Una muralla de piedra gris separaba el barrio de los nobles del resto de
la ciudad de Oesia. De apenas cinco metros de altura, sencilla construcción y
con unas puertas de madera que no resistirían ni un par de embates de un ariete,
su cometido no era defensivo, sino impedir que la gente vulgar y corriente
pudiese molestar a la élite del ducado.
Pero nosotros somos cualquier cosa
menos “vulgares y corrientes”, pensó Rego mientras se acercaban al trío de
soldados con cara de aburrimiento que hacían guardia ante las puertas de la
muralla.
— Buenas noches, soldados —dijo Bant deteniendo su caballo delante de
ellos. Rego hizo lo mismo, saludando con
una leve inclinación de cabeza y una amable sonrisa a los hombres armados que
apenas fue respondida por un gruñido apagado. Rego no se tomó a mal la falta de
respeto; él también estaría de un humor de perros si le tocase hacer guardia
cuando el resto de la ciudad estaba de fiesta.
— Buenas noches, señores —saludó el mayor de los guardias. Rego no estaba
seguro de si era un sargento o un cabo, nunca se había aclarado demasiado con
los uniformes militares de otros ducados y sus rangos—. ¿En qué podemos ayudarles?
— Abridnos
las puertas, por favor.
Sus dos compañeros soltaron unas risitas de burla, pero el cabo/sargento enarcó
una ceja, dubitativo. Los dos herederos presentaban un aspecto deplorable
después de estar todo el día cabalgando, sus ropas manchadas con el polvo del
camino y apestando a sudor. Por no hablar de las pintas de Bant… Pero aun así,
el heredero de Nagareth tenía autoridad. Incluso cansado de un largo viaje, con
su máscara que le ocultaba el rostro y su traje oscuro de minero, algo en él
imponía respeto.
— Señor, a estas horas ni siquiera
con un permiso especial podría pasar. Sólo la nobleza y sus acompañantes
pueden…
Las palabras se le murieron en los labios cuando Bant y Rego le mostraron
los sellos de sus ducados y éstos empezaron a brillar en sus manos.
Creados por los grandes magos cuando el reino se separó, los sellos eran
pequeñas piezas cilíndricas de un metal desconocido. Había siete, cada uno para
un ducado, grabados con imágenes para distinguirlos entre sí. El que sostenía
Rego tenía el dibujo de unas puertas abiertas que daban a un mar embravecido, mientras
que el de Bant era una pala cubierta de oro y otros metales preciosos.
Los sellos eran una reliquia de tiempos antiguos, pero lo que les daba
realmente valor era que resplandecían con un brillo dorado en las manos del
legítimo heredero de su ducado. Eran una prueba irrefutable de su estatus.
El cabo/sargento abrió los ojos
como platos, tan sorprendido que Rego estuvo a punto de echarse a reír al ver
su cara de pasmo. Tras uno segundos el soldado parpadeó, y recorrió con la
mirada a Bant y Rego como si no acabase de creer que dos de los herederos
estuviesen delante suyo.
— ¿Y bien? —preguntó Bant con una
leve nota de impaciencia—. ¿Podemos pasar ya o tenemos que hablar con alguien
de más rango?
Apenas un minuto más tarde los
dos herederos dejaban atrás la muralla y a los soldados que la guardaban que,
una vez descubiertas sus identidades, se habían vuelto de lo más amables y
serviciales. Rego estaba especialmente admirado de la rapidez con la que les
habían abierto la puerta, teniendo en cuenta que estaban tan sorprendidos que
apenas podían decir dos palabras con sentido. Seguro que esos pobres soldados
se estaban preguntando qué había llevado a dos de los herederos a viajar de
incógnito y sin comitiva a Oesia.
No se lo pueden ni imaginar,
pensó Rego con emoción.
El palacio del duque se alzaba sobre una colina por encima del resto de
mansiones y torreones de la nobleza, destacando no solo por su privilegiada
posición sino también por el material con el que había sido construido:
astafta. La astafta provenía de un reino más allá del océano, y era una piedra
azulada con vetas esmeraldas con la extraordinaria propiedad de rechazar el
calor. Rego había hablado con viejos marineros de su tierra que aún recordaban
a las decenas de barcos llegando al puerto de Aquaviva, cargando con unas
piedras que casi valían su peso en oro y que se emplearían en la construcción
del único edificio de las regiones del sur que siempre se mantendría fresco.
Todo un hito que Rego agradeció cuando, tras dejar los caballos en manos
de un sirviente, pudieron entrar en él y descansar del agobiante calor que
apenas se había rebajado un poco con la llegada de la noche. El palacio también
estaba de fiesta y todo noble era bienvenido, así que ningún guardia les detuvo
ni les preguntó cuál era su propósito mientras avanzaban con pasos cada vez más
apresurados por los pasillos y habitaciones, guiados por las indicaciones de
los sirvientes y el escándalo de la celebración.
