lunes, 12 de mayo de 2014

Capítulo 2 (Parte 2) - Las circunstancias de Rego

El día llegaba a su fin y las sombras caían sobre Aquaviva poco a poco, casi como si se mostrasen inseguras ante el Sol que estaba a punto de desvanecerse por el horizonte. Los mercaderes cerraban sus puestos y recogían las mercancías, contando mentalmente los beneficios de la jornada, mientras los exhaustos trabajadores de los muelles regresaban a sus hogares para descansar. Pero mientras que una parte de la ciudad se disponía a dormir, otra empezaba a despertarse.


Las posadas, los teatros y los restaurantes se llenaban a rebosar con marineros y viajeros de todo el mundo, mientras que otros locales como las salas de apuestas y los prostíbulos abrían sus puertas, ofreciendo sus espectáculos y pequeñas perversiones a todo aquél que pudiese pagarlas. Había calles de Aquaviva que brillaban con mucha más luz y vida de noche que de día.
Pero la calle por la que caminaba Rego, una calle de la zona alta de la ciudad con enormes mansiones y caminos empedrados, no era de éstas. Aquí residían tanto los nobles como los mercaderes más adinerados, aquellos que podían permitirse tanto un lujoso hogar como los guardias para mantenerlo seguro. Aquí era donde vivía su amigo Narsés.
Y aquí fue donde el heredero de Aquaviva se detuvo, bajo la luz de una farola de aceite y justo delante de la casa de su amigo, esperando a... No sabía bien qué. Quería hablar con Narses, interesarse por su estado después de su desastrosa petición de mano, y quería hacerlo ahora, antes de que fuese demasiado tarde.
Antes de que se marchase con el heredero de Nagareth.
Sin embargo, Rego no se movió ni hizo gesto alguno de traspasar el umbral de la mansión. Se quedó de pie, indeciso, con las manos en los bolsillos y el rostro cabizbajo. ¿Entrar o no entrar, marcharse o quedarse? Pensaba que quería irse, pero ahora los remordimientos le estaban comiendo por dentro... No tanto por abandonar sus deberes como heredero, que nunca le habían preocupado demasiado y los encontraba de lo más aburrido, si no por las preocupaciones que sin duda causaría a sus padres y amigos.
Aún estaba enfrascado en sus pensamientos, decidiendo qué hacer, cuando una figura salió con pasos rápidos de la mansión, su cabello rojizo meciéndose con la leve brisa nocturna.
    ¿Missa?
La joven se giró con una expresión de sorpresa en su pálido rostro.
— ¿Rego? —le preguntó al reconocerle—. ¿Qué haces aquí?
— Quería hablar con Narses —respondió el heredero, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a la mansión—. Ya sabes, preguntarle cómo se encuentra después de... mmm...
— ¿Después de que yo le arruinase sus planes de una vida feliz? —acabó Misa por él.
— ¡Si, exacto! Aunque yo lo hubiese expresado de una forma mucho más amable y delicada, ¿sabes? Seguramente hubiese dicho algo como “tras el desagradable incidente del otro día”, que suena mucho mejor.  No tan hiriente, al menos.
Misa le dedicó una sonrisa, una de esas sonrisas cargadas de significado propias de las mujeres y que Rego nunca había sido capaz de descifrar. Con cierto nerviosismo se la devolvió, intentando que no se notase que no tenía ni idea de qué estaba pasando por la cabeza de la joven.
— Pues no hace falta que te molestes —dijo Misa pasándose una mano por el cabello—, Narses no está en casa, y no lo estará en mucho tiempo. Ha partido en un viaje de negocios fuera de los siete ducados.
—  Vaya... —fue todo cuanto dijo Rego. Yo que había venido expresamente a hacer las paces y él ha huido con el rabo entre las piernas, pensó un tanto contrariado. Se rascó la cabeza, sin saber qué hacer a continuación, mientras  un silencio incómodo caía entre los dos.
    ¿Te apetece tomar algo? —le propuso entonces Misa.
¿Y por qué no? pensó Rego, encogiéndose de hombros mentalmente. Tampoco es como si tuviese nada mejor que hacer, y quizás el emborracharse le ayudase a decidirse sobre si marcharse o no.
