lunes, 9 de junio de 2014

Capítulo 4 (Parte 2) - El primer desafío

El palacio del duque se encontraba en la zona más antigua y protegida de la ciudad, en una posición ligeramente elevada para facilitar su defensa y que además le daba unas vistas excelentes del río. Para llegar hasta él había que atravesar primero una docena de barrios, un largo camino que seguramente les llevaría buena parte de la tarde. Objetivamente no era mucho tiempo, pero a Rego le hubiese gustado hacer el resto del camino al galope. Desde el momento en que había decidido iniciar este viaje junto a Bant, hacía ya una semana, que había esperado este momento.


            El misterioso enmascarado, el único de los siete herederos cuya bendición no era conocida, salía a la palestra para enfrentarse en un desafío imposible. Y él tenía un asiento en primera fila para ver el espectáculo. Se le ponía la piel de gallina sólo de imaginárselo.
Sin embargo, los dioses debían de haberle cogido manía, ya que parecía que todos y cada uno de los habitantes de Oesia habían salido de sus casas para recorrer las calles y plazas de la ciudad, impidiéndoles avanzar a buen ritmo con sus caballos. Las abundantes posadas y tabernas estaban llenas a rebosar de bebedores, hablando y riendo tan alto que resultaba imposible distinguir ni una palabra en medio del barullo reinante. Grupos de músicos tocaban aquí y allá canciones típicas del ducado, acompañados por hermosas bailarinas que taconeaban el suelo con una pasión que amenazaba con resquebrajarlo. Para desgracia de Rego, algunos de los borrachos incluso se animaban a cantar con ellos con un entusiasmo tan desafinado que le destrozaba los oídos.
            — ¿Qué está pasando, Bant? —preguntó Rego, acercándose al caballo del enmascarado para que éste pudiese oírle por encima del jaleo—.  ¿Tienes alguna idea de qué celebran?
    Deben ser las fiestas por la llegada de la primavera.
— Las fiestas por la llegada de la primavera —repitió Rego para sí, pensativo—. ¡Las fiestas por la llegada de la primavera! Me han explicado montones de cosas de ellas, de los bailes hasta el amanecer, las degustaciones de vino, los artistas que vienen de los siete ducados a mostrar sus habilidades, las mujeres de cálida sonrisa y ojos oscuros... Hacía años que quería venir a verlas, y precisamente ahora que estoy aquí se me habían olvidado por completo.
— Yo contaba con ello, pero no esperaba esta… esta locura —dijo Bant haciendo un gesto con la mano hacia la multitud que les rodeaba—. Si no nos damos prisa nos será imposible llegar hoy hasta Marcus.
            Tiró suavemente de las riendas de su caballo y empezó a avanzar a través de la marea humana, abriéndose paso mediante disculpas y gracias a su caballo que lo revelaba como a alguien de importancia mientras atraía las miradas de los curiosos gracias a su peculiar aspecto. Tras unos instantes de vacilación Rego le siguió, lamentándose por la oportunidad perdida. Le hubiese encantado disfrutar de las celebraciones, pero ahora no era el momento. Después de todo siempre podría venir otro año y disfrutar de las fiestas de principio a fin.
            De todas maneras, mientras recorrían las calles de Oesia tuvieron ocasión de ver numerosos espectáculos. Un malabarista demostraba su destreza balanceando en el aire cinco afilados cuchillos, al tiempo que bromeaba muy alegre con los espectadores que arrojaban monedas al sombrero de ala ancha que tenía a sus pies. Un fortachón bigotudo, con el musculoso y velludo pecho al descubierto y unos brazos tan anchos como toneles de vino, alzaba con facilidad unas pesas de metal que al menos debían pesar un centenar de kilos, coronadas por dos niños pequeños que no sabían si sonreír o llorar. Sus padres, eso sí, reían la mar de divertidos. También se encontraron varios músicos interpretando canciones de tierras remotas y desconocidas, media docena de perros saltando y bailando a las órdenes de su amo y un marionetista que manejaban con gran habilidad unas preciosas -y en cierta manera, aterradoras por su realismo- muñecas que parecían pequeñas princesas. Rego sonrió entusiasmado, su fatiga por el viaje y sus ganas de presenciar el enfrentamiento entre Bant y Marcus olvidadas ante las maravillas que estaba presenciando.
Una sonrisa que adquirió un marcado tono lujurioso ante la sugerente visión de un par de sensuales bailarinas, vestidas con vaporosas telas de colores vivos, que danzaban con provocativos contoneos y movimientos de cadera capaces de dejar sin hablar a un octogenario.
