El
jardín del palacio de Aquaviva rebosaba vida. Con la llegada del buen tiempo
los arbustos y flores habían estallado en una explosión de colores y
fragancias, convirtiendo lo que antes era un lugar gris y solitario en un
paisaje refrescante y alegre, lleno de avispas, abejas e incluso algunos pocos
colibrís que volaban de flor en flor, ansiosos por recuperar el tiempo perdido
tras el largo Invierno.
Por
desgracia para Rego, también estaba lleno de moscas, mosquitos y otros insectos
desagradables que no hacían más que molestar. ¿Por qué su madre insistía en
tomar el té en el jardín, pudiendo hacerlo en una terraza con vistas al mar?
Mucho más refrescante, sin tufo a flores y sin bichos chupa-sangre de por
medio. En resumen, pensó Rego mientras hacía gestos con la mano para
espantar a un moscón, mucho mejor.
Además,
y para empeorar aún más la situación, era inquietante lo mucho que su madre
conocía sus gustos. De los cinco jóvenes nobles que tomaban té con Rego y la
duquesa tres eran damas, de larga caballera y curvas muy generosas, justo como
a él le gustaban. No tenían una conversación muy interesante -para ser
sinceros, ningún noble la tenía- pero al menos en el aspecto físico le
resultaban muy atractivas. Si, su madre le había calado muy bien.
Sintió
un escalofrío.
—
Me alegro mucho de que hayas podido venir, hijo mío —comentó la duquesa con una
sonrisa tras un rato de charla intrascendente—. Últimamente siempre parecías
estar demasiado ocupado como para dedicarle algo de tiempo a tu pobre madre.
—
Asuntos de estado, querida madre. Estoy seguro que sabes de qué hablo.
Rego
no tenía ninguna duda que su madre lo sabía. La duquesa conocía perfectamente
sus actividades, su afición por escaquearse de sus responsabilidades y
emborracharse con sus amigos plebeyos. Era un tema de discusión recurrente
entre ambos.
—
Además, esta vez tengo más motivos para tomar el té contigo que disfrutar de la
compañía, aunque sea una compañía tan encantadora como la vuestra —añadió
dirigiéndose a las jóvenes nobles, que le respondieron al cumplido con unas tímidas
sonrisas. —Quiero hacerte una pregunta, madre.
La
duquesa alzó una ceja, interrogando a su hijo con la mirada.
—
¿Soy diferente a los demás?
—
¿Qué clase de pregunta es esa? —. La duquesa rió un poco, una risa divertida
pero educada que no tardó en ser seguida por la comitiva de nobles—. Claro que
eres diferente, Rego; eres el heredero del ducado.
—
No me refiero a eso—. Rego hizo una pausa durante unos segundos mientras hacía
memoria—. Estoy hablando de mi bendición, la bendición que me dio la maga
cuando nací: “Siempre será feliz y vivirá un millar de aventuras”.
—
Ya veo.
La
duquesa sorbió un poco de té, con calma, como si la pregunta de su hijo no la
sorprendiese en lo más mínimo. A continuación dejó la taza sobre la mesa y se
secó los labios con un pequeño pañuelo.
—
Dejadnos solos, por favor —dijo dirigiéndose al pequeño grupo de nobles que les
acompañaba, unas palabras amables que sonaron más como una orden que como una
súplica.
Rego
tomo unas pastitas y bebió algo de té mientras los jóvenes nobles se retiraban,
cuchicheando en voz baja entre sí. Se preguntó qué dirían de todo esto en los
próximos días, seguro que serían unos rumores la mar de interesantes.
—
Tienes razón -dijo su madre tan pronto como los nobles se alejaron lo
suficiente—, no eres como los demás. Tu bendición te hace distinto.
—
¿Qué es lo que me hace? — preguntó Rego. En su interior estaba seguro de que
conocía la respuesta, pero necesitaba oírlo por boca de su madre—. ¿En qué me
hace diferente al resto del mundo?
—
Te hace feliz, Rego. Siempre eres feliz.
—
Yo...—. El heredero recordó lo sucedido en la posada la noche anterior, las
palabras de su amigo: “Nunca te he
visto sufrir” y aquella emoción que había visto en sus ojos y que
era incapaz de reconocer, una emoción que por lo visto él jamás podría sentir—.
Entiendo.
Su
madre le observó fijamente, su expresión era tan serena y plácida como la
superficie de un lago cristalino. Mostraba un atisbo de sonrisa, como si lo
tuviese todo perfectamente controlado. Pero Rego conocía a su madre, y podía
ver tras esa máscara de falsa confianza sombras de duda y preocupación.
— ¿Desde
cuándo lo sabías? —preguntó Rego.
Por
un instante la máscara se resquebrajó, y la duquesa dejó escapar un suspiro de
algo parecido a culpabilidad. Inclinó la cabeza hacia abajo mientras
entrecruzaba nerviosamente los dedos de las manos.
—
Eras un niño cuando lo descubrí —empezó a relatar.
“Fue
en este mismo jardín. Tú corrías de un lado a otro, tan incansable como
siempre, mientras yo intentaba reunir el coraje para decirte que tu abuelo
había muerto. No sé si te acordaras pero
los dos os queríais muchísimo, erais como uña y carne.”
“Tu
abuelo —continuó la duquesa tras una breve pausa— decidió que era mejor que no
supieses nada de su enfermedad y de su posterior agonía final. Entiendo sus
motivos, pero me dejó con la difícil situación de explicarte su muerte, algo
que temía profundamente. ¿Cómo reaccionarías? ¿Estallarías en llantos? ¿O
guardarías silencio, tan afectado por la noticia que no podrías decir nada? En
cualquiera de los dos casos yo vería como una gran parte de la inocencia
infantil de mi hijo se desvanecía ante mis ojos.”
“No
era una idea agradable para una madre, cómo puedes imaginar. Pero debía
hacerlo.”
“Así
que intente explicarte de la manera más suave que pude que no volverías a ver a
tu abuelo, que había partido con los Dioses y que no regresaría jamás. Que
había muerto. Y cuando vi en tus pequeños ojos la luz de la compresión, te
abrace para consolarte.”
“Pero
tú no lloraste, ni te quedaste callado asimilando la noticia, no. Tú me
miraste, sin un ápice de tristeza en tu rostro, y me dijiste: <<Pobre
abuelo. Ya no podremos volver a jugar juntos>>.”
“Al
poco rato ya reías de nuevo, como si no hubiese pasado nada”.
Las
palabras de su madre le trajeron a Rego recuerdos lejanos de aquella época;
imágenes borrosas de su abuelo y de los juegos que compartían, el sonido de una
risa grave y sincera, el tacto de unos brazos viejos y cansados abrazándole...
Hacía mucho tiempo de eso, y le resultaba imposible saber qué había sentido
entonces.
—La
hechicera dijo que serías feliz, hijo mío, y eso es lo que eres. No puedes ser
otra cosa. Eso es lo que te diferencia del resto de nosotros; el no conocer la
tristeza, ni la pena, ni el dolor… No sabes lo afortunado que eres.
—
Yo no lo veo así —dijo Rego soltando un bufido y cruzándose de brazos—. Yo creo
que es un fastidio.
—
¿Un... fastidio?
—
Quiero saber lo que es la tristeza, sentir el dolor por perder a un ser
querido. Quiero poder llorar cuando estoy apenado, y reír a rienda suelta
cuando estoy feliz porque sé lo que es no estarlo. ¿Si los demás pueden
sentirlo, por qué yo no?—. Al ver que su madre, consternada, no le respondía,
siguió hablando: — No es justo.
—No
sabes lo que dices, Rego —replicó la duquesa haciendo servir el tono de voz
entre reprobador y didáctico que empleaba cuando le regañaba y que tanto odiaba
su hijo—. No hay nada agradable en esos sentimientos.
—
Ya me lo imagino, madre —respondió Rego con una sonrisa sarcástica—. No soy un
imbécil; sé el significado de “tristeza” y “pena”; te recuerdo que he tenido
muy buenos profesores. Pero —añadió mientras recordaba las palabras del
enmascarado heredero—, ¿no es precisamente lo desconocido lo que más nos atrae,
aunque sepamos que luego podemos arrepentirnos?
—
Recuerda, hijo mío, que la curiosidad mató al gato.
—
Cierto, muy cierto—. Rego dio un lento sorbo a su taza de té, con los ojos de
su madre clavados en él—. Pero a mí me gusta pensar que la satisfacción lo
resucitó.
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