El
día llegaba a su fin y las sombras caían sobre Aquaviva poco a poco, casi como
si se mostrasen inseguras ante el Sol que estaba a punto de desvanecerse por el
horizonte. Los mercaderes cerraban sus puestos y recogían las mercancías,
contando mentalmente los beneficios de la jornada, mientras los exhaustos
trabajadores de los muelles regresaban a sus hogares para descansar. Pero
mientras que una parte de la ciudad se disponía a dormir, otra empezaba a
despertarse.
Las
posadas, los teatros y los restaurantes se llenaban a rebosar con marineros y
viajeros de todo el mundo, mientras que otros locales como las salas de
apuestas y los prostíbulos abrían sus puertas, ofreciendo sus espectáculos y
pequeñas perversiones a todo aquél que pudiese pagarlas. Había calles de
Aquaviva que brillaban con mucha más luz y vida de noche que de día.
Pero
la calle por la que caminaba Rego, una calle de la zona alta de la ciudad con
enormes mansiones y caminos empedrados, no era de éstas. Aquí residían tanto
los nobles como los mercaderes más adinerados, aquellos que podían permitirse
tanto un lujoso hogar como los guardias para mantenerlo seguro. Aquí era donde
vivía su amigo Narsés.
Y
aquí fue donde el heredero de Aquaviva se detuvo, bajo la luz de una farola de
aceite y justo delante de la casa de su amigo, esperando a... No sabía bien
qué. Quería hablar con Narses, interesarse por su estado después de su
desastrosa petición de mano, y quería hacerlo ahora, antes de que fuese
demasiado tarde.
Antes
de que se marchase con el heredero de Nagareth.
Sin
embargo, Rego no se movió ni hizo gesto alguno de traspasar el umbral de la
mansión. Se quedó de pie, indeciso, con las manos en los bolsillos y el rostro
cabizbajo. ¿Entrar o no entrar, marcharse o quedarse? Pensaba que quería irse,
pero ahora los remordimientos le estaban comiendo por dentro... No tanto por
abandonar sus deberes como heredero, que nunca le habían preocupado demasiado y
los encontraba de lo más aburrido, si no por las preocupaciones que sin duda
causaría a sus padres y amigos.
Aún
estaba enfrascado en sus pensamientos, decidiendo qué hacer, cuando una figura
salió con pasos rápidos de la mansión, su cabello rojizo meciéndose con la leve
brisa nocturna.
— ¿Missa?
La
joven se giró con una expresión de sorpresa en su pálido rostro.
—
¿Rego? —le preguntó al reconocerle—. ¿Qué haces aquí?
—
Quería hablar con Narses —respondió el heredero, haciendo un gesto con la cabeza
en dirección a la mansión—. Ya sabes, preguntarle cómo se encuentra después
de... mmm...
—
¿Después de que yo le arruinase sus planes de una vida feliz? —acabó Misa por
él.
—
¡Si, exacto! Aunque yo lo hubiese expresado de una forma mucho más amable y
delicada, ¿sabes? Seguramente hubiese dicho algo como “tras el desagradable
incidente del otro día”, que suena mucho mejor.
No tan hiriente, al menos.
Misa
le dedicó una sonrisa, una de esas sonrisas cargadas de significado propias de
las mujeres y que Rego nunca había sido capaz de descifrar. Con cierto
nerviosismo se la devolvió, intentando que no se notase que no tenía ni idea de
qué estaba pasando por la cabeza de la joven.
—
Pues no hace falta que te molestes —dijo Misa pasándose una mano por el
cabello—, Narses no está en casa, y no lo estará en mucho tiempo. Ha partido en
un viaje de negocios fuera de los siete ducados.
— Vaya... —fue todo cuanto dijo Rego. Yo que había venido expresamente a hacer las
paces y él ha huido con el rabo entre las piernas, pensó un tanto
contrariado. Se rascó la cabeza, sin saber qué hacer a continuación,
mientras un silencio incómodo caía entre
los dos.
— ¿Te
apetece tomar algo? —le propuso entonces Misa.
¿Y
por qué no? pensó Rego, encogiéndose de hombros
mentalmente. Tampoco es como si tuviese nada mejor que hacer, y quizás el
emborracharse le ayudase a decidirse sobre si marcharse o no.
El
heredero asintió y se pusieron en camino, con la joven marcando el camino unos
pasos por delante y mostrando su bonito trasero a un Rego cada vez más animado.
