lunes, 16 de junio de 2014

Capítulo 4 (Parte 3) - El primer desafío

Una muralla de piedra gris separaba el barrio de los nobles del resto de la ciudad de Oesia. De apenas cinco metros de altura, sencilla construcción y con unas puertas de madera que no resistirían ni un par de embates de un ariete, su cometido no era defensivo, sino impedir que la gente vulgar y corriente pudiese molestar a la élite del ducado.


Pero nosotros somos cualquier cosa menos “vulgares y corrientes”, pensó Rego mientras se acercaban al trío de soldados con cara de aburrimiento que hacían guardia ante las puertas de la muralla.
— Buenas noches, soldados —dijo Bant deteniendo su caballo delante de ellos.  Rego hizo lo mismo, saludando con una leve inclinación de cabeza y una amable sonrisa a los hombres armados que apenas fue respondida por un gruñido apagado. Rego no se tomó a mal la falta de respeto; él también estaría de un humor de perros si le tocase hacer guardia cuando el resto de la ciudad estaba de fiesta.
— Buenas noches, señores —saludó el mayor de los guardias. Rego no estaba seguro de si era un sargento o un cabo, nunca se había aclarado demasiado con los uniformes militares de otros ducados y sus rangos—.  ¿En qué podemos ayudarles?
    Abridnos las puertas, por favor.
Sus dos compañeros soltaron unas risitas de burla, pero el cabo/sargento enarcó una ceja, dubitativo. Los dos herederos presentaban un aspecto deplorable después de estar todo el día cabalgando, sus ropas manchadas con el polvo del camino y apestando a sudor. Por no hablar de las pintas de Bant… Pero aun así, el heredero de Nagareth tenía autoridad. Incluso cansado de un largo viaje, con su máscara que le ocultaba el rostro y su traje oscuro de minero, algo en él imponía respeto.
—  Señor, a estas horas ni siquiera con un permiso especial podría pasar. Sólo la nobleza y sus acompañantes pueden…
Las palabras se le murieron en los labios cuando Bant y Rego le mostraron los sellos de sus ducados y éstos empezaron a brillar en sus manos.
Creados por los grandes magos cuando el reino se separó, los sellos eran pequeñas piezas cilíndricas de un metal desconocido. Había siete, cada uno para un ducado, grabados con imágenes para distinguirlos entre sí. El que sostenía Rego tenía el dibujo de unas puertas abiertas que daban a un mar embravecido, mientras que el de Bant era una pala cubierta de oro y otros metales preciosos.
Los sellos eran una reliquia de tiempos antiguos, pero lo que les daba realmente valor era que resplandecían con un brillo dorado en las manos del legítimo heredero de su ducado. Eran una prueba irrefutable de su estatus.
 El cabo/sargento abrió los ojos como platos, tan sorprendido que Rego estuvo a punto de echarse a reír al ver su cara de pasmo. Tras uno segundos el soldado parpadeó, y recorrió con la mirada a Bant y Rego como si no acabase de creer que dos de los herederos estuviesen delante suyo.
—  ¿Y bien? —preguntó Bant con una leve nota de impaciencia—. ¿Podemos pasar ya o tenemos que hablar con alguien de más rango?
  Apenas un minuto más tarde los dos herederos dejaban atrás la muralla y a los soldados que la guardaban que, una vez descubiertas sus identidades, se habían vuelto de lo más amables y serviciales. Rego estaba especialmente admirado de la rapidez con la que les habían abierto la puerta, teniendo en cuenta que estaban tan sorprendidos que apenas podían decir dos palabras con sentido. Seguro que esos pobres soldados se estaban preguntando qué había llevado a dos de los herederos a viajar de incógnito y sin comitiva a Oesia.
No se lo pueden ni imaginar, pensó Rego con emoción.
El palacio del duque se alzaba sobre una colina por encima del resto de mansiones y torreones de la nobleza, destacando no solo por su privilegiada posición sino también por el material con el que había sido construido: astafta. La astafta provenía de un reino más allá del océano, y era una piedra azulada con vetas esmeraldas con la extraordinaria propiedad de rechazar el calor. Rego había hablado con viejos marineros de su tierra que aún recordaban a las decenas de barcos llegando al puerto de Aquaviva, cargando con unas piedras que casi valían su peso en oro y que se emplearían en la construcción del único edificio de las regiones del sur que siempre se mantendría fresco.
