Fenris, el hogar del clan del Wyvern y de la Reina de Invierno, era una
ciudad enorme y que no dejaba de crecer. Una muralla de piedra se extendía a su
alrededor para protegerla de invasores, pero tal había sido la afluencia de
gente en los últimos años que había sobrepasado la capacidad de la ciudad tras
sus muros y había sido necesario construir barrios enteros fuera de ella para
acogerlos.
Mientras cabalgaban por estos barrios en dirección a la muralla, Rego vio
a patrullas de soldados hacer la ronda, vigilando que no hubiese ningún
problema y que todo estuviese en orden. Tenían un aspecto rudo y amenazador,
cubiertos de cicatrices y de otras señales de las muchas batallas en las que
habían participado, pero se mostraban respetuosos e incluso amables con los
civiles, hasta el punto de entregar comida a una familia de recién llegados que
aún no tenía los medios para conseguirla.
En estos barrios construidos a toda prisa, llenos de refugiados y
supervivientes de la guerra, Rego respiraba un aire de esperanza y hermandad.
Esta gente que tanto había sufrido, encontraban ahora la seguridad bajo la
protección de la Reina de Invierno, la mujer que podía ganar todas las
batallas. Cobijados bajo su ala podían empezar de nuevo, como miembros del
poderoso clan del Wyvern que se preocupaba y cuidaba de los suyos.
Antes, Rego no hubiese visto más allá de estas alegres apariencias. Pero
el viaje le había vuelto más sabio, más observador; y no tardó en reparar en
los detalles que se escondían a simple vista. Los vigilantes soldados que tan
amablemente se comportaban se paraban a hablar con los jóvenes, explicándoles
la gloria y las riquezas que se podía conseguir si se unían al ejército. Los
refugiados, que recibían una casa y comida, trabajaban sin descanso, ya fuese
en los campos o en los talleres, forjando armas y herramientas para la guerra.
Carros cargados con alimentos avanzaban con paso lento, y los recién llegados
sólo recibían una pequeña parte de estos.
La Reina de Invierno se preparaba para una nueva guerra.
Finalmente llegaron a las puertas de las murallas de la ciudad, a través
de la cual podían acceder a la parte antigua de Fenris y al castillo donde se
encontraba Leyre. Para sorpresa de Rego un pelotón entero de soldados hacía
guardia ante la entrada, interrogando e inspeccionado rigurosamente a todos
aquellos que quisieran cruzar al otro lado.
—¿Qué esta pasando aquí? —le preguntó a la enmascarada—. Son demasiados
soldados para vigilar una puerta.
Bant no respondió, sino que señalo a un par de guerreros que tras verles
se acercaron a ellos con cara de pocos amigos. Grandes, musculosos, y
portadores de unas afiladas lanzas que sin duda manejaban con soltura,
inspiraban temor y respeto por igual.
—¿Sois los herederos de Nagareth y Aquaviva?
Rego soltó una exclamación de sorpresa ante la inesperada y directa
pregunta. Miró de reojo a su amiga, que a pesar de la situación mostraba la
misma tranquilidad y calma que de costumbre.
—Sí, lo somos.
Los soldados compartieron una mirada de “ya te lo dije” entre ellos.
—En ese caso, tenemos órdenes de su majestad de haceros prisioneros. No
intentéis resistiros, no tenemos intención de haceros ningún daño ni de
molestaros más allá de lo estrictamente necesario.
—Eso es fácil decirlo —apuntó Rego, mirando de reojo a otro par de
soldados que avanzaban hacia ellos para rodearles—, pero no somos nosotros los
que vamos con armas en las manos. Además, ¿se puede saber de qué se nos acusa?
No hemos hecho nada malo.
—Nuestras órdenes son detener a los herederos de Aquaviva y Nagareth; no
necesitamos saber los motivos para cumplirlas. Siempre obedecemos a nuestra
reina… lo mejor que podemos —dijo el soldado con un deje de amenaza en su voz,
la lanza preparada en su mano.
—Está bien —intervino la enmascarada, desmontando de su caballo—. Nos
entregamos sin oponer resistencia, tan sólo os pido que no me obliguéis a
quitarme la máscara ni mis ropas.
—No será necesario —le respondió el soldado.
Un tanto reticente pero viendo que no había otra salida Rego le imitó,
desmontando del caballo que había comprado en Olvus y dejándose atar por los
soldados. Tras comprobar varias veces que sus ataduras eran firmes y seguras, y
alejar a la multitud de curiosos que se acercaron a ver que estaba pasando, el
soldado que estaba al mando ordenó iniciar la marcha en una apretada columna de
diez hombres, llevando a los prisioneros a través de las puertas y por las
calles de la antigua ciudad a un ritmo rápido y constante.
