Lenst era su nombre, y era uno de los hombres más feos que Rego había
visto en su vida. Tenía el rostro desfigurado por dos cicatrices enormes, una
que le atravesaba la barbilla y los labios y otra que le cruzaba la frente de
arriba a abajo, provocada por un corte de cuchillo que casi le cuesta un ojo.
Además, le faltaba una oreja y varios dientes cuyos huecos se veían claramente
en las escasas ocasiones en las que reía. Tenía el pelo corto y blanco, del
mismo color que la barba descuidada que poblaba sus mejillas. Su piel era del
color marrón tostado que sólo tienen aquellos que pasan muchos años al sol,
dura y rasposa al tacto como una prenda de cuero antigua.
Era todo un personaje, un guerrero de La Tierra de las Espadas que a
pesar de arrastrar casi medio siglo a sus espaldas aún se conservaba duro como
una roca, y casi igual de simpático. Sus dos compañeros también eran de La
Tierra de las Espadas, pero al contrario que Lents eran jóvenes y cordiales.
Born, con su lanza a la espalda y que siempre llevaba cerca una petaca de
aguardiente, y Mathaus, tan encantador que en seguida caía bien a cualquiera.
Los tres juntos se encargaban de la
defensa de la pequeña caravana de mercaderes que atravesaba las verdes llanuras
de Jötum con destino al ducado de la Costa Verde, transportando tres carromatos
llenos de los mejores vinos del sur. También hacían las funciones de escoltas
de los mercaderes y de sus familias, y en cierta manera, de Bant y Rego, que se
les habían unido en Oesia tras abandonar la ciudad con todo el disimulo que
habían podido.
El enmascarado pasaba el viaje en
uno de los carromatos acompañando a los mercaderes, pero Rego había preferido
la compañía de los soldados y cabalgaba a su lado, lo que además de ser entretenido
le permitía guardar las distancias con Bant disimuladamente. Después de lo
sucedido en Oesia, la verdad es que el heredero de Nagareth le daba un poco de
miedo.
— Recuerdo una vez que estaba en la Costa Verde —decía en esos instantes
Mathaus—, trabajando como guardia en una subasta de esclavos para un noble;
creo que se llamaba Syrio, Nyrio, o algo por el estilo. Era un buen trabajo,
con buena paga y lo que es casi tan importante, buena comida.
— Tiene razón —le dijo Born a Rego—, en nuestra ocupación comemos cosas
que harían vomitar a una cabra. Si me diesen una moneda por cada vez que he
comido un plato de gachas sin sabor, ahora tendría una fortuna.
— Te habrías gastado una
fortuna, querrás decir —apuntilló Mathaus en tono jocoso—. Vamos, Born, ¡si te
conocen por el nombre en todas las posadas y alternes de los siete ducados!
— ¿Qué quieres que haga? —replicó su amigo con fingida inocencia—. Me
pirran las mujeres y el buen vino, sí. ¡Me declaro culpable, su señoría, de que
me guste la buena vida!
Mathaus y Rego estallaron en risas, mientras Lenst guardaba un hosco
silencio.
— Bueno, cómo iba diciendo —continuó Mathaus una vez se calmaron—,
trabajaba de guardia en una subasta en la Costa Verde. Todo iba bien, sin
problemas, hasta que de repente sucedió.
— ¿El
qué sucedió? —preguntó Rego siguiéndole la corriente.
— Nos atacó una banda de criminales, uno de esos grupos de esclavos
fugados que de tanto en tanto aparecen para liberar a sus compatriotas. No
sabían gran cosa de armas, pero… ¡iban completamente desnudos! —exclamó,
abriendo los ojos como platos y haciendo aspaviento con las manos, lo que provocó
las carcajadas de Rego y Mathaus—. Jamás lo había pasado tan mal peleando. No
sabía dónde mirar, en serio. Debía tener una cara de tonto…
— Yo también vi una vez a un hombre poner una cara con la que me estuve
riendo días seguidos —dijo Rego.
— ¿Cuándo?
— En una noche de fiesta, cuando iba con mis amigos en dirección a una
taberna. Pasamos por un callejón oscuro y nos asaltó un ladrón armado con un
cuchillo. No había dicho ni dos palabras cuando Ahrlen sacó su espada y en tres
rápidos movimientos le desarmó; tendríais que haber visto la cara que puso.
— ¿Ahrlen?
