Martha silbaba una vieja canción popular mientras barría distraída, más
por costumbre que por que realmente hiciese falta, puesto que su posada seguía
teniendo el mismo éxito que de costumbre. Ningún cliente a la vista y las
deudas no dejaban de crecer, día tras día. Pero lo peor de todo, lo que más la
molestaba, eran las miradas de desprecio que le lanzaba la gente por la calle y
los insultos que murmuraban en voz baja, pero suficientemente fuerte para que
los oyese: “ladrones”, “criminales”, “perros sin honor”. A ella no le importaba
lo que le dijesen, pero sufría al ver a sus pequeños hermanos siendo víctima de
este odio injustificado, viéndose rechazados por el resto de niños de su edad
sin haber hecho nada para merecerlo.
Deprimida, cogió una botella de licor y se sentó en la mesa que había
ocupado el heredero de Nagareth durante su estancia, observando su asiento
vació con nostalgia. Cuando el enmascarado había estado todo parecía más
divertido, más interesante, y al mismo tiempo más esperanzador. Pero al poco se
había marchado, y ahora Martha debía seguir con su vida y sus problemas.
La puerta de la posada se abrió dando paso a un soldado desconocido para
ella. De mediana estatura y piel morena, vestía una armadura ligera y ropa de
viaje que parecía haber visto muchos caminos. Su cabeza estaba protegida por un
yelmo de acero, y tan sólo sus ojos, de mirada impenetrable y profunda, eran
visibles. Al verle avanzar hacia ella con el paso grácil y amenazador de los
guerreros que llevan toda una vida luchando, Martha no pudo evitar sentir un
escalofrío.
—Eres la dueña de la posada, no? —preguntó el soldado. Tenía la voz de un
hombre mayor, seca y dura.
—Sí, así es —respondió Martha, dejando su asiento y recibiéndolo con una
de sus mejores sonrisas. Por muy amenazador que resultase, seguía siendo un
cliente y necesitaba el dinero. —Quiere una buena cena caliente acompañada de
una cerveza, señor? O quizás una cama para pasar la noche?
—No, no quiero nada de eso—. Giró la cabeza, observando la posada
vacía. —Quiero información.
—Información sobre qué, señor?
—Sobre el heredero de Nagareth. Se dice que durante su estancia en
Draconis estuvo hospedado en esta posada, y que antes de marcharse vino aquí a
despedirse. Y yo quiero saber —clavó su mirada en Martha, que retrocedió un
paso involuntariamente— qué camino cogió para marcharse, posadera. Si fue el
camino del Paso del Lobo o el del desfiladero de Attica.
Marta guardó silencio, poco dispuesta a traicionar a uno de sus escasos clientes
así por las buenas. Además, el misterioso enmascarado le había caído bien.
—Te pagaré por la información —dijo con voz cortante el soldado,
arrojando una pequeña bolsa de monedas sobre la mesa—. Sé que tienes muchas
deudas y que nadie acude a tu posada. Dime lo que quiero saber, y el dinero
será tuyo.
Bajo la mirada vigilante del soldado, Marta cogió la bolsa y examinó su
contenido con mirada calculadora. Era una suma elevada, suficiente para pagar
casi todas sus deudas.
—Y bien?
—El heredero de Nagareth cogió el camino del Paso del Lobo.
—Estás segura de tu respuesta? Si me engañas, volveré y te haré pagar por
creer que me puedes tomar el pelo, tanto a ti como a tus hermanos. No creo que
ninguno de tus vecinos venga a defender a la familia de un criminal sin honor.
Martha tragó saliva, asustada, pero se mantuvo firme.
—Te repito lo que ya te he dicho, el heredero de Nagareth cogió el camino
del Paso del Lobo, hace unos pocos días. Si tienes suerte y se ha detenido por
el camino aún podrás encontrarlo antes de que llegue a su destino.
—Eso es justo lo que quería saber.
El soldado se dio la vuelta y se marchó veloz, sin dedicar ni una sola
mirada más a la joven posadera que sujetaba en la mano las monedas por las que
se había vendido.
A los pocos días los dos herederos reanudaron su viaje hacía las frías
tierras del Norte, el último ducado que les quedaba por visitar. La enmascarada
ya estaba recuperada por completo y vestía de nuevo sus holgadas ropas y su
máscara, aunque no recordaba nada de lo que había dicho durante la fiebre. Rego
no le había hablado al respecto, aunque sí que había una cosa que quería saber.
—Te puedo hacer una pregunta?