Finalmente llegaron a la sala donde
se daba la fiesta, una habitación en la que habría cabido una aldea y donde las
risas, los gritos y la música formaban un conjunto que resultaba ensordecedor.
Había una pequeña piscina en el centro llena de jóvenes –y no tan jóvenes- que
cantaban, reían y bebían mientras se echaban agua unos a otros, con la
despreocupación y desvergüenza que sólo el alcohol puede conseguir.
A la izquierda de la piscina
bailaban un gran número de invitados, acompañados por los músicos y bufones
que, disfrazados de animales, se movían entre los nobles haciendo cabriolas,
contando chistes y sirviendo una bebida siempre que una copa amenazaba con
acabarse. Al otro extremo de la sala había mesas con todo tipo de comida, sofás
y espacios más reservados cubiertos por cortinas y velos donde descansaban
aquellos que no podían seguir con la fiesta, o aquellos que quisieran realizar
actividades en las cuales se requiere de algo más de intimidad.
Esto
es algo que no se ve en Aquaviva, pensó Rego con una mezcla de espanto y
envidia mientras observaba las figuras que se adivinaban a través de los velos,
forzando la vista para intentar discernir qué estaban haciendo. Sin embargo, la
presencia de Bant a su lado le hizo recordar su propósito.
No le costó encontrar al heredero del
sur en las mesas con comida, ya que destacaba claramente entre el resto de
participantes de la fiesta como un gigante entre niños. Marcus era grande como
un toro, barbudo y reía tan fuerte que casi enmudecía a los músicos. Estaba
rodeado por un gran número de espectadores que le coreaban a viva voz,
animándole mientras acababa con los que parecían ser los restos de un enorme
cerdo.
— ¡Y ya está! —gritó Marcus
tirando unos huesos limpios de toda carne al plato— . ¡El segundo jabalí de la
noche! Y ni siquiera me siento pesado —presumió mientras se rascaba la enorme
panza—. ¡Qué alguien me traiga otro barril de vino!
Un nuevo coro de risas siguió a sus palabras.
— Éste es el heredero del sur.
¿Estás seguro de esto, Bant?
El enmascarado no respondió a la pregunta. Quizás, ahora por fin,
entendía a quién se enfrentaba y empezaba a entrarle el miedo. ¿Se echaría
atrás? ¿Desistiría de sus locos planes? Rego, atento a todos sus gestos, le vio
coger aire un instante, quizás reuniendo valor, para a continuación avanzar
resuelto hacía Marcus, apartando amablemente pero con decisión a las personas
que se encontraban en su camino.
No se iba a echar atrás.
— Saludos, Marcus, heredero del
sur. Soy el heredero de Nagareth.
El hombretón se giró hacía el enmascarado, observándolo con abierta
curiosidad. Muchos de los presentes, al menos los que estaban lo
suficientemente sobrios, le imitaron. Y no era para menos, pues como Rego sabía
Bant era famoso en los siete ducados por el misterio que le acompañaba, y su
aspecto estaba a la altura de su reputación.
— Bienvenido seas a mi hogar,
heredero de Nagareth —le saludó Marcus, poniéndose de pie. Bant, que no era muy
alto, apenas le llegaba al pecho —. Tu llegada es toda una sorpresa, pero
siéntete cómodo de disfrutar de mi hospitalidad y de la celebración de la
llegada de la primavera.
— Gracias.
Marcus le ofreció una enorme mano y Bant la estrechó con una de las
suyas, diminuta en comparación. Los invitados cercanos aplaudieron para
conmemorar el evento.
A base de empujones y disculpas apresuradas Rego se abrió paso a través
de la nube de curiosos que rodeaban a los dos herederos, situándose al lado de
Bant. Había venido para esto y pensaba presenciarlo en primer plano. Además,
tenía que hacer de testigo.
— Hola Marcus. ¿Me recuerdas?
— Tú eres… ¿Rego? ¡Cómo has
crecido, muchacho! —El hombretón se le acercó riendo y le estrechó entre sus
brazos tan fuerte que dejó sin aire al heredero de Aquaviva—. La última vez que
te vi no eras más que un chiquillo que empezaba a correr detrás de las faldas
de las chicas, me alegra ver que ya te has convertido en todo un hombre hecho y
derecho. ¿Estás con el heredero de Nagareth?
Afectado por el abrazo de oso de Marcus, Rego sólo pudo asentir con la
cabeza.