Rego podía sentir en la nuca los ojos vigilantes de los soldados, atentos
a cualquier intento de escapada que se le ocurriese llevar a cabo, y veía como,
delante suyo, Bant recibía una atención similar. Sus “escoltas” no parecían
dispuestos a correr ningún riesgo con ellos.
Tras unos minutos llegaron a un cuartel, y fue entonces cuando a pesar de
sus quejas y protestas les taparon los ojos con una venda para que no pudiesen
ver nada. A ciegas, fueron conducidos por sus captores sin tener ni idea de
adonde se dirigían. Un giro a la izquierda, un largo pasillo, unas voces que
hablaban de ellos en susurros, unas escaleras que bajaban, el ruido de una
puerta al abrirse y de nuevo otro largo pasillo, esta vez pisando sobre suelo
de tierra y no de piedra Se detuvieron de repente, y Rego sintió como le
desataban las manos antes de empujarle hacía adelante. Rápidamente se quitó la
venda de los ojos, a tiempo de ver como cerraban la puerta a su espalda de un
portazo. Estaba encerrado.
Había una litera
junto a la pared, y debajo de ésta un orinal de aspecto gastado. Ése era todo
el mobiliario de la celda. La luz entraba por una pequeña ventana con barrotes,
demasiado alta para que pudiese alcanzarla. Y en cualquier caso, no hubiese
cabido ni su cabeza por ella. Se acercó a la puerta y la tanteó un poco.
Robusta, sólida como una roca; antes se rompería él la pierna que conseguir
derribarla a patadas. Se encontraba en una habitación sin salida.
Se sentó en la litera pensando qué podía hacer. La respuesta no tardó en
llegarle: nada. No había nada que él pudiese hacer, aparte de esperar, y
preocuparse. La Reina de Invierno había ordenado su captura, seguramente con
alguna oscura intención. ¿Planearía pedir rescate por ellos, como había hecho
Balthar, o algo peor? Se decía que Leyre no se rendía ante nada para conseguir
la victoria, y que si era necesario no rechazaba el uso de la violencia o la
tortura con sus enemigos.
¿Qué planearía hacerle a Bant? Los soldados les habían tratado bien, pero
nada le garantizaba que la enmascarada estuviese recibiendo un buen trato en
estos momentos. Ni siquiera sabía dónde estaba. ¿Y si decidían tratarla como a
una enemiga? Después de todo venía con la intención de apoderarse de su ducado,
todo el mundo sabía eso. Actuar violentamente contra Bant sería como declarar
la guerra a Jötum y al resto de ducados de los cuales era heredera, pero, ¿no
iba el Norte a declararles la guerra de todas maneras? No había nada que los
retuviese.
—Maldición
—dijo golpeando con el puño la pared, para luego agitar los enrojecidos
nudillos en el aire mientras hacía gestos de dolor—, hemos sido unos idiotas
por pensar que Leyre se quedaría quieta esperando a ser desafiada. Yo… no puedo hacer nada por ayudarla.
Excepto desear que no le pase nada.
Claro, esa era
la respuesta. Su bendición. Si a él le hacía feliz que Bant fuese tratada bien,
eso es lo que pasaría. Tenía que concentrarse, desear con todas sus fuerzas que
Bant estuviese bien, usar su bendición de la misma manera que Helena aumentaba
su intensidad cuando quería. Era lo único que podía hacer.
No sabía cuánto tiempo había pasado cuando se detuvo, con la cabeza
doliéndole como si se hubiese estado dando golpes contra la pared debido al
esfuerzo de concentrarse durante tanto tiempo en la misma idea. Se frotó la
frente, cansado; al menos esperaba que hubiese servido para algo.
Al escuchar el sonido de una llave abriendo la puerta de la celda se puso
en pie, alejando por pura voluntad todo el agotamiento que sentía y fingiendo
una sonrisa de confianza. Tenía que dar una imagen de fortaleza ante sus
captores, por su bien y por el de Bant.
—Saludos, Rego de Aquaviva —le dijo una joven al abrir la puerta y entrar
a su celda—. Soy Leyre Ojos Fríos, Reina de Invierno.