El heredero asintió y se pusieron en camino, con la joven marcando el camino unos pasos por delante y mostrando su bonito trasero a un Rego cada vez más animado. No tardaron en dejar atrás la zona alta de la ciudad y en internarse por las callejuelas del centro, llenas a rebosar de gente. Tras un rato de esquivar a marineros de fiesta y a borrachos, sus pasos les llevaron más allá de las posadas, teatros y otros espectáculos que Rego conocía, hasta a un pequeño local de aspecto refinado situado junto al puerto que respondía al nombre de “La ostra rosada”.
— Buenas noches, Missa —le saludó el camarero, un hombre con un enorme bigote rubio, cuando entraron. Por el rabillo del ojo Rego le echó un vistazo al local; un sitio agradable, con una clientela tranquila e iluminado tan sólo por el pálido resplandor de las velas—. ¿No vienes con Narses hoy?
— No, Gustave. Esta noche me acompaña un amigo. ¿Está libre mi mesa?
— Para ti siempre, querida —respondió el camarero con una sonrisa, antes de acompañarles a una mesa para dos, apartada del resto y con vistas al mar. Missa pidió una copa de aguamiel, y Rego, contagiado por el ambiente reservado e íntimo, pidió otra en vez de la cerveza de costumbre.
Y es que, con el suave sonido de las olas de fondo, las voces de los otros clientes -todos parejas- que eran poco más que un susurro y la tenue iluminación, el local no parecía el sitio adecuado para tomarse unas cervezas y echar unas risas. No, para nada. En realidad, era el escenario perfecto para una cena romántica entre enamorados.
Un momento... pensó entonces Rego, alarmado al darse cuenta de donde estaba, ¿por qué me ha traído aquí?
— Hay... hay algo que quiero decirte —dijo en ese momento Missa con una gota de nerviosismo en su voz. La joven tenía la mirada perdida en su copa, con una expresión en su rostro que Rego jamás le había visto.
Unos escalofríos recorrieron al heredero de la cabeza a los pies. No le gustaba como pintaba la situación. Misa le había traído a un sitio como éste, lleno de parejitas, después de romper con Narses, y ahora se comportaba de una manera tan rara, que casi parecía que...
Pero no podía ser, claro que no. Missa había estado interesada en él, pero de eso hacía ya mucho tiempo. Seguro que se había olvidado. Segurísimo.
Cruzó los dedos por debajo de la mesa.
— ¿Te preguntarás por qué rechace a Narses, no?  — le preguntó Missa, mientras pasaba uno de sus finos dedos por la copa de cristal. —Supongo que te sorprendió.
— Sí que me sorprendió, sí —respondió prudentemente Rego, mientras rezaba a los dioses que no fuese porque la joven hubiese estado enamorada en secreto todo este tiempo de él. Narses le mataría, como mínimo. — Hacíais muy buena pareja, la verdad. Parecíais estar hechos el uno para el otro. Incluso creó que habías conseguido enderezar a Narses, una proeza que ninguna de sus ex-novias había conseguido. Y puedo asegurarte que muchas lo intentaron con todas sus ganas -añadió con una sonrisa que pretendía cómplice.
— Sólo hacía falta ser lo suficientemente dura... y flexible —dijo Missa, con un destello pícaro en su mirada—. A pesar de su reputación, Narses no es tan diferente del resto de hombres.
El heredero asintió en silencio, sintiendo como sus orejas se enrojecían ante lo que implicaban las palabras de la joven. Tiene razón mi madre cuando dice que no debo juzgar a las mujeres sólo por su aspecto, pensó mientras le daba un trago a su copa, está claro que me pierdo auténticos tesoros por mi superficialidad.
— Yo nací en Nagareth —dijo Missa de repente.
Regó se quedó congelado.
— Nagareth es una tierra destrozada —continuó Misa. Su rostro, a duras penas iluminado por las velas parecía más pálido que de costumbre—. Los cielos grises están cubiertos de cenizas, las erupciones volcánicas son frecuentes y abundan las bestias mágicas; todo ello por culpa de la Guerra de los Magos. Incluso los humanos tenemos secuelas de la magia desatada en aquellos tiempos —musitó en un susurro, acariciándose sus cabellos de un sobrenatural rojo intenso—. Mi destino, como el de casi todos los que nacemos en Nagareth, hubiese sido trabajar en las minas consiguiendo dinero para mi familia...  Pero yo me marché.
