestro incluso para los estándares del
ducado. Más oscuras que una noche sin estrellas, se extendían como una masa
espesa y gigantesca por el cielo de tormenta ocultando todo a su paso. A una
escala mucho menor, a Rego le recordaba una ocasión en que había presenciado
como un barril de alquitrán se derramaba sobre el mar. El viscoso líquido se
había extendido por las aguas cubriéndolas con una oscuridad que casi parecía
estar viva.
— Es
una tormenta de ceniza —dijo Ashran—.
Debemos buscar refugio.
El jinete no había alzado la voz, pero el miedo que había en sus palabras
le puso los pelos de punta a Rego. Eso,
y la velocidad a la que las nubes descendían montaña abajo. En apenas unos
minutos las tendrían encima, y no necesitaba más explicaciones por parte de
Ashran para darse cuenta de que eso no sería bueno.
Demasiado alejados del último pueblo fantasma como para regresar antes de
que les alcanzase la tormenta, cabalgaron camino arriba a toda prisa en busca
de un refugio. Por primera vez desde que iniciaron el viaje por estas tierras
montañosas que Ashran descuidó la seguridad de los caballos, obligándoles a
galopar y a saltar por terreno pedregoso y empinado. Rego, que no era ni de
lejos un jinete tan hábil como Ashran,
poco pudo hacer más que bajar la cabeza y agarrarse a las riendas, confiando
en que su caballo seguiría a la otra bestia.
— ¡Un refugio! —exclamó Ashran—. Ayúdame a buscar un refugio, Rego, o no
saldremos de esta. Una cueva, un almacén abandonado, una cabaña… Cualquier cosa
que nos sirva de refugio contra la tormenta. ¡Rápido!
Rego no tenía ni la más remota
intención de morir en estas montañas desoladas, pero no era tan fácil hacer lo
que le pedía Ashran. Se sentía poco más que un fardo sobre la silla de montar,
botando con cada salto y sin control alguno sobre su destino. ¿Cómo iba a ponerse
a buscar un refugio si apenas podía mantenerse sobre su caballo? Además, y para empeorar aún más la situación,
cada vez veía menos a través de las lentes de cristal de su máscara.
Precisamente en el momento que más falta le hacían tenían que ponerse sucias,
como si…
Es
la tormenta, pensó mientras un escalofrío le recorría la espalda. Ya la tenemos casi encima y cada vez cae más
ceniza.
Apretando los dientes, sacó coraje
de la terrible situación –estaba perdido si no lo hacía- y forzó los músculos
de su cuerpo hasta que logró incorporarse sobre la silla de montar, una mano
agarrando desesperadamente las riendas y otra limpiando las lentes de la
máscara con pasadas rápidas y nerviosas. Las sacudidas y giros del caballo
amenazaban con tirarlo al más mínimo descuido, pero no se rindió. El miedo le
dio energías para luchar por su vida, para rebuscar por los alrededores en
medio del mundo gris que le rodeaba en busca de algo, cualquier cosa, que les
sirviese de refugio.
A
tu derecha, mira bajo.
— ¡Allí! —. Señaló a una piedra marcada con runas que había a un lado del
camino y que se abría a un pequeño desvío medio oculto entre las rocas. De
alguna manera le había llamado la atención en medio de la lluvia de ceniza—. No
reconozco el idioma, pero puede ser alguna pista de un refugio, ¿no?
Tenía que serlo. ¿Para qué, sino, iban a molestarse los habitantes del
ducado en tallar unas runas en piedra?
— Puede ser —dijo Ashran, frenando a su caballo y dando la vuelta. Se
detuvo frente a la piedra, y la estuvo examinando durante unos segundos que se
le hicieron eternos a Rego, que tuvo que limpiarse las lentes de la máscara un
par de veces antes de que el noble jinete volviese a hablar—. Bien visto. Es
una señal para indicar que hay una mina cercana. Estamos a salvo.
Rego lanzó un suspiro de alivio.
Habían tenido mucha suerte encontrando la piedra justo cuando la tormenta
estaba a punto de echárseles encima, pero no pensaba discutir a los dioses por
sus pequeños milagros.
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