El heredero soltó una exclamación de sorpresa ante lo inesperado de su
presencia, toda su atención centrada en la mujer que había unificado el Norte
por su propio poder. Sus ojos, fríos y profundos como el océano, le miraban tan
fijamente que no pudo evitar tragar saliva acobardado. De repente, fue muy
consciente de estar encarcelado en un ducado extranjero donde su vida era
moneda de cambio.
—Escúchame atentamente, Rego, porque lo que te voy a decir ahora no te va
a gustar. Pero es la verdad.
—No me importa lo que tengas que decirme, Leyre —dijo Rego, intentando
disimular el temblor de sus piernas—. Lo que yo quiero es saber dónde se
encuentra Bant y qué habéis hecho…
Leyre alzó una mano pidiendo silencio con tanta autoridad que Rego, para
su propia sorpresa, la obedeció. La presencia de la reina era tan fuerte que no
se atrevió a llevarle la contraria.
—En mi cabeza puedo ver la respuesta a cualquier pregunta —explicó Leyre
cerrando los ojos—. Planteó un problema, y en seguida sé los pasos a seguir
para solucionarlo, los veo con claridad en mi mente. Ya puede ser algo
sencillo, cómo “¿Cuántas manzanas hay en ese árbol?”, o una tarea más
complicada, cómo “¿Qué hay que hacer para ganar al resto de clanes del Norte y
unificar el ducado?”. Siempre sé la respuesta.
Rego no dijo nada, esperando a ver a donde quería ir a parar Leyre con su
explicación.
—Hace meses, tras ganar el enmascarado su primer desafío contra Marcus,
me pregunté: “¿Qué es lo que planea hacer el heredero de Nagareth?” —. Abrió
los ojos, mirando a Rego con una resolución que el heredero de Aquaviva sólo
había visto en otra persona. —Entonces lo supe, y tome medidas para remediarlo.
Traedla —ordenó en voz alta.
Un soldado abrió la puerta de la celda, arrastrando consigo a alguien.
Fuese quien fuese, se movía tanto resistiéndose que Rego apenas pudo ver un
destello de un rojo vivo antes de que fuese arrojada a sus pies de malas
maneras.
—¿A qué viene esto? —preguntó el heredero enfadado. Se agachó para ayudar
a la mujer, que giraba la cabeza para que no pudiese ver su rostro. Preocupado
por ella, y un tanto inquieto por su extraño comportamiento, la sujetó para
poder observarla con detenimiento. —No puede ser… —exclamó al reconocerla, sin
acabar de creérselo—. ¿Missa?
Su amiga de cabellos rojos, la simpática y extravagante joyera de Nagareth,
la enamorada de su amigo Narses y a la que no había visto desde aquella cena
íntima en un restaurante en Aquaviva, asintió sin mirarlo a los ojos.
—¿Qué haces aquí? ¿Te encuentras bien?
La registró buscando señales de heridas o de golpes, pero no encontró
nada.
—Se encuentra perfectamente —le aseguró Leyre—. Mis soldados se han visto
obligados a tratarla con rudeza mientras la traían aquí por el único motivo de
que no quería verte, Rego. Quizás deberías preguntarte por qué.
La Reina de Invierno se agachó junto a Missa, sujetándola de la barbilla
con una mano para forzarla a enfrentarse a su mirada.
—Dile la verdad a tu “amigo”, Missa. No más mentiras.
La joven se encogió, temblando de miedo pero incapaz de huir de la mano
que la sujetaba con firmeza. Rego iba a defenderla cuando se percató del
sentimiento que se escondía tras su actitud: culpabilidad.
—Soy… soy una agente del heredero de Nagareth. Mis órdenes eran
mantenerme al tanto de los acontecimientos políticos y sociales de Aquaviva,
así como de posibles amenazas para Nagareth.
—Eres una espía —resumió Rego. Uno
de los espías de Nagareth, pensó el heredero, como aquel mercader de esclavos de la Costa Verde que nos proporcionó
un alojamiento.
Missa no respondió; no era necesario. Rego se apartó de ella, sintiéndose
traicionado por la que él creía era una buena amiga suya. Podía ser todo un
engaño, podían haberla obligado a decir esas cosas bajo amenaza de tortura.
Pero, entonces, ¿por qué Missa parecía tan culpable?
—Confiésalo todo —le ordenó la Reina de Invierno—. Explícale a Rego
cuales eran tus últimas órdenes.
—Debía unirme al círculo de conocidos de Rego, trabar amistad con él para
así poder presentar un informe lo más completo posible sobre su persona. Su
comportamiento, sus vicios, sus defectos y virtudes… todo aquello que
observase.