Todo un hito que Rego agradeció cuando, tras dejar los caballos en manos de un sirviente, pudieron entrar en él y descansar del agobiante calor que apenas se había rebajado un poco con la llegada de la noche. El palacio también estaba de fiesta y todo noble era bienvenido, así que ningún guardia les detuvo ni les preguntó cuál era su propósito mientras avanzaban con pasos cada vez más apresurados por los pasillos y habitaciones, guiados por las indicaciones de los sirvientes y el escándalo de la celebración.
            Finalmente llegaron a la sala donde se daba la fiesta, una habitación en la que habría cabido una aldea y donde las risas, los gritos y la música formaban un conjunto que resultaba ensordecedor. Había una pequeña piscina en el centro llena de jóvenes –y no tan jóvenes- que cantaban, reían y bebían mientras se echaban agua unos a otros, con la despreocupación y desvergüenza que sólo el alcohol puede conseguir.
            A la izquierda de la piscina bailaban un gran número de invitados, acompañados por los músicos y bufones que, disfrazados de animales, se movían entre los nobles haciendo cabriolas, contando chistes y sirviendo una bebida siempre que una copa amenazaba con acabarse. Al otro extremo de la sala había mesas con todo tipo de comida, sofás y espacios más reservados cubiertos por cortinas y velos donde descansaban aquellos que no podían seguir con la fiesta, o aquellos que quisieran realizar actividades en las cuales se requiere de algo más de intimidad.
            Esto es algo que no se ve en Aquaviva, pensó Rego con una mezcla de espanto y envidia mientras observaba las figuras que se adivinaban a través de los velos, forzando la vista para intentar discernir qué estaban haciendo. Sin embargo, la presencia de Bant a su lado le hizo recordar su propósito.
            No le costó encontrar al heredero del sur en las mesas con comida, ya que destacaba claramente entre el resto de participantes de la fiesta como un gigante entre niños. Marcus era grande como un toro, barbudo y reía tan fuerte que casi enmudecía a los músicos. Estaba rodeado por un gran número de espectadores que le coreaban a viva voz, animándole mientras acababa con los que parecían ser los restos de un enorme cerdo.
—  ¡Y ya está! —gritó Marcus tirando unos huesos limpios de toda carne al plato— . ¡El segundo jabalí de la noche! Y ni siquiera me siento pesado —presumió mientras se rascaba la enorme panza—. ¡Qué alguien me traiga otro barril de vino!
Un nuevo coro de risas siguió a sus palabras.
—  Éste es el heredero del sur. ¿Estás seguro de esto, Bant?
El enmascarado no respondió a la pregunta. Quizás, ahora por fin, entendía a quién se enfrentaba y empezaba a entrarle el miedo. ¿Se echaría atrás? ¿Desistiría de sus locos planes? Rego, atento a todos sus gestos, le vio coger aire un instante, quizás reuniendo valor, para a continuación avanzar resuelto hacía Marcus, apartando amablemente pero con decisión a las personas que se encontraban en su camino.
No se iba a echar atrás.
—  Saludos, Marcus, heredero del sur. Soy el heredero de Nagareth.
El hombretón se giró hacía el enmascarado, observándolo con abierta curiosidad. Muchos de los presentes, al menos los que estaban lo suficientemente sobrios, le imitaron. Y no era para menos, pues como Rego sabía Bant era famoso en los siete ducados por el misterio que le acompañaba, y su aspecto estaba a la altura de su reputación.
—  Bienvenido seas a mi hogar, heredero de Nagareth —le saludó Marcus, poniéndose de pie. Bant, que no era muy alto, apenas le llegaba al pecho —. Tu llegada es toda una sorpresa, pero siéntete cómodo de disfrutar de mi hospitalidad y de la celebración de la llegada de la primavera.
—  Gracias.
Marcus le ofreció una enorme mano y Bant la estrechó con una de las suyas, diminuta en comparación. Los invitados cercanos aplaudieron para conmemorar el evento.
A base de empujones y disculpas apresuradas Rego se abrió paso a través de la nube de curiosos que rodeaban a los dos herederos, situándose al lado de Bant. Había venido para esto y pensaba presenciarlo en primer plano. Además, tenía que hacer de testigo.
—  Hola Marcus. ¿Me recuerdas?
—  Tú eres… ¿Rego? ¡Cómo has crecido, muchacho! —El hombretón se le acercó riendo y le estrechó entre sus brazos tan fuerte que dejó sin aire al heredero de Aquaviva—. La última vez que te vi no eras más que un chiquillo que empezaba a correr detrás de las faldas de las chicas, me alegra ver que ya te has convertido en todo un hombre hecho y derecho. ¿Estás con el heredero de Nagareth?
Afectado por el abrazo de oso de Marcus, Rego sólo pudo asentir con la cabeza.
