Era una noche fría.
La nieve caía sobre las montañas como una capa
espesa de helado algodón, cubriendo las casas de la aldea con un manto blanco.
La oscuridad reinaba en todos los hogares menos en la pequeña posada, donde
unos pocos viajeros y aldeanos bebían y se calentaban ante el fuego de la
chimenea en un silencio agradable y tranquilo.
De repente la puerta se abrió, y por unos instantes
todos los presentes pudieron escuchar el gélido aullido del viento sonando con
fuerza en el exterior. Entonces entró una figura cubierta por un abrigo de
pieles, que tras cerrar la puerta con dedos torpes y temblorosos por el frío,
caminó hasta el fuego y extendió sus manos mientras soltaba un suspiro de
alivio.
—
¿Se encuentra bien? —le preguntó el posadero.
—
La verdad es que no —respondió el recién llegado, dejando sobre
una mesa vacía el abrigo mojado por la nieve del camino. Era un hombre, con el
rostro marcado por las arrugas y el paso del tiempo, los cabellos cortos y
blancos. Su ropa gastada, llena de parches de un sin fin de colores tan llamativos
que hacían daño a la vista y su capa roja deshilachada le delataban como un
trovador. Lanzo un suspiro, cansado. —Estoy demasiado viejo para esto.
El trovador pidió una cena caliente, comida para su
caballo y una habitación para pasar la noche. Una vez discutido el precio con
el posadero, se sentó en una silla
mientras se frotaba las palmas de las manos entre sí. Tras él, los aldeanos
cuchichearon entre sí, y tras un rato, uno de ellos, un gigante con brazos como
toneles se le acercó con aire solicito.
—
¿Sois un trovador, verdad? —le preguntó con una timidez que parecía impropia
de alguien de su tamaño—. ¿Podríais
contarnos una historia?
El recién llegado se giró en dirección al gigante,
notando clavados sobre él los ojos de todo el mundo. Incluso los viajeros,
fatigados tras un día de camino, le observaron expectantes ante la oportunidad
de escuchar a un trovador que hiciese más amena la noche.
—
Lo siento —dijo alzando una mano como disculpa—, pero ahora mismo tengo los huesos
demasiado fríos y la garganta demasiado seca como para complacerte, amigo.
El gigante asintió, mostrando la decepción en su
rostro. Se dio la vuelta para regresar con los suyos cuando el trovador le
interrumpió.
—
Perdona, ¿podrías decirme como se
llama este pueblo?
—
Magrata.
—
Magrata... ¿esto es Magrata? —exclamó el trovador con visible sopresa.
Saltó de su asiento con una agilidad sorprendente en un hombre de su edad y se
acercó a una de las ventanas, con los ojos brillándole de excitación—. ¿De verdad? —preguntó de nuevo dirigiéndose esta vez al posadero, mientras recorría
con la mirada la aldea de noche.
— Así
es, señor. ¿Habíais estado aquí antes?
— Yo... —el trovador guardó silencio durante unos segundos al darse cuenta de
que todos le estaban mirando, extrañados ante su reacción y sus palabras.
Sonrió, pues siempre le había gustado sentirse el centro de atención—. Sí, había estado aquí antes. Pero Magrata ha
cambiado desde la última vez que la vi—. Sonrió de nuevo, una sonrisa cargada de melancolía—. Ha pasado mucho tiempo.
Se apartó de la ventana, sus pensamientos perdidos
en las brumas del pasado.
—
¿Sabes qué, buen hombre? —dijo de repente dirigiéndose al gigante—.
He cambiado de idea.
Se tiró la capa hacía atrás con un gesto teatral,
giró su silla en dirección a su público y se sentó, inclinado hacia adelante
mientras miraba uno a uno a todos los presentes. Sonrió, y su rostro ajado y
consumido por los años se iluminó por un instante.
—
Voy a contaros una historia.
Hace mucho, mucho tiempo, existía un antiguo reino que tras varias disputas
producidas hacía ya siglos había visto divididas sus tierras en siete ducados.
Desde entonces era tradición que todo heredero de un ducado recibiese al nacer
la bendición de un mago, bendiciones que variaban en poder y utilidad según el
humor del mago pero que siempre servían como una marca de distinción para el
futuro duque. La tradición se había mantenido durante numerosas generaciones,
pero en los años en los que empieza nuestro relato ya no eran los tiempos donde
la magia abundaba, en los cuales los elfos, hadas y otras criaturas fantásticas
podían ser vistas hasta por el más simple de los campesinos y los prodigios de
los grandes magos asombraban a todo el reino. No, el tiempo de los milagros se
había acabado; por entonces la magia no era más que una sombra de lo que fue y
se podían contar con los dedos de una mano a los magos que merecían tal nombre.
Pero aún quedaba una gran maga, una hechicera sabia
y poderosa, la última de los suyos, dispuesta a cumplir al menos una vez más
con la antigua tradición.
Y así fue, que cuando nacieron los siete herederos
de los siete ducados, la maga los bendijo uno tras otro:
En las regiones del sur, tierras ricas en viñedos y
bendecidas con el oro del comercio, la maga alzó al recién nacido y dijo: —
Siempre será el rey de todas las
fiestas, y no habrá aguardiente ni licor que no pueda soportar.
En las casi eternas llanuras de Jötum, donde la
hierba se mece al pos del viento como las olas del mar, la maga alzó al recién
nacido y dijo: — Los
caballos serán su pasión y no habrá jinete más rápido ni más valeroso.
En la Tierra de las Espadas, donde hay más soldados
que campesinos y el honor lo es todo, la maga alzó al recién nacido y dijo: —
Tan grande será su habilidad con la
espada que jamás perderá un duelo.
En La Costa Verde, la tierra donde se puede
conseguir cualquier placer y todo tiene un precio, la maga alzó al recién
nacido y dijo: —Será
hermosa como una diosa, y ningún hombre se resistirá a su belleza.
En el gélido Norte, tierra de guerras, castillos y
valientes, la maga alzó al recién nacido y dijo: — El conocimiento será su arma, y tan poderosa
será con ella que ganará en todas las batallas que desee ganar.
En Aquaviva, puerta al océano y desde donde parten
navíos a remotos y extraños países, la maga alzó al recién nacido y dijo: —
Siempre será feliz y vivirá un millar
de aventuras.
Y por último, en Nagareth, una tierra tan devastada
y pobre que sus habitantes mueren sin ver ni tan sólo una flor, la maga alzó al
recién nacido y… guardó silencio. Finalmente, tras unos largos segundos, se
acercó el bebe al rostro y le susurró unas palabras al oído, una bendición que
nadie salvo el bebe pudo oír.
—La tradición se ha cumplido; todos los
herederos han recibido su bendición —anunció entonces la maga—. Ahora, que el destino juegue su papel.
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