Apresada aún por la mano de Leyre, los ojos de Missa resplandecían por
unas lágrimas a punto de nacer.
—No… no lo entiendo. Creía que eras mi amiga; una de mis mejores amigas.
Tú, Narses, Ahrlen y yo, los cuatros unidos contra el mundo. ¿Me estás diciendo
que todo era mentira? ¿Por qué lo has hecho?
—No todo era mentira, Rego —respondió Missa—. Yo…
—Calla —la interrumpió tajantemente Leyre, tapándole la boca mientras la
miraba con un profundo desprecio—. Si te dejase hablar estoy segura que
acabarías convenciéndole de lo que quisieras. Le conoces muy bien, pero claro,
ése era tu trabajo.
La arrojó a un lado como si no fuese más que un saco de basura.
—Llevaos de aquí a esta espía.
Rego miro a un lado mientras los hombres de Leyre se la llevaban, entre
sollozos.
—¿Por qué, preguntas? —dijo entonces la Reina de Invierno, su voz
desprovista de todo calor y alegría, tan fría que estremecía de solo
escucharla—. Porque el heredero de Nagareth quería saber todo lo que pudiese de
ti, Rego, para así poder conseguir tu amistad con más facilidad. Porque sabía
que así tú querrías que ganase en los desafíos, y tu bendición le ayudaría.
Porque sabía que sólo con tu ayuda podría derrotarme.
Mentira. Tiene que ser mentira.
Para empezar, no había manera de que Bant supiese todo lo poderosa que era su
bendición, él mismo lo había descubierto hace poco. Leyre debía saberlo ya que
podía conocer la respuesta a cualquier pregunta, ¿pero Bant? Ella no era ningún
erudito y su ducado era demasiado pobre para…
Mucho se perdió de la biblioteca,
aunque lo que queda sigue siendo una fuente valiosísima de conocimiento.
El recuerdo de esa conversación acudió en ese instante a su memoria. Bant
había tenido acceso a manuscritos y pergaminos que los grandes magos utilizaban
para sus estudios, podía saber más sobre la magia y sus efectos que cualquier
sabio. Eso explicaría como podía haber planeado las derrotas de los herederos
buscando los puntos débiles de sus bendiciones cuando todo el mundo creía que
eran invencibles.
Y eso explicaría también que supiese el verdadero poder de su bendición,
ya años antes de conocerle, y porque habían ido al monasterio; para que
confirmase que la bendición de Rego podía derrotar a la de la Reina de
Invierno.
—Te ha estado utilizando desde el principio, Rego. Para el heredero de Nagareth
no has sido más que una herramienta para conseguir sus propósitos.
Bant, su amiga, que tanto se preocupaba por los demás, que estaba
dispuesta a sacrificarse por los demás sin dudar pero que lloraba de pena
cuando se veía obligada a matar a una persona… Bant, que no se rendía a pesar
de que cada vez estuviese más débil, que podía sonreír y reír con verdadera
alegría cuando había perdido a su amor no hacía tanto… Bant, a quien podía
mirar en medio de la oscuridad, sin llegar a ver su rostro, y a pesar de todo,
a pesar de descubrir la verdad sobre su bendición, a pesar de saber que siempre
había manipulado a la gente que quería, aun así… Se sentía bien si la tenía a
su lado.
¿Sólo soy una herramienta para
ella?
La Reina de Invierno le ofreció su mano.
—Únete a mí, Rego.
El heredero se limitó a contemplar el brazo que Leyre le ofrecía,
aturdido.
—Conmigo no habrá mentiras ni secretos, ni medias verdades de ningún
tipo. Planeo atacar al resto de ducados, y desde luego venceré, nadie puede
evitarlo. Lo sé. Pero contar con tu ayuda reduciría las bajas y el sufrimiento,
disminuiría la duración de un conflicto que se puede alargar durante años.
Ayúdame, por favor.
No sabía qué hacer. ¿Traicionar a Bant y aliarse con Leyre para ayudarla
en su conquista, en su guerra? Sólo de
pensar en enfrentarse a la enmascarada sentía como se le retorcía el estómago.
Pero si se unía a la Reina de Invierno salvaría muchas vidas, sería el uso más
noble que podía darle a su bendición. Y Bant lo había traicionado desde el
principio. Detrás de todos sus secretos y misterios, al final, sólo había
mentiras.
Lentamente, Rego alzó su brazo y estrechó la mano de la Reina de
Invierno.
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