—Después de todo lo que hemos pasado juntos me sorprende que seas tan
cauto, Rego. Sabes de sobras que puedes preguntarme lo que quieras
—Quién es Cona?
Bant se quedó paralizada.
—Deliraste durante la fiebre, y no pude evitar oír su nombre.
—Entiendo.
Bant detuvo a su caballo, y Rego hizo lo mismo. Se quedaron quietos, en
un silencio tranquilo, hasta que Bant se dedició a continuar.
—Cona era mi amor, mi prometido.
Íbamos a casarnos en breve, pero murió en las minas tras una fuerte discusión
que tuvimos. Él nunca quiso que yo marchase en esta… aventura, y se oponía a
ello. Espero que allá donde esté pueda perdonarme.
—Estoy seguro que sí.
La heredera de Nagareth se quitó su máscara y le sonrió para agradecerle
sus palabras, un gesto sorprendente íntimo para una persona tan reservada como
ella.
—Gracias, Rego.
Rego le sonrió a su vez, dándose cuenta de que esta era la primera vez
que veía el rostro de Bant cuando estaba alegre. Observándola con atención
llegó a la conclusión de que si bien no era fea, tampoco era una mujer que
pudiese atraer las miradas de los hombres a su paso. Sin embargo, había una
gran fuerza tras su mirada, una fuerza que él jamás había visto en ninguna otra
mujer, y era fácil notar el carisma que irradiaba. Y cuando sonreía, como en
estos momentos, Rego sentía que el mundo sonreía con ella.
—Te puedo hacer otra pregunta?
—Ya sabes que sí.
—Qué se siente al no ser feliz?
—No sé muy bien cómo responder a eso—. Bant meditó que responder,
mientras Rego se entretenía observando su rostro dubitativo. Le resultaba de lo
más curioso poder verle la cara, su expresión, sin ningún secreto ni misterio—.
Todo el mundo aspira a ser feliz, pero para cada persona la felicidad se presenta
de una manera distinta. Si te he de ser sincera, la mayoría de las personas
nunca logran serlo, y si por suerte o gracias a su esfuerzo lo consiguen, nunca
dura demasiado. Preguntarme qué se siente al no ser feliz es cómo preguntar a
un pez que se siente al respirar bajo el agua; está en nuestra naturaleza. No
sé si te he servido de ayuda.
Rego bajó la cabeza, pensando en la respuesta de Bant. Está en la
naturaleza del ser humano el no ser feliz, pero, entonces, qué clase de ser era
él que no conocía otra cosa que la felicidad?
Alzó la mirada, y no pudo evitar sonreír al ver a Bant cabalgando a su
lado. Qué importaba eso? No era un filósofo para preocuparse por esos asuntos,
y además, ya faltaba menos para romper su bendición. Y aunque no supiese qué
era, desde luego si sabía quién era. Era Rego, heredero del ducado de Aquaviva,
alegre, divertido y juerguista; un amante de las aventuras que se enfrentaría a
cualquier problema cuando llegase el momento, ya fuese una amenaza de guerra
entre los siete ducados o una aburrida reunión de te con su madre. Y, sabía que
cuando llegase ese momento, no estaría sólo.
—Sí, algo me has ayudado. Pero aún tengo otra pregunta más que hacerte.
—Otra más? —preguntó divertida Bant—. Cuál?
—Cómo conseguiste ganar a la bendición de Grim?
Una sombra cruzó por un momento el rostro de Bant al recordar el combate,
pero rápidamente se disipó y fue reemplazada por una sonrisa maliciosa.
—Eso, amigo mío, es un secreto.
Se puso de nuevo su máscara, desoyendo las protestas de Rego que en el
fondo no se esperaba otra repuesta. Acompañados por el misterio que siempre
rodeaba a la enmascarada reanudaron su viaje hacia el Norte, por el desfiladero
de Attica.
En Draconis, Martha se aseguró primero que había recogido todo lo
importante, y después comprobó que sus hermanos estuviesen vestidos
adecuadamente para lo que les esperaba.
—A dónde vamos, hermana?
—Vamos a hacer un viaje, chicos. Nos vamos de aquí, pero no os pongáis
tristes. Iremos a un lugar donde la gente es amable y simpática, donde nadie
nos insultará ni nos dirá cosas malas.
A un sitio muy lejos donde nadie
nos podrá encontrar, añadió para si.
—Allí podréis jugar con los niños
y divertiros; ya veréis como todos nos va muy bien. Y no nos faltará de nada —dijo
apretando la bolsa de monedas.
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