—  Es todo un acontecimiento el tener a dos compañeros herederos aquí, en mi casa. Un privilegio del cual me siento muy afortunado. Lo único que lamento es que mis padres no estén aquí para recibiros. Si nos hubieseis avisado por adelantado hubiese sido diferente, pero así, de improviso… Bueno, qué más da. Que nadie diga que a Marcus del sur no le gustan las sorpresas como al que más. ¿A qué habéis venido al sur, queríais ver nuestras celebraciones? No me digáis que es por asuntos de estado, por favor, que el día de hoy no es para tratar esas cosas.
Tiempo más tarde Rego recordaría este momento como un acontecimiento especial en su vida, pues fue la primera vez que el heredero de Bant dijo las palabras que se hicieron famosas en los siete ducados.
—  He venido a retarte.
— ¡Un reto, que emocionante! ¿De qué estamos hablando; cartas, baile, comida?
—  Un reto de bebida.
Marcus estalló en unas profundas carcajadas que se oyeron por toda la sala.
—  ¿Un reto de bebida? Eres un hombre muy divertido, heredero de Nagareth, con una ropa muy rara pero divertido. ¿Ganarme a mí bebiendo? Lo mismo podrías pretender saltar hasta las nubes, tienes las mismas posibilidades de conseguirlo.
—  Aun así, te reto.
De nuevo las carcajadas de Marcus volvieron a sonar por toda la sala, acompañadas esta vez por las de muchos de los presentes. Incluso Rego, aun sabiendo lo importante que era este reto para el enmascarado, estuvo a punto de hacerlo dada la situación. No sólo es que Marcus contaba con la bendición que le protegía e impedía que se emborrachase, sino que además el pequeño cuerpo del heredero de Nagareth no se podía comparar con su corpachón.
—  Está bien, está bien, como quieras —dijo Marcus secándose unas lágrimas provocadas por la risa al tiempo que daba un afectuoso golpe en el hombro a Bant que le hizo trastabillar—. Qué alguien traiga un par de barriles y nos ponemos a ello, vamos.
—  No tan rápido, heredero del sur.
De entre sus ropas, y con un gesto bastante teatral, Bant sacó una vieja botella de vino que enseñó a todos los presentes antes de dejarla sobre la mesa. Tan sucia y cubierta de polvo estaba que a duras penas se divisaba un líquido oscuro a través del cristal.
—  “Nuestro vino es el mejor del mundo”, decís los del sur. Es una afirmación muy arriesgada, ¿no crees? Y yo quiero ponerla a prueba. Traedme vuestro vino más fuerte, no me importa cuál sea. Yo beberé de él, y tú de esta botella que traigo de mi reino. Veremos quién de los dos aguanta más.
—  No me hagas reír, heredero de Nagareth. ¿Estás comparando nuestros vinos, el orgullo de nuestra tierra, contra —rechistó despectivamente mientras le daba un golpecito con el dorso de la mano a la vieja botella—  esto? Es ridículo.
—  Ridículo eres tú, Marcus, que comes como una bestia y tienes los mismos modales. ¿No quieres algo más para acabar de llenar el estómago, una muestra más del derroche sin sentido que es esta fiesta? En eso te pareces a tus vinos; los dos no sois más que apariencia sin sustancia.
Las risas y alegres cuchicheos cesaron al tiempo que el rostro de Marcus se iba enrojeciendo como un tomate. Un silencio se extendió por la sala, un silencio cargado de miradas hoscas y furia, y es que en sólo unos momentos el heredero de Nagareth no sólo había insultado a Marcus, si no también a los vinos del sur, fuente de la riqueza del ducado.
 Rego dio un paso a un lado alejándose de Bant; no le gustaba sentirse el centro de tanta hostilidad. Algo le decía que así viviría más.
—  Eres un estúpido, heredero de Nagareth, viniendo a mi casa e insultándome tanto a mí como a nuestros vinos. Pero estamos en época festiva y nadie podrá decir que no soy buen anfitrión, así que realizaremos esta pantomima de reto, te dejaré en ridículo y olvidaremos este desagradable incidente. ¿Qué me darás cuando te gane?
—  Si ganas, te entregaré mi ducado.
—  ¿Qué…
—  Pero si yo gano, tú me darás el tuyo.
Una exclamación de incredulidad salió de entre los labios de Rego. ¿Qué estaba haciendo Bant, pretendía que apostaran sus ducados en este desafío? Tenía que ser una broma. Un disparate.
Sólo que no lo parecía.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Con el corazón latiendo como un caballo desbocado, Rego aguardó a la respuesta del heredero del sur.

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