lunes, 11 de mayo de 2015

Un volcán que despierta

Las espadas se movían tan rápido que no eran más que unos borrones fugaces para sus ojos entrenados. Una estocada a fondo con las dos armas. Un corte por arriba, otro por la derecha. Un revés aprovechando un giro. Los ataques caían uno tras otro sobre su gólem en una danza interminable tan hermosa como letal, pero él seguía resistiendo. El escudo firme, el martillo levantado.





            Dentro de la cabina de la gigantesca máquina de guerra, enfrentado a la mejor wyrm del reino, el Señor de la Frontera Norte no se rendía. Un pequeño río de sangre bajaba por sus muñecas, alimentando al gólem y reviviendo el espíritu del dragón muerto que residía en el corazón de la máquina. La espalda le dolía, fruto de un mal bloqueo, y tenía la frente perlada de gotas de sudor, pero sonreía. Había nacido para eso, para el choque estruendoso de las armas, para los movimientos frenéticos, para sentir el fuego y la rabia del antiguo dragón ardiendo, obedeciendo su voluntad y dando poder al gólem.
            Sin embargo, había perdido gran parte de su habilidad. Sus deberes como Señor le restaban tiempo para entrenarse y las preocupaciones que debía afrontar cada día ocupaban su mente incluso ahora. El fuego del dragón era débil, poco más que la llama de un volcán que bostezaba, medio dormido y carente de verdadera pasión.
            Un nuevo ataque le hizo retroceder, torpe como un wyrm novato, destrozando un par de árboles y arrancándole una maldición que se escapó de entre sus dientes apretados. ¿Qué le estaba pasando? Su problema eran las dudas y el miedo, el miedo a equivocarse que le paralizaba y que podía sentir como una garra que le apresaba las entrañas. Antes que nada, antes que hombre o Señor, era un guerrero. Y un guerrero no dudaba, sino que actuaba.
            Las pobres cosechas, los rostros de los enfermos que morían de enfermedad o de frío, los informes de las bestias salvajes que atacaban los pueblos. Éste era su dominio, y sus siervos, su gente, los que estaban sufriendo. Debía encontrar una solución. Eso era todo lo que importaba.
            Tenía su respuesta.
            Rechazó un golpe con el escudo, desviando una de las espadas hacia un lado y frenando la lluvia de ataques por un segundo. Rugió y el dragón rugió con él, entregándole su poder en una explosión de energía que le recorrió el cuerpo y le hizo estremecer. Su gólem dio un veloz paso adelante y blandió el martillo con una fuerza capaz de derribar montañas, dispuesto a acabar el combate de un único e imparable ataque.
            Su martillo cruzó el aire sin encontrar resistencia. Como una sombra, su rival se deslizó por debajo de su ataque y le derribó con dos golpes perfectamente ejecutados a las piernas.
            La tierra tembló cuando la enorme máquina de guerra cayó de espaldas, levantando una nube de polvo que se alzó una decena de metros. Una bandada de pájaros, asustados, emprendió el vuelo desde el bosque cercano al tiempo que un grupo de siervos se acercaban corriendo al gólem para comprobar el estado de su señor y curarle las heridas de las muñecas.
— ¿Y bien, Narr? —Preguntó su rival desde la cabina de su gólem, su voz sonando curiosa y un poco entrecortada a causa del esfuerzo realizado—. ¿Te ha servido este duelo de práctica para aclararte las ideas?
— Ya lo creo, Zira —respondió con una sonrisa depredadora—. Muchas gracias.

Había tomado su decisión. Irían a la guerra.

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