No tardaron en dejar atrás la zona alta de la ciudad y en internarse por las callejuelas
del centro, llenas a rebosar de gente. Tras un rato de esquivar a marineros de
fiesta y a borrachos, sus pasos les llevaron más allá de las posadas, teatros y
otros espectáculos que Rego conocía, hasta a un pequeño local de aspecto
refinado situado junto al puerto que respondía al nombre de “La ostra rosada”.
—
Buenas noches, Missa —le saludó el camarero, un hombre con un enorme bigote
rubio, cuando entraron. Por el rabillo del ojo Rego le echó un vistazo al
local; un sitio agradable, con una clientela tranquila e iluminado tan sólo por
el pálido resplandor de las velas—. ¿No vienes con Narses hoy?
—
No, Gustave. Esta noche me acompaña un amigo. ¿Está libre mi mesa?
—
Para ti siempre, querida —respondió el camarero con una sonrisa, antes de
acompañarles a una mesa para dos, apartada del resto y con vistas al mar. Missa
pidió una copa de aguamiel, y Rego, contagiado por el ambiente reservado e
íntimo, pidió otra en vez de la cerveza de costumbre.
Y
es que, con el suave sonido de las olas de fondo, las voces de los otros
clientes -todos parejas- que eran poco más que un susurro y la tenue
iluminación, el local no parecía el sitio adecuado para tomarse unas cervezas y
echar unas risas. No, para nada. En realidad, era el escenario perfecto para
una cena romántica entre enamorados.
Un
momento... pensó entonces Rego, alarmado al darse cuenta de
donde estaba, ¿por qué me ha traído aquí?
—
Hay... hay algo que quiero decirte —dijo en ese momento Missa con una gota de
nerviosismo en su voz. La joven tenía la mirada perdida en su copa, con una
expresión en su rostro que Rego jamás le había visto.
Unos
escalofríos recorrieron al heredero de la cabeza a los pies. No le gustaba como
pintaba la situación. Misa le había traído a un sitio como éste, lleno de
parejitas, después de romper con Narses, y ahora se comportaba de una manera
tan rara, que casi parecía que...
Pero
no podía ser, claro que no. Missa había estado interesada en él, pero de eso
hacía ya mucho tiempo. Seguro que se había olvidado. Segurísimo.
Cruzó
los dedos por debajo de la mesa.
—
¿Te preguntarás por qué rechace a Narses, no?
— le preguntó Missa, mientras pasaba uno de sus finos dedos por la copa
de cristal. —Supongo que te sorprendió.
—
Sí que me sorprendió, sí —respondió prudentemente Rego, mientras rezaba a los dioses
que no fuese porque la joven hubiese estado enamorada en secreto todo este
tiempo de él. Narses le mataría, como mínimo. — Hacíais muy buena pareja, la
verdad. Parecíais estar hechos el uno para el otro. Incluso creó que habías conseguido
enderezar a Narses, una proeza que ninguna de sus ex-novias había conseguido. Y
puedo asegurarte que muchas lo intentaron con todas sus ganas -añadió con una
sonrisa que pretendía cómplice.
—
Sólo hacía falta ser lo suficientemente dura... y flexible —dijo Missa, con un
destello pícaro en su mirada—. A pesar de su reputación, Narses no es tan
diferente del resto de hombres.
El
heredero asintió en silencio, sintiendo como sus orejas se enrojecían ante lo
que implicaban las palabras de la joven. Tiene razón mi madre cuando dice
que no debo juzgar a las mujeres sólo por su aspecto, pensó mientras le
daba un trago a su copa, está claro que me pierdo auténticos tesoros por mi
superficialidad.
—
Yo nací en Nagareth —dijo Missa de repente.
Regó
se quedó congelado.
—
Nagareth es una tierra destrozada —continuó Misa. Su rostro, a duras penas
iluminado por las velas parecía más pálido que de costumbre—. Los cielos grises
están cubiertos de cenizas, las erupciones volcánicas son frecuentes y abundan
las bestias mágicas; todo ello por culpa de la Guerra de los Magos. Incluso los
humanos tenemos secuelas de la magia desatada en aquellos tiempos —musitó en un
susurro, acariciándose sus cabellos de un sobrenatural rojo intenso—. Mi
destino, como el de casi todos los que nacemos en Nagareth, hubiese sido
trabajar en las minas consiguiendo dinero para mi familia... Pero yo me marché.
—
¿Por qué? —le preguntó Rego, cuando recuperó el habla tras la sorpresa de
descubrir que su amiga era del mismo ducado que el misterioso enmascarado—. ¿Por
qué abandonaste a los tuyos?
