El palacio del
duque se encontraba en la zona más antigua y protegida de la ciudad, en una
posición ligeramente elevada para facilitar su defensa y que además le daba unas
vistas excelentes del río. Para llegar hasta él había que atravesar primero una
docena de barrios, un largo camino que seguramente les llevaría buena parte de la
tarde. Objetivamente no era mucho tiempo, pero a Rego le hubiese gustado hacer
el resto del camino al galope. Desde el momento en que había decidido iniciar
este viaje junto a Bant, hacía ya una semana, que había esperado este momento.
El misterioso enmascarado, el único
de los siete herederos cuya bendición no era conocida, salía a la palestra para
enfrentarse en un desafío imposible. Y él tenía un asiento en primera fila para
ver el espectáculo. Se le ponía la piel de gallina sólo de imaginárselo.
Sin embargo, los dioses debían de haberle cogido manía, ya que parecía
que todos y cada uno de los habitantes de Oesia habían salido de sus casas para
recorrer las calles y plazas de la ciudad, impidiéndoles avanzar a buen ritmo
con sus caballos. Las abundantes posadas y tabernas estaban llenas a rebosar de
bebedores, hablando y riendo tan alto que resultaba imposible distinguir ni una
palabra en medio del barullo reinante. Grupos de músicos tocaban aquí y allá canciones
típicas del ducado, acompañados por hermosas bailarinas que taconeaban el suelo
con una pasión que amenazaba con resquebrajarlo. Para desgracia de Rego,
algunos de los borrachos incluso se animaban a cantar con ellos con un
entusiasmo tan desafinado que le destrozaba los oídos.
— ¿Qué está pasando, Bant? —preguntó
Rego, acercándose al caballo del enmascarado para que éste pudiese oírle por
encima del jaleo—. ¿Tienes alguna idea
de qué celebran?
— Deben
ser las fiestas por la llegada de la primavera.
— Las fiestas por la llegada de la primavera —repitió Rego para sí,
pensativo—. ¡Las fiestas por la llegada de la primavera! Me han explicado
montones de cosas de ellas, de los bailes hasta el amanecer, las degustaciones
de vino, los artistas que vienen de los siete ducados a mostrar sus habilidades,
las mujeres de cálida sonrisa y ojos oscuros... Hacía años que quería venir a
verlas, y precisamente ahora que estoy aquí se me habían olvidado por completo.
— Yo contaba con ello, pero no esperaba esta… esta locura —dijo Bant
haciendo un gesto con la mano hacia la multitud que les rodeaba—. Si no nos
damos prisa nos será imposible llegar hoy hasta Marcus.
Tiró suavemente de las riendas de su
caballo y empezó a avanzar a través de la marea humana, abriéndose paso
mediante disculpas y gracias a su caballo que lo revelaba como a alguien de
importancia mientras atraía las miradas de los curiosos gracias a su peculiar
aspecto. Tras unos instantes de vacilación Rego le siguió, lamentándose por la
oportunidad perdida. Le hubiese encantado disfrutar de las celebraciones, pero ahora
no era el momento. Después de todo siempre podría venir otro año y disfrutar de
las fiestas de principio a fin.
De todas maneras, mientras recorrían
las calles de Oesia tuvieron ocasión de ver numerosos espectáculos. Un
malabarista demostraba su destreza balanceando en el aire cinco afilados
cuchillos, al tiempo que bromeaba muy alegre con los espectadores que arrojaban
monedas al sombrero de ala ancha que tenía a sus pies. Un fortachón bigotudo,
con el musculoso y velludo pecho al descubierto y unos brazos tan anchos como
toneles de vino, alzaba con facilidad unas pesas de metal que al menos debían
pesar un centenar de kilos, coronadas por dos niños pequeños que no sabían si
sonreír o llorar. Sus padres, eso sí, reían la mar de divertidos. También se encontraron
varios músicos interpretando canciones de tierras remotas y desconocidas, media
docena de perros saltando y bailando a las órdenes de su amo y un marionetista
que manejaban con gran habilidad unas preciosas -y en cierta manera,
aterradoras por su realismo- muñecas que parecían pequeñas princesas. Rego
sonrió entusiasmado, su fatiga por el viaje y sus ganas de presenciar el
enfrentamiento entre Bant y Marcus olvidadas ante las maravillas que estaba
presenciando.
Una sonrisa que adquirió un marcado tono lujurioso ante la sugerente
visión de un par de sensuales bailarinas, vestidas con vaporosas telas de colores
vivos, que danzaban con provocativos contoneos y movimientos de cadera capaces
de dejar sin hablar a un octogenario.
Los dos herederos se detuvieron,
ensimismados ante sus gráciles movimientos. Rego apenas podía respirar, toda su
atención concentrada en los pases de bailes que ejecutaba una de las mujeres y
con los que mostraba cada vez más su generoso escote. Ese escote, pensó Nero tragando saliva y forzando la vista para ver
aunque fuese un centímetro más de piel desnuda al descubierto, sería la perdición de cualquier hombre.
