¿Qué?
Lenst cargó hacia el líder de los jinetes, la espada en la mano y los
pies rápidos como si tuviese veinte años menos. Bant se quedó atrás, dando
instrucciones a los mercaderes para que entrasen en los carromatos donde estarían
a cubierto de las flechas.
Esto no debería haber salido así.
Un jinete se interpuso en el camino de Lenst, pero el viejo guerrero
desvió su acometida con su arma, dando un paso veloz hacia adelante para
adentrarse bajo su guardia y derribarlo de un golpe con el pomo de su espada en
la sien. No había caído su rival al suelo que Lenst ya seguía adelante,
haciendo retroceder a un par de enemigos con un feroz mandoble de izquierda a
derecha y acercándose a su líder.
Podemos ganar. Si Lenst lo mata aún
podemos…
Una flecha atravesó la pierna izquierda de Lenst, acabando con las vanas
esperanzas de Rego. El viejo soldado cayó de rodillas con un grito que era más
de frustración que de dolor. Intentó ponerse de pie apoyando el peso en la
pierna buena mientras mantenía a distancia a sus rivales con su arma, pero un
jinete le pegó una fuerte patada por la espalda y lo mandó de bruces contra el
suelo.
Rego no sabía qué hacer, ni siquiera qué pensar. Los jinetes se acercaban
por todas partes, pero él no podía hacer nada. Nada. Nada salvo mirar como, en
escasos segundos, entrarían a los carromatos y matarían a los mercaderes y a
sus familias uno a uno, horrorizado y agradecido porque él no sería uno de
ellos. Él era un heredero, no le tocarían ni un pelo. Estaba a salvo.
Sufrió un espasmo y se llevó la mano
a la boca, asqueado de sí mismo y sintiendo ganas de vomitar. Buena gente,
gente con la que había hablado y bromeado, serían asesinados ante sus ojos y él
sentía alivio por no compartir su destino. Tenía un nudo en el estómago, una
sensación extraña que era incapaz de ponerle nombre. Nunca antes se había
sentido así.
¿Qué
es… esto?, pensó mientras su cuerpo se sacudía presa de temblores. ¿Qué es esta sensación tan horrible que se
ha apoderado de mí, que me retuerce por dentro?
Entonces reparó en la lanza, la que había dejado clavado en el suelo
cuando buscaba el sello de su ducado. Podía cogerla. Podía luchar con ella,
intentar defender a los mercaderes. Una lanza a dos manos como esa era fácil de
utilizar, y aún sin tener mucha experiencia podía mantener a distancia a otro
hombre armado con una arma más corta. ¿Pero, de qué iba a servir? Los jinetes les
superaban demasiado en número. Era una batalla perdida de antemano.
Aunque eso no había detenido a Bant. El enmascarado estaba de pie frente
a un carromato, defendiendo a sus ocupantes de tres asaltantes con la espada
que había cogido a Mathaus. Se defendía bien, aprovechándose de la desventaja
que suponía para los asaltantes el haber recibido órdenes de no hacerle daño
para mantenerles a raya. Mientras Rego le observaba, Bant retorció un brazo que
pretendía agarrarle y le rompió el codo a su dueño de un fuerte golpe con el pomo
de su arma. El asaltante retrocedió gritando, con el brazo roto colgando inútil.
Sus dos compañeros también presentaban otras heridas, no tan graves pero todas
similares.
Está claro que sabe luchar, pero,
¿por qué no los golpea con el filo del arma?, se preguntó Rego. ¿Por qué no acaba con ellos?
— ¡Rego! —exclamó Bant. El enmascarado bloqueó un ataque y echó hacia
atrás a su rival de una patada, ganando unos segundos de tiempo en los que
señaló a otro carromato hacia el cual se dirigían un par de asaltantes—.
¡Defiéndelos!
En el otro carromato sólo había un mercader demasiado anciano para luchar
y un niño pequeño, víctimas fáciles. Soy
el único que puede salvarles, pensó, alzando el rostro. Así que antes de que le diese tiempo a pensar en todo lo que
podía salir mal, antes de que esa extraña sensación que le oprimía el pecho le
paralizase por completo, Rego cogió la lanza y cargó gritando hacia los asaltantes,
como un valiente. Como un héroe de las historias.
Como un idiota.
— ¡Por
Aquaviva! —gritó, esperando que fuese un grito de batalla apropiado.
Apenas había corrido un par de metros cuando una cuerda arrojada por un
jinete a su espalda se cerró sobre sus piernas. Aún gritaba cuando cayó al
suelo y su boca se llenó con el sabor húmedo de la hierba. Ni siquiera había
tenido los reflejos suficientes para mantener agarrada su lanza y ahora esta
yacía a un par de metros de distancia, inalcanzable. Había sido un idiota al no
pensar que los jinetes intentarían reducirlo.
Mierda. Había dejado totalmente
indefensos al viejo mercader y al pequeño.
— ¡Abraham, corre! —gritó el anciano mercader. Se lanzó a los pies del
hombre que atacaba a su nieto, derribándolo al suelo con una fuerza nacida de la
desesperación—. ¡Corre!
Pero el niño no se movía, paralizado por el miedo y con las lágrimas
corriéndole por las mejillas sólo podía sollozar mientras llamaba a su abuelo. ¡Vamos!, pensó Rego. ¡Huye!
Un jinete cabalgó hacía el pequeño con la lanza preparada.
— ¡Basta!
Todos se detuvieron ante la fuerza del grito del enmascarado. Éste
sostenía el filo de su espada contra su cuello, tan cerca que con sólo un
movimiento atravesaría la piel.
— Dejadles en paz o juro que me corto el cuello. Me gustaría saber cómo
le explicáis a vuestro señor que habéis perdido la oportunidad de traerle preso
al heredero de Nagareth.
El líder de los jinetes observó atentamente al enmascarado, intentando
evaluar si era una amenaza que estaba dispuesto a llevar a cabo o tan sólo un
farol jugado a la desesperada. No tardo en saber la respuesta; aún con la
máscara y ropa que le cubría el heredero de Nagareth estaba siendo mortalmente
sincero.
— Está bien, tú ganas. Dejadlos libres a todos menos a los herederos, nos
vamos a ver a Balthar.
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