— ¡No, el ladrón! Se quedó quieto, con cara de idiota, y mirando la mano
en la que hacía unos instantes tenía la daga, como preguntándose a donde había
ido su arma. ¡Ni siquiera había visto lo que había pasado!
Tanto Born como Mathaus rieron mientras se imaginaban la escena.
— Parece un gran tipo ese tal Ahrlen; me gustaría conocerle. ¿Dijiste que
era de la Tierra de las Espadas, no Rego? —preguntó Mathaus.
— Si, así es. Un orgulloso guerrero de la Tierra de las Espadas, un buen
compañero en las fiestas y uno de mis mejores amigos. Ese es Ahrlen.
Born rebuscó en su mochila y sacó su vieja petaca de aguardiente de la
que ya había bebido al menos en un par de ocasiones hoy. La alzó sonriendo y
dijo:
— ¡Brindo
por Ahrlen, un valiente compatriota!
Pero no pudo hacer el brindis. De un manotazo Lenst arrojó la petaca al
suelo, donde el oscuro líquido se derramó como agua sobre la hierba. Born la
contempló durante unos instantes, aturdido.
— Se acabó la bebida —ordenó Lenst en un tono seco y cortante, furioso
pero sin alzar la voz—. No estamos de fiesta, Born, estamos trabajando,
¿entiendes? Nos han pagado para proteger esta caravana y eso es lo que vamos a
hacer. Si los jinetes de Jötum nos atacan quiero tenerte sobrio y no tan
borracho que no puedas ni tenerte en pie.
— ¡Maldito viejo! —exclamó Born, casi escupiendo las palabras de pura
rabia—. ¿Quién te has creído que eres, imbécil? ¿Sabes lo que valía ese
aguardiente?
Se acercó a Lenst, los dientes apretados y resoplando con fuerza por la
nariz. Llevó una mano al mango de su lanza en lo que era toda una amenaza, pero
el viejo guerrero permaneció tranquilo sin apartar por un segundo la mirada de
su compañero más joven, una mano sobre las riendas del caballo y la otra
apoyada como por casualidad sobre el pomo de su espada.
Rego sólo sabía de la lucha de armas lo poco que sus profesores y Ahrlen
habían logrado enseñarle, pero en un combate entre ambos guerreros él pondría
su dinero de parte de Lenst.
— Vamos, cálmate un poco, Born. Lenst tiene razón, es mejor que no bebas
tanto —dijo Mathaus a su amigo intentando tranquilizarle. Se interpuso entre
los dos y poco a poco consiguió que Born se apartase y retirase la mano del
mango de la lanza, visiblemente más calmado. Rego soltó un suspiro de alivio al
ver que la situación no iba a agravarse más aún.
— De todas maneras —continuó Mathaus, esta vez dirigiéndose a Lenst—, no
hay porque ponerse así. ¿No ha sido Jötum un ducado tranquilo desde que el
duque firmó el acuerdo de libre paso? No creo que corramos muchos riesgos de
ser atacados por sus jinetes, Lenst.
— Sí, tienes razón, Jötum siempre ha sido un ducado tranquilo. Hasta
ahora.
El viejo guerrero hizo una pausa mientras contemplaba las verdes llanuras
donde la hierba se mecía al pos del viento como las olas del mar. Era un pasaje
tranquilo, incluso un tanto aburrido.
— El anterior duque de Jötum murió hace poco, y ahora es su hijo,
Balthar, quien tiene el poder. El nuevo señor de Jötum es un hombre bendecido
con valentía y maestría sin igual sobre los caballos, pero también es cruel,
avaricioso y orgulloso. Se dice que el tratado que firmó su padre no es más que
papel mojado para él, y que bajo sus órdenes sus jinetes atacan y saquean allá
donde pueden. Y, aunque nadie sabe cómo es posible encontrar una pequeña
caravana de mercaderes en estas llanuras casi eternas lo cierto es que últimamente
son varias las que han desaparecido, seguramente asaltadas. De ahí mi
preocupación.
Lenst suspiró lleno de melancolía.
— Por un lado esto, y por otro en Oesia había rumores de que algo nunca visto
ha sucedido en el palacio del duque. Los tiempos cambian.
¿Ya corren rumores de lo sucedido?,
pensó Rego poniendo su mejor cara de póquer. Bant ordenó que se guardase estricto secreto sobre lo sucedido, pero
apenas han pasado un par de días y ya se está difundiendo la historia.
— Los tiempos siempre cambian,
compañero —dijo Mathaus—. Hay que adaptarse o morir. Así es la vida.
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