—En fin —dijo Bant—, sigamos.
Para horror de Rego el enmascarado dio un nuevo tirón a las riendas,
indicando a su caballo que reanudase la marcha. ¿Cómo podía hacerlo, justamente
ahora que estaban en lo mejor? Abrió la boca para protestar, pero el
enmascarado ya le había dado la espalda y avanzaba como si nada. Así que por
muy interesante -e instructivo- que le resultaba el espectáculo tras unos
instantes él también se puso en marcha, maldiciendo por lo bajo la constancia
de su compañero que le impedía relajarse disfrutando de las vistas de la zona.
El Sol ya estaba poniéndose en el horizonte cuando llegaron hasta una
plaza, donde un numeroso corrillo de personas riéndose a carcajadas rodeaba una
tarima de madera. Sobre ella, un pequeño hombre con sombrero de plumas y
ropajes de alegres colores hacía malabares con unas bolas mientras esquivaba a
duras penas las embestidas de un enorme cerdo rosado. El bufón, pues no podía
ser otra cosa, soltaba gritos de miedo y ponía cara de fingido espanto cada vez
que el animal le atacaba, a pesar de que siempre conseguía evitarlo con una
ágil acrobacia en el último momento mientras mantenía las bolas en el aire.
Rego se lo quedó observando, maravillándose como el resto del público de
la habilidad del bufón y riéndose ante su actuación y los gestos de terror que
hacía. Incluso el enorme cerdo arrancaba aplausos, gruñendo con fiereza y
moviendo su pequeña colita arrugada antes de cada nuevo ataque.
Desde luego, nunca hubiese podido
ver algo así en el palacio de Aquaviva.
De repente, el bufón dio un traspié y cayó al suelo de espaldas,
arrancando una exclamación colectiva a todo el público que temía que no pudiese
evitar que las bolas cayesen al suelo. Pero el bufón no se rindió tan
fácilmente, estiró los brazos y las piernas y consiguió atrapar, en lo que
parecía un milagro, cuatro de las cinco bolas que caían.
Pero la última estaba demasiado lejos para que pudiese cogerla.
Rego se llevó las manos a la cara, nervioso, mientras veía como poco a
poco la quinta y última bola caía. Durante unos breves instantes toda la plaza
aguantó la respiración hasta que, a falta de unos escasos centímetros para que
tocase el suelo, el cerdo la atrapó con su boca.
Un segundo de incrédulo silencio, y luego estallaron los aplausos,
enfervorizados y estruendosos. Rego aplaudió con ellos, e incluso Ban lo hizo
con sincero entusiasmo.
— ¡Y aquí acaba nuestra actuación, estimados amigos! —exclamó el bufón
poniéndose de pie. A continuación efectuó un salto mortal hacía atrás
impecablemente resuelto y lanzó su sombrero de plumas al aire para recogerlo al
caer con la punta de su bota izquierda, y de un suave impulso con el pie volver
a colocárselo en la cabeza—. ¡Dubois el bufón y su cerdo Malakai, encantados de
actuar ante vosotros!
Realizó una elegante reverencia en dirección al público, lo que le hizo
ganarse aún más aplausos. Rego alzó una ceja, curioso; creía haber visto algún
tipo de mancha oscura, como un dibujo, en el brazo del bufón cuando éste hizo
la reverencia. ¿Un tatuaje, quizás?
— ¿Lo has visto? —le preguntó a Bant, señalándole la mancha que aparecía
brevemente cuando el bufón hacía una nueva reverencia a su público—. Eso que
tiene Dubois en el brazo parece un tatuaje; que extraño. Los únicos hombres a
los que he visto tatuados son los marineros de Katán o los soldados de fortuna de
más allá del océano. ¿Te imaginas a este bufón peleando con su cerdo? ¡Esa sí
que es buena!
— Dudo mucho que ése sea su origen. Teniendo en cuenta sus habilidades,
lo más probable es que sea un esclavo fugado de la Costa Verde. Los tatúan tanto
para indicar su condición de esclavos como el nombre de su propietario.
— Vaya; menudo chasco—. Rego se rascó la barbilla, su sonrisa
convirtiéndose lentamente en una mueca de preocupación. Observó a la gente aplaudir
y soltar encantados monedas al paso del cerdo Malakai, que llevaba en la boca
el sombrero del bufón y caminaba moviendo su retorcido rabo de un lado a otro—.
Realmente es muy gracioso. ¿No querrás denunciarlo, no?
—En Nagareth no tenemos esclavos, Rego. Bastante dura es nuestra como
para robarles a otros su libertad—. Bant alzó el rostro, mirando en dirección
al palacio del duque que apenas se encontraba a unas calles de distancia, en el
distrito noble, con las manos crispadas en las riendas—. Pero eso no importa
ahora; lo primero son los desafíos. Luego ya tocará todo lo demás.
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