Eran quince hombres, de piel morena y oscuros cabellos. Algunos iban con
el pecho al descubierto y pantalones de montar; otros con una armadura ligera
de cuero, pero todos montaban sobre caballos de Jötum, animales de poderosa
musculatura y dignos de un rey.
Sin mediar ni una palabra entre ellos, los jinetes rodearon rápidamente
la caravana. Cada uno iba armado con un arco que llevaba a la espalda, una daga
en el cinto y una lanza corta sobre la silla de montar. Sus manos reposaban en
las riendas y las armas aún permanecían guardadas, pero su presencia no se
escapaba a los mercaderes que les observaban atemorizados desde los carromatos.
No hacía mucho que Rego se había
enterado de los rumores, las historias sobre las caravanas que desaparecían sin
dejar rastro desde que Balthar, el nuevo duque, había llegado al poder. Entonces
le habían parecido exageraciones; el típico cuento que explican los ancianos
para que los más jóvenes vayan con cuidado. Pero ahora, cuando tenía a los
jinetes ante sus ojos, cuando podía ver en sus rostros la misma indiferencia
que siente un carnicero antes de realizar su sangriento trabajo, ahora… Ahora se daba cuenta de hasta qué punto
eran reales las historias.
Mierda,
mierda, pensó el heredero de Aquaviva, sosteniendo con unas manos sudadas y
temblorosas la lanza del inconsciente Born. Como cualquier noble había recibido
lecciones de esgrima y uso de las armas, pero nunca se las había tomado
demasiado en serio. Demonios, él era un heredero, no un aspirante a caballero
que soñase con ganar un torneo con la espada. Lo suyo eran las fiestas, el
saludar a los súbditos y emborracharse con los amigos, no el batirse a muerte
con despiadados guerreros. No estaba
preparado para esto.
— Tranquilo —le dijo en voz baja Bant. El enmascarado había cogido la
espada de Mathaus y plantaba cara a los jinetes con una seguridad que poco
tenía que envidiar a la de Lenst—. No dejaré que nadie muera.
Cinco
jinetes desmontaron de sus monturas de un grácil salto y caminaron hacia Rego,
Bant y Lenst, lentamente y con las manos lejos de las armas. El hombre que iba
en cabeza, un tipo alto, musculado y con unos profundos ojos azules, debía ser
el líder del grupo. O al menos eso parecía, no sólo porque la vaina de su daga
estaba decorada con joyas preciosas demasiado caras para un tipo cualquiera,
sino también porque se movía de esa manera tan característica que adoptan
quienes han estado al mando desde pequeños. Además, y si los profesores de Rego
no le habían engañado, era un miembro importante de la nobleza de Jötum:
llevaba su cabello oscuro recogido en tres largas trenzas que le llegaban hasta
la mitad de la espalda. Según las costumbres del ducado eso lo situaba sólo un
peldaño por debajo del propio duque.
A unos diez metros de distancia el líder alzó el puño y sus compañeros se
detuvieron al instante. Abrió la boca para hablar pero fue interrumpido por el
enmascarado.
— Soy el heredero de Nagareth. Me entrego sin resistencia, pero dejad
marchar en paz a la gente de esta caravana.
El líder se limitó a fruncir el ceño, pero el resto de jinetes lanzaron
exclamaciones de asombro ante la repentina declaración de Bant. Unos cuantos
estallaron en carcajadas despectivas, creyendo que las palabras del enmascarado
sólo eran un desesperado intento de salvarse. Carcajadas que cesaron de golpe y
se convirtieron en toses de incredulidad cuando Bant mostró el sello de su
ducado brillando en su mano izquierda.
— El heredero de Nagareth, ¿aquí? ¿En esta caravana de mala muerte? —dijo
el líder de los jinetes. Tenía una voz grave, seria, sin un ápice de alegría en
ella—. Qué sorpresa. ¿Qué te ha llevado hasta aquí, heredero?
— Eso
es asunto mío —respondió Bant.
— Como quieras; no es mi deber hacer preguntas. Lo importante es que
estás aquí, y que eso nos viene muy bien. Balthar se pondrá muy contento con tu
captura.
— Primero quiero tu palabra —replicó Bant—. Dame tu palabra de que
dejareis en paz a esta gente.
— No puedo hacer eso, heredero. Mis órdenes son claras. Ni siquiera
trayendo a alguien como tú a cambio Balthar nos… —calló de repente, como
dándose cuenta de que iba a hablar más de la cuenta.
— Y
si les traes no sólo a uno, ¿sino a dos herederos? —preguntó Rego.
El heredero dejó clavada en el suelo la lanza y rebuscó entre su ropa el
sello de su ducado. ¿Dónde lo he dejado?
Juraría que estaba en el bolsillo de la derecha… El sudor le caía por la
frente mientras seguía buscando, sintiéndose el centro de un montón de miradas,
la mayoría de ellas hostiles, alguna que otra, como la de Lenst, de
incredulidad total.
— ¡Aquí está, el sello de Aquaviva! —exclamó, dejando escapar un suspiro
de alivio. Sólo hubiese faltado que se hubiese dejado el sello con su mochila,
en el interior de uno de los carromatos—. Como mi compañero, me entrego sin
ofrecer resistencia. Ya veis, dos herederos viajando juntos en una mísera
caravana, que sorprendente. Más tarde si queréis lo hablamos tranquilamente, sin
armas y con una buena bebida. Lo que me gustaría saber ahora es: ¿Con esto ya
debería ser suficiente, no? Estoy seguro que el duque de Jötum se mostrará
comprensivo si le traéis a dos de los siete herederos. No hace falta ponerse
violento.
El líder de los jinetes no respondió. Sus ojos azules estaban fijos en Rego
y Bant, estudiándolos con expresión calculadora, como un mercader antes de
comprar unos bienes que parecen demasiado buenos para su precio. Tras unos
segundos de tenso silencio echo un rápido vistazo a sus hombres; luego otro más
lento a los mercaderes, cuyos rostros inquietos y preocupados se asomaban tras
las cortinas que tapaban la entrada a los carromatos.
Durante un instante el líder de los jinetes pareció dudar, su mirada
detenida en un viejo mercader y su nieto. Rego era incapaz de adivinar sus
pensamientos, escondidos tras una máscara de frialdad.
— Lo lamento —acabo diciendo, el rostro cabizbajo mientras cogía la lanza
que llevaba a la espalda—. Matadlos a todos, pero no le hagáis ningún daño a
los herederos. Balthar los querrá ilesos.
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