            Los dos herederos se detuvieron, ensimismados ante sus gráciles movimientos. Rego apenas podía respirar, toda su atención concentrada en los pases de bailes que ejecutaba una de las mujeres y con los que mostraba cada vez más su generoso escote. Ese escote, pensó Nero tragando saliva y forzando la vista para ver aunque fuese un centímetro más de piel desnuda al descubierto, sería la perdición de cualquier hombre.
            —En fin —dijo Bant—, sigamos.
Para horror de Rego el enmascarado dio un nuevo tirón a las riendas, indicando a su caballo que reanudase la marcha. ¿Cómo podía hacerlo, justamente ahora que estaban en lo mejor? Abrió la boca para protestar, pero el enmascarado ya le había dado la espalda y avanzaba como si nada. Así que por muy interesante -e instructivo- que le resultaba el espectáculo tras unos instantes él también se puso en marcha, maldiciendo por lo bajo la constancia de su compañero que le impedía relajarse disfrutando de las vistas de la zona.
El Sol ya estaba poniéndose en el horizonte cuando llegaron hasta una plaza, donde un numeroso corrillo de personas riéndose a carcajadas rodeaba una tarima de madera. Sobre ella, un pequeño hombre con sombrero de plumas y ropajes de alegres colores hacía malabares con unas bolas mientras esquivaba a duras penas las embestidas de un enorme cerdo rosado. El bufón, pues no podía ser otra cosa, soltaba gritos de miedo y ponía cara de fingido espanto cada vez que el animal le atacaba, a pesar de que siempre conseguía evitarlo con una ágil acrobacia en el último momento mientras mantenía las bolas en el aire.
Rego se lo quedó observando, maravillándose como el resto del público de la habilidad del bufón y riéndose ante su actuación y los gestos de terror que hacía. Incluso el enorme cerdo arrancaba aplausos, gruñendo con fiereza y moviendo su pequeña colita arrugada antes de cada nuevo ataque.
Desde luego, nunca hubiese podido ver algo así en el palacio de Aquaviva.
De repente, el bufón dio un traspié y cayó al suelo de espaldas, arrancando una exclamación colectiva a todo el público que temía que no pudiese evitar que las bolas cayesen al suelo. Pero el bufón no se rindió tan fácilmente, estiró los brazos y las piernas y consiguió atrapar, en lo que parecía un milagro, cuatro de las cinco bolas que caían.
Pero la última estaba demasiado lejos para que pudiese cogerla.
Rego se llevó las manos a la cara, nervioso, mientras veía como poco a poco la quinta y última bola caía. Durante unos breves instantes toda la plaza aguantó la respiración hasta que, a falta de unos escasos centímetros para que tocase el suelo, el cerdo la atrapó con su boca.
Un segundo de incrédulo silencio, y luego estallaron los aplausos, enfervorizados y estruendosos. Rego aplaudió con ellos, e incluso Ban lo hizo con sincero entusiasmo.
— ¡Y aquí acaba nuestra actuación, estimados amigos! —exclamó el bufón poniéndose de pie. A continuación efectuó un salto mortal hacía atrás impecablemente resuelto y lanzó su sombrero de plumas al aire para recogerlo al caer con la punta de su bota izquierda, y de un suave impulso con el pie volver a colocárselo en la cabeza—. ¡Dubois el bufón y su cerdo Malakai, encantados de actuar ante vosotros!
Realizó una elegante reverencia en dirección al público, lo que le hizo ganarse aún más aplausos. Rego alzó una ceja, curioso; creía haber visto algún tipo de mancha oscura, como un dibujo, en el brazo del bufón cuando éste hizo la reverencia. ¿Un tatuaje, quizás?
— ¿Lo has visto? —le preguntó a Bant, señalándole la mancha que aparecía brevemente cuando el bufón hacía una nueva reverencia a su público—. Eso que tiene Dubois en el brazo parece un tatuaje; que extraño. Los únicos hombres a los que he visto tatuados son los marineros de Katán o los soldados de fortuna de más allá del océano. ¿Te imaginas a este bufón peleando con su cerdo? ¡Esa sí que es buena!
— Dudo mucho que ése sea su origen. Teniendo en cuenta sus habilidades, lo más probable es que sea un esclavo fugado de la Costa Verde. Los tatúan tanto para indicar su condición de esclavos como el nombre de su propietario.
— Vaya; menudo chasco—. Rego se rascó la barbilla, su sonrisa convirtiéndose lentamente en una mueca de preocupación. Observó a la gente aplaudir y soltar encantados monedas al paso del cerdo Malakai, que llevaba en la boca el sombrero del bufón y caminaba moviendo su retorcido rabo de un lado a otro—. Realmente es muy gracioso. ¿No querrás denunciarlo, no?

—En Nagareth no tenemos esclavos, Rego. Bastante dura es nuestra como para robarles a otros su libertad—. Bant alzó el rostro, mirando en dirección al palacio del duque que apenas se encontraba a unas calles de distancia, en el distrito noble, con las manos crispadas en las riendas—. Pero eso no importa ahora; lo primero son los desafíos. Luego ya tocará todo lo demás.

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