—
Fui egoísta —respondió Misa con una mirada desafiante, como retando al heredero
a que rebatiese su decisión—. Yo quería ver los cielos azules, sentir la lluvia
contra mi piel. Quería visitar tierras llenas de vida y esperanza, donde la
gente no luchase por sobrevivir a duras penas. Y además, odiaba trabajar en la
mina.
De
un sorbo se bebió el resto de su copa, mientras Rego la miraba sin saber muy
bien qué pensar. ¿Debía despreciarla por lo que había hecho, o admirarla por
mostrar coraje y decisión cuando la mayoría se hubiesen limitado a seguir el
camino marcado?
—
Y cuando Narses me pidió que me casase con él —siguió la joven, con un ligero
temblor en la voz que desapareció enseguida—, me negué precisamente por la
misma razón: porque no quiero. No quiero comprometerme tan pronto, ni formar
una familia ni nada parecido. Aún hay muchas cosas que me gustaría hacer antes
de eso.
Su
amiga se le quedó mirando como si esperase algún comentario por su parte, pero
Rego no dijo nada. ¿Qué iba a decir? El destino de Misa hubiese sido vivir en
Nagareth, pero ella se había enfrentado a él y había conseguido cambiarlo.
¿Quién era él para juzgar si estaba bien o mal, cuando todo su ser vibraba
emocionado ante la posibilidad de dejar su ducado, de abandonar sus pesadas y
aburridas responsabilidades para vivir aventuras y romper su bendición?
—
Tú hubieses hecho lo mismo que yo, Rego —dijo tras unos instantes Misa,
inclinándose levemente hacía adelante y mostrando una insinuación de sonrisa,
sin llegar a enseñar los dientes. Sonaba un tanto achispada por el alcohol,
pero eso no la hacía menos sincera—. Tú y yo —dijo chocando su copa con la de
el heredero en un repentino brindis— somos iguales. Palabras como “sacrificio”,
“compromiso” y “obligación” no significan nada para nosotros, que decidimos
nuestro propio destino. ¿Tengo o no tengo razón?
—
Yo... —el heredero dudó, resistiéndose a ir en contra de todo lo que le habían
enseñado sus padres y maestros: deber, responsabilidad, honor... Pero en el
fondo sabía que Misa tenía razón: a él todas estas palabras rimbombantes le
sonaban huecas y sin significado. Como diría Ahrlen, tan falsas como una espada
de cartón.
Fue
entonces cuando, finalmente y sin ningún tipo de duda, decidió acompañar al
enmascarado en su locura. Echó a un lado
los remordimientos, como quien se quita de encima una pesada carga, y sonrió,
contento de haber tomado al fin una decisión.
Pase
lo que pase, será divertido.
—
Parece que no me conozcas, Missa. Yo, que siempre he sido un heredero ejemplar,
que jamás se escaquea de sus responsabilidades y que sólo se preocupa por sus
súbditos, jamás haría algo así—. Se bebió el aguamiel que le quedaba, que por
desgracia no era demasiado y le dejo con ganas de más. Así que apuró las gotas
que quedaban con la lengua, sonrió con picardía a la joven pelirroja y le preguntó,
enseñándole la copa: — ¿Pedimos otra?
El
heredero de Nagareth observaba el puerto de la ciudad desde lo alto de un
promontorio, cerca del mar. Barcos llegando y partiendo, mercancías
transportadas de un lado a otro entre los gritos de los mercaderes y
marineros... Era un lugar que respiraba vida, un lugar completamente diferente
a su tierra natal.
Estaba
perdido en sus recuerdos cuando escuchó el sonido de unos pasos que se
acercaban.
—
¿No podías estar en un lugar más bajo, no? —le preguntó Rego, con la
respiración agitada tras la subida. Se pasó la mano por la frente sudorosa y dejó
escapar un largo suspiro—. Has ganado. Me voy contigo, heredero de Nagareth,
pero tengo una pregunta más. Haremos esta aventura, y supongamos que consigues
derrotar al resto de herederos -que ya es mucho suponer- y que llegamos al
final del viaje. ¿Qué es lo que quieres, qué esperas conseguir con esto?
¿Dinero, mujeres, tierras? ¿Ropa que te haga parecer una persona normal?
El
enmascarado no dudo ni un instante al responder a la pregunta.
—
Nada de eso. Tan sólo cumplir una promesa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario