La
noche nunca era silenciosa en la taberna La Rana Cantante. Unos músicos
de las regiones del sur tocaban en una esquina, vestidos con unos ropajes frescos
y livianos que mostraban mucho más de lo que ocultaban. La clientela hablaba en
una docena de lenguas distintas que sonaban cada una más extraña que la
anterior, pero las camareras siempre se las apañaban para atenderles y llenar
las jarras de cerveza y las copas de vino o aguamiel. Era una noche de
primavera en Aquaviva, y tanto los marineros tatuados de los mares del Este
como los estibadores del puerto querían pasar un buen rato y refrescar el
gaznate.
Rego,
no obstante, no estaba para fiestas. Las palabras del enmascarado heredero de
Nagareth se repetían en su cabeza una y otra vez, como un puzle imposible de
resolver. ¿Estaría mintiendo?, se preguntó a sí mismo por enésima vez. ¿Por
qué iba a querer yo deshacerme de mi bendición?
Tan
perdido estaba en sus pensamientos que no pudo disfrutar con la cena de
cumpleaños de Missa. Apenas dio un par de bocados a la comida y no participó en
la conversación, llegando al extremo de sólo mostrar una leve sonrisa por
obligación cuando sus amigos reían a mandíbula abierta de algún chiste o
comentario gracioso. Incluso, llegado el momento de dejar solo a Narses con
Missa para que su amigo pudiera pedirle la mano, se quedó quieto como un
pasmarote y tuvo que ser Ahrlen quien le recordará de un codazo en el costado
que “tenían que salir un momento a tomar el aire”.
—
¿Qué te pasa, Rego? —le preguntó el hombretón una vez salieron fuera de la
posada—. Llevas un buen rato en las nubes. ¿Te arrepientes de no haber
aprovechado la oportunidad con Missa?
—
No, la verdad es que no —respondió Rego un tanto sorprendido ante la pregunta.
Hace bastante tiempo Missa parecía estar interesada en él, pero Rego se hizo el
despistado y al final acabó con Narses. Sin embargo, eso era historia pasada y
el heredero jamás se había arrepentido de su decisión. No porque Missa no fuese
una mujer única, con su mágico cabello rojo como el fuego ardiente y su
peculiar carácter, a veces despreocupado y alegre como el de una niña pequeña y
otras cínico y severo como el de un anciano que ha vivido demasiado. No, no era
por nada de eso, sino porque tenía un defecto insuperable a ojos del heredero
de Aquaviva: era plana como una tabla.
—
Eso pasó hace mucho tiempo, seguro que Missa ya ni se acuerda —dijo Rego
mientras se encogía de hombros, quitándole importancia—. Lo que pasa es que
últimamente estoy muy ocupado con cosas del ducado. Asuntos de herederos y
demás.
—
Ah, ya —respondió secamente Ahrlen.
No
dijo nada más, y Rego prefirió no dar más explicaciones. Dentro de la posada el
sonido de las voces y la música era ensordecedor, pero aquí fuera, en la calle,
se podía disfrutar de un agradable silencio. La brisa que venía desde el puerto
traía consigo el aroma salado y húmedo del mar, un olor que para Rego era tan
familiar como el respirar. Cerró los ojos y se dejó abrazar por el ambiente que
le rodeaba, y durante unos instantes, unos mágicos instantes, no pensó en las
preocupaciones del ducado, ni en el futuro de su amigo, ni tan siquiera en el
misterioso enmascarado y sus propósitos. ¿Cómo debe ser?, pensó. ¿Cómo
debe ser el resto del mundo? ¿Qué otros aromas, otras maravillas y sensaciones
tan normales y cotidianas para la gente que vive junto a ellos como lo es para
mí la brisa del mar me estoy perdiendo?
—
Me marcho, Rego —anunció de repente Ahrlen, acabando con el mágico momento—. He
pasado unos buenos años aquí en Aquaviva aprendiendo de maestros de la espada
de todo el mundo, divirtiéndome con vosotros y haciendo locuras, pero ya es
suficiente. Narses seguirá el negocio de su padre y tú heredarás el ducado, ya
va siendo hora de que yo me labre mi propio camino — dijo mientras apretaba con
fuerza la empuñadura de su espada. —Sí. Tengo que demostrar mi honor y mi valía
como soldado. Es mi deber.
—
Yo... —Rego se mordió el labio inferior,
pensando en encontrar algo con lo que pudiese convencer a su amigo de se
quedase—. ¿Estás seguro de lo que dices? Hay muchas oportunidades para un joven
como tú en este ducado. Podrías tener una buena vida en Aquaviva.
—
¿Cómo, Rego? ¿Trabajando como guardia de un gordo mercader, ahorrando mi
miserable sueldo para pedir la mano a una joven y formar una familia?—. Soltó
un bufido despectivo y escupió al suelo—. No, gracias. Yo no quiero una buena
vida, yo quiero una vida de honor, llena de batallas y gloria. Y no la
conseguiré quedándome aquí.
Para
la gente de La Tierra de las Espadas el honor lo es todo, por encima de la
amistad, el amor o cualquier otra consideración. Rego lo sabía, de la misma
manera que había sabido desde el primer día que hablo con Arhlen que algún día
éste acabaría su aprendizaje y se marcharía. Por eso no discutió más con su
amigo.