— Es todo un acontecimiento el
tener a dos compañeros herederos aquí, en mi casa. Un privilegio del cual me
siento muy afortunado. Lo único que lamento es que mis padres no estén aquí
para recibiros. Si nos hubieseis avisado por adelantado hubiese sido diferente,
pero así, de improviso… Bueno, qué más da. Que nadie diga que a Marcus del sur
no le gustan las sorpresas como al que más. ¿A qué habéis venido al sur,
queríais ver nuestras celebraciones? No me digáis que es por asuntos de estado,
por favor, que el día de hoy no es para tratar esas cosas.
Tiempo más tarde Rego recordaría este momento como un acontecimiento
especial en su vida, pues fue la primera vez que el heredero de Bant dijo las
palabras que se hicieron famosas en los siete ducados.
— He venido a retarte.
— ¡Un reto, que emocionante! ¿De qué estamos hablando; cartas, baile,
comida?
— Un reto de bebida.
Marcus estalló en unas profundas carcajadas que se oyeron por toda la
sala.
— ¿Un reto de bebida? Eres un
hombre muy divertido, heredero de Nagareth, con una ropa muy rara pero
divertido. ¿Ganarme a mí bebiendo? Lo mismo podrías pretender saltar hasta las
nubes, tienes las mismas posibilidades de conseguirlo.
— Aun así, te reto.
De nuevo las carcajadas de Marcus volvieron a sonar por toda la sala,
acompañadas esta vez por las de muchos de los presentes. Incluso Rego, aun
sabiendo lo importante que era este reto para el enmascarado, estuvo a punto de
hacerlo dada la situación. No sólo es que Marcus contaba con la bendición que
le protegía e impedía que se emborrachase, sino que además el pequeño cuerpo
del heredero de Nagareth no se podía comparar con su corpachón.
— Está bien, está bien, como
quieras —dijo Marcus secándose unas lágrimas provocadas por la risa al tiempo
que daba un afectuoso golpe en el hombro a Bant que le hizo trastabillar—. Qué
alguien traiga un par de barriles y nos ponemos a ello, vamos.
— No tan rápido, heredero del sur.
De entre sus ropas, y con un gesto bastante teatral, Bant sacó una vieja
botella de vino que enseñó a todos los presentes antes de dejarla sobre la
mesa. Tan sucia y cubierta de polvo estaba que a duras penas se divisaba un
líquido oscuro a través del cristal.
— “Nuestro vino es el mejor del
mundo”, decís los del sur. Es una afirmación muy arriesgada, ¿no crees? Y yo
quiero ponerla a prueba. Traedme vuestro vino más fuerte, no me importa cuál
sea. Yo beberé de él, y tú de esta botella que traigo de mi reino. Veremos quién
de los dos aguanta más.
— No me hagas reír, heredero de Nagareth.
¿Estás comparando nuestros vinos, el orgullo de nuestra tierra, contra —rechistó
despectivamente mientras le daba un golpecito con el dorso de la mano a la
vieja botella— esto? Es ridículo.
— Ridículo eres tú, Marcus, que
comes como una bestia y tienes los mismos modales. ¿No quieres algo más para
acabar de llenar el estómago, una muestra más del derroche sin sentido que es
esta fiesta? En eso te pareces a tus vinos; los dos no sois más que apariencia sin
sustancia.
Las risas y alegres cuchicheos cesaron al tiempo que el rostro de Marcus
se iba enrojeciendo como un tomate. Un silencio se extendió por la sala, un
silencio cargado de miradas hoscas y furia, y es que en sólo unos momentos el
heredero de Nagareth no sólo había insultado a Marcus, si no también a los
vinos del sur, fuente de la riqueza del ducado.
Rego dio un paso a un lado
alejándose de Bant; no le gustaba sentirse el centro de tanta hostilidad. Algo
le decía que así viviría más.
— Eres un estúpido, heredero de Nagareth,
viniendo a mi casa e insultándome tanto a mí como a nuestros vinos. Pero
estamos en época festiva y nadie podrá decir que no soy buen anfitrión, así que
realizaremos esta pantomima de reto, te dejaré en ridículo y olvidaremos este
desagradable incidente. ¿Qué me darás cuando te gane?
— Si ganas, te entregaré mi
ducado.
— ¿Qué…
— Pero si yo gano, tú me darás el
tuyo.
Una exclamación de incredulidad salió de entre los labios de Rego. ¿Qué
estaba haciendo Bant, pretendía que apostaran sus ducados en este desafío?
Tenía que ser una broma. Un disparate.
Sólo que no lo parecía.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Con el corazón latiendo como un caballo
desbocado, Rego aguardó a la respuesta del heredero del sur.
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