lunes, 7 de abril de 2014

Prólogo: Dejad que os cuente una historia


Era una noche fría.
La nieve caía sobre las montañas como una capa espesa de helado algodón, cubriendo las casas de la aldea con un manto blanco. La oscuridad reinaba en todos los hogares menos en la pequeña posada, donde unos pocos viajeros y aldeanos bebían y se calentaban ante el fuego de la chimenea en un silencio agradable y tranquilo.


De repente la puerta se abrió, y por unos instantes todos los presentes pudieron escuchar el gélido aullido del viento sonando con fuerza en el exterior. Entonces entró una figura cubierta por un abrigo de pieles, que tras cerrar la puerta con dedos torpes y temblorosos por el frío, caminó hasta el fuego y extendió sus manos mientras soltaba un suspiro de alivio.
— ¿Se encuentra bien? —le preguntó el posadero.
— La verdad es que no —respondió el recién llegado, dejando sobre una mesa vacía el abrigo mojado por la nieve del camino. Era un hombre, con el rostro marcado por las arrugas y el paso del tiempo, los cabellos cortos y blancos. Su ropa gastada, llena de parches de un sin fin de colores tan llamativos que hacían daño a la vista y su capa roja deshilachada le delataban como un trovador. Lanzo un suspiro, cansado. —Estoy demasiado viejo para esto.
El trovador pidió una cena caliente, comida para su caballo y una habitación para pasar la noche. Una vez discutido el precio con el posadero,  se sentó en una silla mientras se frotaba las palmas de las manos entre sí. Tras él, los aldeanos cuchichearon entre sí, y tras un rato, uno de ellos, un gigante con brazos como toneles se le acercó con aire solicito.
— ¿Sois un trovador, verdad? —le preguntó con una timidez que parecía impropia de alguien de su tamaño—. ¿Podríais contarnos una historia?
El recién llegado se giró en dirección al gigante, notando clavados sobre él los ojos de todo el mundo. Incluso los viajeros, fatigados tras un día de camino, le observaron expectantes ante la oportunidad de escuchar a un trovador que hiciese más amena la noche.
— Lo siento —dijo alzando una mano como disculpa—, pero ahora mismo tengo los huesos demasiado fríos y la garganta demasiado seca como para complacerte, amigo.
El gigante asintió, mostrando la decepción en su rostro. Se dio la vuelta para regresar con los suyos cuando el trovador le interrumpió.
— Perdona, ¿podrías decirme como se llama este pueblo?
— Magrata.
— Magrata... ¿esto es Magrata? —exclamó el trovador con visible sopresa. Saltó de su asiento con una agilidad sorprendente en un hombre de su edad y se acercó a una de las ventanas, con los ojos brillándole de excitación—. ¿De verdad? —preguntó de nuevo dirigiéndose esta vez al posadero, mientras recorría con la mirada la aldea de noche.
—  Así es, señor. ¿Habíais estado aquí antes?
—  Yo...  —el trovador guardó silencio durante unos segundos al darse cuenta de que todos le estaban mirando, extrañados ante su reacción y sus palabras. Sonrió, pues siempre le había gustado sentirse el centro de atención—. Sí, había estado aquí antes. Pero Magrata ha cambiado desde la última vez que la vi—. Sonrió de nuevo, una sonrisa cargada de melancolía—. Ha pasado mucho tiempo.
Se apartó de la ventana, sus pensamientos perdidos en las brumas del pasado.
— ¿Sabes qué, buen hombre? —dijo de repente dirigiéndose al gigante—. He cambiado de idea.
Se tiró la capa hacía atrás con un gesto teatral, giró su silla en dirección a su público y se sentó, inclinado hacia adelante mientras miraba uno a uno a todos los presentes. Sonrió, y su rostro ajado y consumido por los años se iluminó por un instante.
— Voy a contaros una historia.

Hace mucho, mucho tiempo, existía un  antiguo reino que tras varias disputas producidas hacía ya siglos había visto divididas sus tierras en siete ducados. Desde entonces era tradición que todo heredero de un ducado recibiese al nacer la bendición de un mago, bendiciones que variaban en poder y utilidad según el humor del mago pero que siempre servían como una marca de distinción para el futuro duque. La tradición se había mantenido durante numerosas generaciones, pero en los años en los que empieza nuestro relato ya no eran los tiempos donde la magia abundaba, en los cuales los elfos, hadas y otras criaturas fantásticas podían ser vistas hasta por el más simple de los campesinos y los prodigios de los grandes magos asombraban a todo el reino. No, el tiempo de los milagros se había acabado; por entonces la magia no era más que una sombra de lo que fue y se podían contar con los dedos de una mano a los magos que merecían tal nombre.
Pero aún quedaba una gran maga, una hechicera sabia y poderosa, la última de los suyos, dispuesta a cumplir al menos una vez más con la antigua tradición.
Y así fue, que cuando nacieron los siete herederos de los siete ducados, la maga los bendijo uno tras otro:
En las regiones del sur, tierras ricas en viñedos y bendecidas con el oro del comercio, la maga alzó al recién nacido y dijo: — Siempre será el rey de todas las fiestas, y no habrá aguardiente ni licor que no pueda soportar.
En las casi eternas llanuras de Jötum, donde la hierba se mece al pos del viento como las olas del mar, la maga alzó al recién nacido y dijo: — Los caballos serán su pasión y no habrá jinete más rápido ni más valeroso.
En la Tierra de las Espadas, donde hay más soldados que campesinos y el honor lo es todo, la maga alzó al recién nacido y dijo: — Tan grande será su habilidad con la espada que jamás perderá un duelo.
En La Costa Verde, la tierra donde se puede conseguir cualquier placer y todo tiene un precio, la maga alzó al recién nacido y dijo: —Será hermosa como una diosa, y ningún hombre se resistirá a su belleza.
En el gélido Norte, tierra de guerras, castillos y valientes, la maga alzó al recién nacido y dijo: — El conocimiento será su arma, y tan poderosa será con ella que ganará en todas las batallas que desee ganar.
En Aquaviva, puerta al océano y desde donde parten navíos a remotos y extraños países, la maga alzó al recién nacido y dijo: — Siempre será feliz y vivirá un millar de aventuras.
Y por último, en Nagareth, una tierra tan devastada y pobre que sus habitantes mueren sin ver ni tan sólo una flor, la maga alzó al recién nacido y… guardó silencio. Finalmente, tras unos largos segundos, se acercó el bebe al rostro y le susurró unas palabras al oído, una bendición que nadie salvo el bebe pudo oír.
—La tradición se ha cumplido; todos los herederos han recibido su bendición   —anunció entonces la maga—. Ahora, que el destino juegue su papel.


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