Pero
el joven heredero descubría ahora que no es lo mismo saber que algo va a pasar
en el futuro, qué que pase ahora. Y ese sentimiento no le gustaba nada.
De
repente, captó un movimiento fugaz por el rabillo del ojo. Una figura salió a
toda prisa de la posada, una mujer con el cabello rojo. Iluminada únicamente
por las luces de la posada a su espalda, a Rego le pareció que por un instante
miró en su dirección, con los ojos brillándose por las lágrimas, antes de salir
corriendo calle abajo.
—
No puede ser...
—
¿Qué pasa? — preguntó Ahrlen.
—
Sígueme —respondió Rego antes de entrar de nuevo a la posada. Con el corazón
latiendo a cien por hora por lo que sospechaba había sucedido, el heredero se
abrió paso entre las mesas y la multitud a base de codazos y disculpas hasta
llegar donde se encontraba Narses.
El
joven mercader era la viva imagen de la desolación. Su sonrisa chulesca y su
actitud confiada habían desaparecido, siendo reemplazadas por un rictus sombrío
y amargo que espantaba tanto a los clientes que le rodeaban como a las
camareras. Hundido en el asiento y con la mirada perdida, sostenía en una mano
una botella de vino vacía, mientras que la otra colgaba a un lado, sin fuerzas.
Estaba solo.
—
¿Qué ha pasado? —preguntó Rego a Narses, aunque la respuesta parecía evidente.
—
Me ha dicho que no — se limitó a responder éste. Permaneció unos segundos en
silencio con la mirada perdida en la botella de vino, aparentemente ajeno al
mundo que le rodeaba—. No ha querido casarse conmigo. Se ha... se ha marchado.
Me ha dejado —concluyó con una sombra de voz.
Regó
y Ahrlen se cruzaron una mirada silenciosa pero cargada de significado. ¿Por
qué le ha rechazado?, pensó Rego. Hubiese jurado que Missa le correspondería.
Es decir, parecían estar hechos el uno para el otro y Narses era un buen
partido.
Pero
ahora no era momento de pensar eso. Tenía que animar a su amigo.
—
Lo siento mucho —dijo Rego poniendo la mano sobre el hombro de Narses para
darle su apoyo. —Sé que estas sufriendo mucho, pero tienes que ser fuerte y
seguir adelante. La vida sigue. Te entiendo, yo…
— ¿Dices
que me entiendes? ¿Qué sabes lo que estoy sufriendo?
Narses
apartó el brazo de Rego en un súbito estallido de furia que sorprendió al
heredero, tanto por lo inesperado como por la repentina fuerza que ahora
mostraba su desgraciado amigo.
—
¡No me vengas con frases hechas, Rego! ¡Tú qué vas a entender! — exclamó Narses
dando un fuerte puñetazo sobre la mesa que acabó de raíz con las conversaciones
de las mesas vecinas—. ¿Sabes lo que es
sufrir por otra persona? ¿Sabes lo que es sentir que tu corazón está hecho
pedazos y saber que por mucho tiempo que pase nunca podrá recuperarse del todo?
Rego
iba a replicarle, enfurecido ante las duras palabras de su amigo, cuando se dio
cuenta de que no podía hacerlo. Narses tenía razón. Aunque joven, había
conocido el amor, pero no había sufrido por su perdida. Disfrutaba de la fama,
pero nunca había sentido las envidias que la acompañan. Y así le había sucedido
siempre, disfrutada de los placeres de la vida pero no de sus pesares. Era
feliz, siempre lo había sido.
—
Te conozco desde hace tiempo —continuó Narses, poniéndose de pie y acercándose
tanto a Rego que éste pudo oler su aliento apestando a alcohol—. Y nunca te he
visto sufrir. Nunca —repitió mientras apretaba con fuerza los dientes—. La
hechicera te bendijo con la felicidad, así que no finjas que me entiendas, no
intentes hacerme creer que conoces lo que es la tristeza, noble heredero.
Porque el resto del mundo no somos tan afortunados como tú, no, la mayoría sólo
podemos soñar con ser felices.
Le
miró a los ojos y Rego retrocedió ante ellos. Envida, odio, celos, furia; todos
esos sentimientos se veían reflejados con gran fuerza en la mirada de Narses.
Pero hubo una emoción que le hizo apartar el rostro, una emoción que no pudo
reconocer. ¿Sería tristeza, la tristeza que su amigo sentía y que él jamás
podría conocer?
—
Vete de aquí, Rego, por favor —dijo Narses dándole la espalda—. Vete.
Ahrlen
hizo un amago de intervenir en su defensa, pero Rego le detuvo con un gesto de
la mano. Se quedó en silencio, quieto,
observando la espalda de un abatido Narses que apenas parecía tener fuerzas
para mantenerse de pie. Finalmente se dio la vuelta y se marchó.
No
culpaba a su amigo por sus duras palabras, estaba claro que no era él quien
hablaba sino el dolor y la pena que lo embargaban. Sin embargo, habían sido
unas palabras inesperadas, en cierta manera incluso crueles. Pero también
reveladoras.
No,
Rego no se sentía mal por lo que había sucedido esta noche. En realidad,
conforme caminaba por la calles de regresó a su palacio, una sonrisa emocionada
fue apareciendo poco a poco en su rostro.
Ahora
entendía lo que quería decir el heredero de Nagareth.
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