El heredero de Nagareth viajaba en el interior de uno de los carromatos,
en un espacio que le habían reservado apartado de las mercancías y que
compartía con un niño de no más de cinco años.
Había preferido esto a cabalgar junto a Rego, pues era consciente del
recelo y la desconfianza que habían nacido en su compañero de viaje después de
su desafío contra Marcus, y no podía reprochárselo. Había hecho creer a Rego
que los desafíos no eran más que una aventura, un juego inocente, para luego
mostrarle que era un asunto tan serio como para decidir el destino de cientos
de miles de personas. Tan importante que estaba dispuesto a mentir e incluso a
envenenar para ganar. No, no podía culparle, pero contaba que con un poco de
espacio y tiempo el ingenuo heredero de Aquaviva pudiese olvidar sus recelos.
Después de todo, Rego era imprescindible para sus planes.
Además, realmente necesitaba un poco de descanso tras el desafío contra
Marcus. Aún le escocía un poco la garganta por culpa del Perdición, y dado el
estado de su cuerpo, prefería reservar todas sus fuerzas antes del siguiente
desafío.
Así que aquí estaba, heredero de dos ducados y con un objetivo casi
imposible en mente, sentado sobre una vieja manta y con la espalda apoyada
contra un cómodo cojín mientras observaba con atención como un niño jugaba con
un par de muñecos de madera.
— ¿A
qué juegas?
El pequeño dio un respingo y dejó caer los muñecos, retrocediendo
espantado hacía la parte delantera donde un anciano mercader, su abuelo,
dirigía el carromato. Por lo visto el extraño aspecto del enmascarado le
asustaba.
— No tengas miedo, no te voy a hacer nada.
Se levantó lentamente para no asustar más al niño y recogió uno de los
juguetes caídos, el de un caballero con escudo que sostenía una espada por
encima de la cabeza. El muñeco de madera estaba viejo y tenía marcas de golpes,
pero por lo demás parecía bien cuidado. Lo puso de pie sobre el carromato y lo
hizo caminar mientras miraba de reojo al pequeño, que se acercaba poco a poco,
curioso.
— ¿Tiene nombre?
— Se llama Meko —respondió el pequeño tímidamente.
— ¿Y éste otro, como se llama? —preguntó señalando al otro muñeco, que
tenía la apariencia de una princesa de cuento con un largo vestido rosa.
— Meka.
— Aja. Muy… original.
El pequeño recogió a la muñeca y se sentó al lado del enmascarado, contemplándolo
con los ojos abiertos de par en par. Bant, que siempre le habían gustado los
niños, se alegró de que su curiosidad hubiese vencido al miedo.
— ¿Por qué vistes tan raro? —le preguntó el niño.
— Así viste la gente de mi tierra.
— No me gusta, es una ropa muy fea. ¿Por qué no vistes con una armadura
de caballero como Meko? ¡O podrías llevar un vestido como el de Meka, seguro
que te quedaba bien!
El encapuchado sonrió para sí ante la ocurrencia del pequeño.
— Abraham, no molestes más al señor—. El anciano mercader pasó al
interior del carromato, reprendiendo cariñosamente al pequeño mientras le
acariciaba el pelo—. Sal un rato a jugar fuera mientras los caballos descansan.
El niño salió corriendo como una centella, su curiosidad por el
misterioso enmascarado olvidada ante la posibilidad de jugar un rato al aire
libre y quizás acariciar a alguno de los caballos. Tras decirle a su nieto que
fuese con cuidado y comprobar de un vistazo rápido que uno de los soldados de
la Tierra de las Espadas lo vigilaba, el anciano mercader se sentó en uno de
los cojines dejando escapar un suspiro de cansancio.
— Perdónele si le ha molestado, señor. Me recuerda tanto a sus pobres
padres, los dioses los tengan en su seno, que lo mimo demasiado.
— No pasa nada, es un niño muy simpático. Además es normal que tenga
tantas ganas de juego viajando en un carromato sin otros niños.
El anciano asintió, melancólico.
— La vida del mercader no es buena para un niño. Siempre viajando de un lugar
para otro, sin tiempo para hacer amigos de su edad y sin un hogar como debe ser.
¿Pero qué otra cosa puedo hacer? Tras la muerte de sus padres no hay nadie más
que pueda cuidar de él, y no pienso retirarme y vivir como un campesino. Trabajando
como mercader puedo ganar suficiente dinero en unos años para garantizarle una
buena vida.
Tenía razón. En los siete ducados, un mercader con los conocimientos y contactos
adecuados podía acumular riquezas con las que un campesino sólo podía soñar.
— Puede que ahora no sea feliz —continuó el anciano—, pero sé que el día
de mañana mi nieto me agradecerá todo lo que estoy haciendo por él. ¿A veces
hay que sacrificarse un poco por el futuro, no?
— Por supuesto —respondió Bant.
Cualquier sacrificio es poco si se
hace por el futuro, pensó el heredero de Nagareth. Cualquier sacrificio.
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