— ¿Por qué? —le preguntó Rego, cuando recuperó el habla tras la sorpresa de descubrir que su amiga era del mismo ducado que el misterioso enmascarado—. ¿Por qué abandonaste a los tuyos?
— Fui egoísta —respondió Misa con una mirada desafiante, como retando al heredero a que rebatiese su decisión—. Yo quería ver los cielos azules, sentir la lluvia contra mi piel. Quería visitar tierras llenas de vida y esperanza, donde la gente no luchase por sobrevivir a duras penas. Y además, odiaba trabajar en la mina.
De un sorbo se bebió el resto de su copa, mientras Rego la miraba sin saber muy bien qué pensar. ¿Debía despreciarla por lo que había hecho, o admirarla por mostrar coraje y decisión cuando la mayoría se hubiesen limitado a seguir el camino marcado?
— Y cuando Narses me pidió que me casase con él —siguió la joven, con un ligero temblor en la voz que desapareció enseguida—, me negué precisamente por la misma razón: porque no quiero. No quiero comprometerme tan pronto, ni formar una familia ni nada parecido. Aún hay muchas cosas que me gustaría hacer antes de eso.
Su amiga se le quedó mirando como si esperase algún comentario por su parte, pero Rego no dijo nada. ¿Qué iba a decir? El destino de Misa hubiese sido vivir en Nagareth, pero ella se había enfrentado a él y había conseguido cambiarlo. ¿Quién era él para juzgar si estaba bien o mal, cuando todo su ser vibraba emocionado ante la posibilidad de dejar su ducado, de abandonar sus pesadas y aburridas responsabilidades para vivir aventuras y romper su bendición?
— Tú hubieses hecho lo mismo que yo, Rego —dijo tras unos instantes Misa, inclinándose levemente hacía adelante y mostrando una insinuación de sonrisa, sin llegar a enseñar los dientes. Sonaba un tanto achispada por el alcohol, pero eso no la hacía menos sincera—. Tú y yo —dijo chocando su copa con la de el heredero en un repentino brindis— somos iguales. Palabras como “sacrificio”, “compromiso” y “obligación” no significan nada para nosotros, que decidimos nuestro propio destino. ¿Tengo o no tengo razón?
— Yo... —el heredero dudó, resistiéndose a ir en contra de todo lo que le habían enseñado sus padres y maestros: deber, responsabilidad, honor... Pero en el fondo sabía que Misa tenía razón: a él todas estas palabras rimbombantes le sonaban huecas y sin significado. Como diría Ahrlen, tan falsas como una espada de cartón.
Fue entonces cuando, finalmente y sin ningún tipo de duda, decidió acompañar al enmascarado en su locura.  Echó a un lado los remordimientos, como quien se quita de encima una pesada carga, y sonrió, contento de haber tomado al fin una decisión.
Pase lo que pase, será divertido.
— Parece que no me conozcas, Missa. Yo, que siempre he sido un heredero ejemplar, que jamás se escaquea de sus responsabilidades y que sólo se preocupa por sus súbditos, jamás haría algo así—. Se bebió el aguamiel que le quedaba, que por desgracia no era demasiado y le dejo con ganas de más. Así que apuró las gotas que quedaban con la lengua, sonrió con picardía a la joven pelirroja y le preguntó, enseñándole la copa: — ¿Pedimos otra?

El heredero de Nagareth observaba el puerto de la ciudad desde lo alto de un promontorio, cerca del mar. Barcos llegando y partiendo, mercancías transportadas de un lado a otro entre los gritos de los mercaderes y marineros... Era un lugar que respiraba vida, un lugar completamente diferente a su tierra natal.
Estaba perdido en sus recuerdos cuando escuchó el sonido de unos pasos que se acercaban.
— ¿No podías estar en un lugar más bajo, no? —le preguntó Rego, con la respiración agitada tras la subida. Se pasó la mano por la frente sudorosa y dejó escapar un largo suspiro—. Has ganado. Me voy contigo, heredero de Nagareth, pero tengo una pregunta más. Haremos esta aventura, y supongamos que consigues derrotar al resto de herederos -que ya es mucho suponer- y que llegamos al final del viaje. ¿Qué es lo que quieres, qué esperas conseguir con esto? ¿Dinero, mujeres, tierras? ¿Ropa que te haga parecer una persona normal?
El enmascarado no dudo ni un instante al responder a la pregunta.

— Nada de eso. Tan sólo cumplir una promesa.

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